KARMACÁNICA

Cinders me condujo por los caminos del canal, más allá de las puertas de Toytown, allí donde trabajaban y actuaban los mecánicos de coches y los fabricantes de gomas. Eso ocurría durante el día, pero ahora era casi el anochecer: el mundo estaba medio iluminado y el camino era todo nuestro.

Avanzábamos por una fina línea pavimentada entre el canal y el puente del ferrocarril. El puente tenía una hilera de arcos y cada uno de ellos estaba entarimado y protegido contra los ladrones nocturnos. A mi izquierda, el agua tenía el color de una pesadilla Vurt, ya sabéis, cuando los sentimientos se convierten en barro y no consigues encontrar la salida.

Cinders estaba silenciosa y distante mientras me conducía, y andaba a más de medio metro por delante de mí, con su cuerpo lleno de maravillas y sueños eróticos. Ella era mi pareja en las fantasías que tenía en la cama, en incontables ocasiones, y ahora yo la seguía como un perro. Supongo que me sentía bastante bajo de autoestima. Incapaz de ofrecer ninguna resistencia.

¿Captáis la sensación?

—Es allí cerca, Scribble —dijo Cinders— ¿Puedes percibirlo ya?

Yo lo percibía.

—Tengo cierta aprehensión, Cinders —le contesté.

—No te preocupes, Scribble, no hay serpientes por esta agua. —Ella tecleaba un mensaje en una puerta de arco.

—¿Estás segura?

—Claro que sí.

Yo miré el cartel de la puerta.

Karmacánica.

Los dos coches antiguos y la antigua furgoneta de los helados estaban aparcados enfrente.

—¿Por qué estás tan segura? —le pregunté, temblando.

—Atrapamos a esas cabronas hace mucho tiempo.

Se abrió una rendija de la puerta y Cinders se deslizó dentro. Yo la seguí a una habitación rojo oscuro. El techo era arqueado y las losas brillaban de humedad. Había humo flotando en aquel espacio angosto y me traía visiones a los ojos.

Icarus Wing estaba ante la humeante mesa, haciendo las mezclas.

—¿Has traído a ese perro esta vez? —me preguntó.

—Esta vez no —contesté, temblando.

—¿Y a aquel gilipollas?

Se refería a Beetle.

—No he traído a nadie —le dije.

—Entonces pasa. Sed bienvenidos.

—¿Ya os conocíais? —preguntó Cinders.

—Oye, este chico me amenazó de verdad, ¿sabes? —contestó Icarus—. Pero ya está olvidado. Sin rencores.

En las sombras capté oscuros centelleos de violeta y verde. También oí el sonido que hacen, piel contra piel, piel contra tierra y cristal; movimientos de contorsión en la noche. Pesadillas.

Yo estaba sudando, intentando controlarme, controlar el miedo. A lo largo de una pared entera de la arcada había una triple hilera de antiguos acuarios, cada uno de los cuales contenía una sola serpiente o un confuso y entrelazado amasijo de ellas.

—No te asustes, Scribble —me dijo Cinders—. Estas son amigas tuyas.

—No lo veo tan claro —balbuceé.

—El chico Vurt está cagado de miedo —se rio Icarus.

—Me vendiste un Vurt malo, Icarus.

—¿Te lo vendí?

—Aquella pluma de Vudú era una copia pirata. Nada más que un sueño barato.

—Oye, ¿y cómo iba yo a saberlo? Yo me limito a comprar cosas, ¿sabes? Tú te plantas ahí, amenazando a una de mis mejores serpientes con un roboperro furioso. ¿Qué querías? Ni siquiera había tenido tiempo de probar el género. No me enrolles.

—Icarus está montando los copiones de esta mañana —dijo Cinders—. ¿Quieres ver un poco?

No. ¿No podría irme a un millón de kilómetros de distancia?

El corredor abovedado estaba tachonado de estantes de plumas plateadas y las plumas usadas color crema sembraban el suelo. El humo del sueño se elevaba en capas de colores: azul, luego negro, luego plateado. Y en el oscuro vórtice del techo, unas cuantas hebras de oro revoloteaban contra las piedras húmedas.

—¡Humo amarillo! Aquella rara y preciosa niebla.

—Hemos filmado algunas cosas bonitas esta mañana —dijo Icarus, mezclando el humo—. A esta la llamamos Perra en Celo. Es realmente excitante. Te empalma al máximo, pero aun así, puedes ponerla en los estantes más altos del Vurturama. Venga, echa un vistazo.

Cualquier cosa era mejor que aquellas bestias retorciéndose, así que bajé la cabeza hacia aquella niebla Vurt. Noté sus dedos acariciándome hasta que dejé de estar allí y me encontré gateando torpemente hacia donde Cinders me esperaba a cuatro patas. Tenía la verde cabellera oscurecida por el sudor y los labios húmedos. Se me hacía la boca agua y tenía la polla dura y fuerte, como desenvainada. Sentía las moscas saltando en mi pelaje pero no les prestaba atención. Solo quería tirarme a la hembra. Tenía las ancas hacia fuera y el ángulo perfecto para entrar, así que seguí mi pene hasta la fuente, apartando los labios mientras embestía, con mis patas delanteras en sus hombros y mis patas traseras deslizándose en el suelo, intentando encontrar un punto de apoyo. Me pareció que me hundía en la ternura, en la noche, en alguna comida caliente. ¡Auuuuu! Estaba aullando y la hembra se tiraba contra mí y gemía. ¡Auuuuuu! Buen apareamiento esta noche. ¡Auuuu!

Luego tiré hacia atrás, con el freno de mano, asqueado de mí mismo, de vuelta a la realidad, asqueado del deseo, y vi a Cinders riéndose de mí en el corredor abovedado. Vi a Icarus con un martillo en la mano. El pestazo a serpentaria en el aire. Estaba abriendo una de las jaulas.

—Hay que sacar esto de aquí. O bien nos despedimos de la liberación general.

Pero yo no le escuchaba del todo. La habitación se llenaba de niebla y el humo onírico me obturaba la boca, me hacía tragar el Vurt. Necesitaba respirar aire fresco, aire puro, y cuando la serpiente salió, atrapada por el encantamiento de serpentaria de Icarus, yo luchaba por llegar a la puerta, luchaba con el cerrojo, dirigiéndome a alguna parte, al aire libre. ¡Cualquier sitio servía! Tuve un fugaz atisbo de la serpiente, como un latigazo, golpeando su cuerpo contra la carne humana. Tuve una erección que hubiera puesto celoso al mismísimo Zeus mientras abría la puerta y sentía la cálida y húmeda noche cayendo sobre mí.

Hicieron falta cinco minutos para que mis sensaciones se suavizaran bajo la lluvia. Estaba de pie al borde del canal, jadeando, observando el agua que chocaba indiferente contra la piedra. Era una corriente hinchada y hacia fuera, dulce y estancada. Había basura flotando, sin llegar a ninguna parte. Un fragmento de algo tenía el aspecto de un antebrazo humano.

Por encima del agua veía la orilla opuesta, donde antes, en algún punto, habíamos perdido a Tristán a manos del enemigo. Las luces brillaban débilmente allí a lo lejos, donde otra clase de personas debían de llevar una vida normal. Necesitaba tomar algo, así que hurgué en mi bolsillo buscando el paquete de diez Napalm, pero mis dedos toparon con la pelusa suave de una pluma.

Saqué la pluma y la sostuve contra la luz de la luna. Era plateada hasta el extremo. Creo que la luna tenía un poco de celos, porque ocultó la cara bajo una nube rasgada. Pensé en el Gato Cazador.

¿Cómo lo había llamado?

La pluma plateada produjo un alegre centelleo.

General Olfato.

Simplemente hazlo.

Simplemente hazlo. Métetela. En la boca. Capta el último mensaje. Ve de visita. Muévete por el camino hasta algún punto. Simplemente hazlo. Descubre qué tiene que decir el Gato.

La pluma reposaba entre mis labios cortados, bajo la luna, al borde del canal, en el extremo de Toytown, cuando oí la voz de Lucinda llamándome.

—¿No te ha gustado? —me dijo.

Me saqué la pluma de la boca.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—General Olfato.

—Eso está muy arriba en la escala, jovencito. ¿Seguro que puedes con ello?

No contesté.

—¿Alguna vez te has hecho una Chupona, Scribble?

—¿Qué es eso?

—Plumas succionadoras. Así es como fabricamos los Vurts. Actúan como plumas normales, pero al revés. En vez de proporcionarnos sueños, nos los roban. Luego me sacan a mí o a cualquier otro desafortunado. Alguien que lleve algo de Vurt dentro, solo para dar más realidad a la escena. Me mezclan en sus sueños, Scribble. Yo soy muy buena. Es una vida triste, pero gano bastante. A lo mejor tú también podrías intentarlo.

—No lo creo.

—Creo que lo harías muy bien.

—No, yo no. —Yo lo negaba todo.

—Debo de haberme pasado mucho contigo en ese Vurt perruno, ¿no? —preguntó Cinders.

—No.

—¿Ya no te gusta hablar conmigo? ¿Es eso?

—No es eso.

—Oh, venga, Scribble... tú sabes muy bien cómo hacer que una chica Vurt se sienta deseada.

Idea repentina: ¿tal vez podía canjear a aquella mujer? Tenía dentro mucho Vurt, por tanto, valía mucho: tal vez yo pudiera robarla y canjearla por Desdémona.

—Yo soy real, Cinders —le contesté—. Ya me has visto los ojos.

—Ah, sí, muy real, chico. ¿Y qué pasa entonces? ¿Por qué te asusta tanto la carne?

—He tenido mujeres —exclamé.

—Claro. —Tenía un tono de burla.

—De hecho, tengo una mujer —dije—. Y está muy bien.

—¿Y dónde está? Está muy bien, pero ¿dónde está?

No pude contestar.

—¿Se te ha comido la lengua el gato? —preguntó ella.

—No entiendo por qué me sales ahora con eso. Tengo otras cosas que hacer.

—No me gusta que la gente salga corriendo cuando despliego mi arte.

—Me he asustado.

—Eso es lo que te he dicho, ¿no?

Sus ojos me enviaban señales feroces. Yo solo quería largarme de allí. Pero su voz me retenía.

—Lo más triste es que de verdad podría llevarte a algún sitio. A algún sitio fantástico. ¿No quieres, Scribble?

Tenía los ojos de un profundo verde plateado en la luz acuosa y centelleaban con estrellas amarillas. Lucinda se acercó, bajo la suave lluvia, y me besó. Sus labios sabían a miel y yo sentí que me deslizaba. Me deslizaba en la lluvia y el agua y la carne Vurt. Sus dedos jugueteaban con la región lumbar de mi espalda como el efecto ondulante de la marea lunar, que empujaba y apartaba las aguas del canal Ship.

Simplemente hazlo.

Aparté mis labios de los suyos con un sonido suave.

Me estaba mirando y yo no podía creérmelo.

—Vuelvo a casa —dijo—. Barnie trabaja esta noche. Y luego va a visitar Shadowtown, la ciudad de las sombras. ¿Quieres volver conmigo?

—No soy muy bueno con las mujeres —le susurré.

—Pruébalo alguna vez —me dijo Lucinda—. Era una pálida forma en la oscuridad, pero sus palabras me hendieron el corazón.

Pruébalo alguna vez.

Simplemente hazlo.

Y me sentía extremadamente tentado. Tanto que miré profundamente aquellos ojos verdes y amarillos y vi algo nuevo en ellos, algo que no era de ella. Lucinda se había desvanecido y unos ojos azules que yo conocía muy bien me miraban tras los verdes mechones de pelo.

—¡Desdémona! —grité—. ¿Eres tú, hermana?

Era aquella vieja mirada de Desdémona de amor y lujuria. Me vi atraído a sus brazos, inundado de recuerdos. Solo podía seguirla a la casa, donde hicimos el amor contra la estatua de la Virgen María. Nos estábamos haciendo un Polvo Católico, yo, un descreído total. No importaba. Yo le hacía el amor a Cinders O'Juniper, la reina de las plumas rosas. Ya lo había hecho antes, naturalmente —¿qué chico no lo había probado?—, solo que esta vez era real, demasiado real. Tanto que apenas podía soportarlo, especialmente con Desdémona aleteando en el interior de los ojos de Cinders, llamándome. Y cuando llegamos al orgasmo, y la voz de la mujer gritaba «¡Sálvame, oh, sálvame!», yo ya no sabía si era Cinders o era mi hermana la que hablaba. Y eso le dio un tono agridulce al final, con la sangre de la Virgen cayendo sobre mi piel, hasta que estalló en mí el momento de liberación y lo rocié todo fuera de mí, en el sueño y en la realidad, hasta que los dos mundos quedaron saturados.

Me desperté en los brazos de mi hermana, o así lo sentí yo, hasta que Cinders volvió su rostro hacia mí, adormilada.

—¿Qué pasó, chico? —me preguntó.

—No lo sé.

—Me pareció como si yo fuera otra persona.

Y lo eras. Bueno, sí y no. En parte. A mitad de camino. No tenía palabras para explicarle lo que sentía.

—Estuvo bien —dijo, pero yo no sentía ningún orgullo ni nada por el estilo. Porque sabía que Desdémona estaba allí, en alguna parte, utilizando el Vurt de Cinders para llegar hasta mí.

—¿Y eso es excepcional? —preguntó Cinders.

—Eso creo.

—¿Tienes otras cosas que hacer?

—Algunas. —Y le hablé de mi hermana y de cómo intentaba recuperarla, y de los obstáculos que encontraba en el camino.

Y entonces Lucinda dijo algo que me mató:

—Quizá podrías canjearla por mí.

¿Qué podía contestar a aquello?

—Yo tengo Vurt en mi interior —dijo—. Creo que valgo bastante. Suficiente para satisfacer a Hobart. Hagámoslo. Esta vida me agota.

Yo estaba anonadado.

—No, no, no puede ser —dije en realidad. Cinders significaba demasiado para mí. Aunque no volviera a verla nunca más. Demasiado.

Sus ojos se cerraban al mundo, y cuando habló, fue desde las profundidades del sueño.

—Encuentra lo que quieres.

—Es lo que intento.

—Conserva la fe... —Fueron sus últimas palabras antes de dormirse.

Subí desnudo a la cama Católica, intentando buscar mi ropa desperdigada bajo la luz grisácea. Por la ventana del dormitorio veía la luna brillar a través de un jirón de nubes. Quizá fuera demasiado tarde. Cogí mi chaqueta y saqué la pluma plateada del bolsillo interior. Miré por última vez a Cinders.

¿Qué estaba haciendo, dejando a aquella mujer?

Comprobé la hora en el reloj de flores y me metí la pluma entre los labios.

Plateándome.

Cayendo...

Golpeado por la oscuridad...