DURAS PÉRDIDAS
¿Hacia dónde escapas cuando llega la chica mala? Quizá vas a casa con mamá. Tal vez vas en busca de tu amante. O quizá, como yo, tienes un Beetle, un escarabajo en tu vida. Alguien poderoso, aunque en ese momento tuviera el cuerpo embotado por un consumo excesivo de plumas de Tenia.
Volví a las escaleras, de tres en tres, sin importarme los gritos de la multitud, corriendo a los brazos del principal Viajero. El barniz vidrioso del Vurt se deslizó de los ojos de Beetle mientras yo le gritaba las malas noticias. Era como si se abriera una persiana a un día de sol radiante, maravilloso de ver, y él se metió un par de jamacocos, ya en marcha. Me empujó por entre el gentío, pateando a varios bailarines para abrirse camino.
—¡Beetle! ¿Qué pasa con Mandy? —le dije mientras corríamos.
Pero su mente estaba en otro viaje, el jamacocos le subía, y los ojos escudriñaban el tropel buscando una vía de salida.
—¡No podemos dejarla, Beetle!
—La chica puede controlar. —Rápido jadeo y luego—: Tiene que haber una salida por detrás.
Pasábamos a través de la multitud, que nos abría paso ante la amenaza de las maldiciones de Beetle y la energía jamadora de sus puños. Oí un grito que venía de abajo:
—¡Dejen paso! ¡Policía!
Algo así. ¿Alguna vez habéis visto un poli intentando abrirse paso a través de una multitud danzante de semilegales? Supongo que Murdoch tenía algunos problemas allí abajo. ¡Que te jodan, poli! Yo ya estaba justo contra las mesas de comida, y el chef Barnie me miraba con ojos brillantes.
—Os ha gustado mi comida, ¿verdad, tíos?
Le dije que era el rey del banquete y que los ángeles comían su comida para llevar. Nos señaló una puerta trasera.
—Por ahí, tíos —contestó—. Que aproveche.
Y bajamos ruidosamente una brillante escalera metálica de duros peldaños, una escalera de emergencia hacia el cielo. Beetle y yo, en un trayecto juntos, como en los viejos tiempos. Me sentía como si volara, y supongo que tenía aún algo de Alas de Trueno encima. Luego llegamos a los callejones traseros y corrimos en busca de la dulce vida.
No estoy contando esto muy bien. Quiero pediros vuestra confianza. Heme aquí, rodeado de botellas de vino y maniquíes, saleros y palos de golf, motores de coche y carteles publicitarios. Hay un millar de cosas en esta habitación, y yo solo soy una de ellas. La luz brilla por las ventanas, quebrada por rejas de hierro, y yo intento recomponer todo esto con un antiguo y tronado auténtico procesador de textos, de esos que ya no se fabrican, intentando encontrar las palabras.
A veces captamos mal las palabras.
¡A veces captamos mal las palabras!
Creedme lo que os digo. Y confiad en mí, si podéis. Hago todo lo que puedo por decir la verdad. A veces es realmente difícil... Así es como perdimos a Desdémona.
No. No, aún no.
Lo más extraño de aquella noche de carrera fue esto: yo podía imaginarme mejor a Beetle que a mí mismo. No sabía dónde estaba. Y en cambio, Beetle estaba siempre, todo el tiempo, muy claro para mí. Yo seguía sus movimientos a través de un cristal transparente, observándolo correr como una centella en la oscuridad.
En cuanto a mí, yo era la sombra de Beetle, colgado de su llama, corriendo por un negro callejón, de vuelta al restaurante del Slithy Tove. Algo pesado y duro saltaba en el bolsillo de mi chaqueta, pero en aquel momento no capté lo que era. Percibía una multitud corriendo conmigo, pero no sabía quiénes eran. Tal vez todavía estuviera en Alas de Trueno, pero aquel fino hormigueo tenía que haberse disuelto hacía mucho en la corriente sanguínea. Entonces ¿de qué estaba colocado?
¿Con qué estaba colocado?
Sentí como si la noche se rindiera ante mí, llenándome con sus imágenes.
Captaba atisbos de todo.
Estaba supercolocado de Vurt, corriendo por un espacio oscuro, con gente detrás, sin nada en la boca, ninguna pluma en la boca.
Sonaban sirenas de la policía, componiendo música mala.
Se oían silbidos.
El aullido de un generador que insuflaba alta potencia a un conjunto de luces de arco.
Polisombras brillando.
Pies claqueteando. Pies humanos reales resonando sobre el cemento.
No sabía dónde estaba.
Fui a dar de bruces contra un muro de ladrillos y me di la vuelta, y allí estaba Murdoch, con su cara marcada y sus ojos fulgurando al mirarme.
Bailarines, antes bailarines presas del pánico tras de mí, en una multitud, en un pequeño tropel, y luego dispersándose. Y yo quedándome allí solo, frente a las cicatrices de Murdoch.
—Te tengo. —La voz de la mujer poli tenía la dureza de la persecución, y la pistola crujía en su mano con una brillante nueva vida, como si tuviera balas vivas en sus recámaras.
Metí la mano en el bolsillo sin pensar y mis dedos se cerraron sobre la vieja pistola de Murdoch, la que robé del suelo alfombrado. Pero yo sabía poco de esas cosas, y cuando Murdoch me dijo que la tirase al suelo, la tiré. Hizo un ruido sordo al caer sobre el cemento, como si cortara mis posibilidades de libertad, pero la pistola de Murdoch apuntaba bien y era real.
—¿Qué va a ser, chico? —me ofreció—. ¿Sucio o limpio?
La pistola de Murdoch era la única cosa en mi vida, la única cosa por la que valía la pena vivir. Eso ocurre a veces con los instrumentos de la muerte.
—¿Qué va a ser?
La pistola de Murdoch era una rabiosa erección, señalando directo a mí, directo al corazón. Había un leve destello de sol que llegaba al tejado de una casa, y una oscura niebla se formaba a su derecha. Otros polis se colocaban en posición. Oía gritos y vítores cuando derribaban a gente o cuando se les escapaban. Sentía la presencia de Beetle, cerca, pero no lo veía por ninguna parte.
—Mejor que sea limpio —dijo Murdoch. Sobre su brazo derecho, la niebla empezaba a solidificarse en una forma enroscada.
Yo conocía aquella cara, aquella forma.
¡Shaka! La polisombra destrozada.
Su cuerpo humeante era un amasijo de humos, y su rostro una mueca de humo. Ondeaba dentro y fuera de la existencia y su recompuesta caja de trucos luchaba por hacer brillar su cuerpo roto en el mundo real, para que pudiera lamer allí, alimentándose de secretos. Habían conseguido remendarla de algún modo, pero sus focos aún eran fuertes y cálidos, y me los lanzaba a mí, a algún lugar cerca de mí; los sentía abrasar el muro de ladrillos hasta un lado de mi cabeza.
—¡Es mío, Shaka! —gritó Murdoch.
Murdoch le pidió al cañón de su arma que enfocara y yo oí el zumbido mientras encontraba mi centro, colocando balas ardientes sobre mi corazón, tierno objetivo.
—Vuélvete despacio —dijo Murdoch—. Hacia la pared. Sin sorpresas. No me gustan las sorpresas.
—Claro.
Así que estoy volviéndome hacia la pared, y en el momento justo en que me giro, siento a Beetle cerca. Así, simplemente. ¡Podía sentirlo!
Beetle sale de las sombras sosteniendo su arma en alto, como un ofrecimiento.
Murdoch había visto aquella arma antes, y allí estaba otra vez, en el sórdido final. Era obvio que no le gustaba. Lo mismo ocurría con Shaka. Había recibido su castigo de aquella arma; y ahora allí estaba otra vez, en el sórdido final.
Shaka flameaba encendiéndose y apagándose, sus bancos de memoria acribillada luchaban contra sus mecanismos. Su caja de trucos era controlada por algún nuevo colega gilipollas, que obviamente había perdido la calma; temblaba, y la caja aérea temblaba también. Shaka hacía lo que podía por conservar sus rayos alineados. Se notaba en su rostro medio iluminado que los humanos lo dejaban frío en aquel preciso momento.
Murdoch estaba sudando: el fluido corporal recorría los rasguños de su rostro.
En la esquina de Wilbraham Road y la entrada de la casa de algún pobre mamón estaba la camioneta perrera de Dingo Tush y su manada de músicos caninos. La frase «Eh, eh, somos los Cautelobos» estaba pintada a un lado. Allí cerca vi a Tristán y Suze. Su cabellera era un fuerte río que fluía con la luz de la luna; Suze llevaba a los dos robosabuesos con correa doble. Los perros eran casi tan altos como ella y aullaban pidiendo sangre de poli.
Yo bailaba. Esa danza contorsionada que solo pueden ejecutar los que están acojonados de verdad. Pero mi mente era como un extraño, un extraño de corazón frío con una pistola en la mano. Aquel era Beetle. Mandy se acercó detrás de él, sus ojos saltaron de un punto a otro, controlando adonde apuntaban las pistolas gemelas; una a mi corazón, la otra a la cabeza de la mujer poli.
La luna estaba quieta, plena y sin voz.
Describo este momento paso a paso, porque es difícil, y también porque es importante.
Murdoch habló:
—Te encerrarán por asesinar a un oficial de la policía, Beetle.
—Pues cójame —contestó Beetle. Simplemente. Fantástico.
Murdoch dejó que las gotas de sudor le resbalaran por la cara, los brazos, los dedos, el gatillo de la pistola. Estaba resbaladiza. Toda ella estaba resbaladiza.
—Dame info, Shaka —pidió.
Shaka obedeció, lanzando un rayo fino y trémulo, directo al arma que sostenía Beetle.
ES UN ARMA, MURDOCH, contestó.
—¡Joder, Shaka!
LO SIENTO, SEÑORA.
Creo que le habíamos dado a aquella Sombra su merecido.
El rayo fino viajando otra vez; Beetle dejándolo pasar, como si supiera de algún modo lo que estaba a punto de pasar.
QUEDAN CUATRO BALAS, iluminó el polisombra.
—¿Va a arriesgarse, Murdoch? —preguntó Beetle.
—Sí, supongo —contestó ella.
Alguien iba a resultar muerto, herido o arrestado.
Tal vez fuera yo. Probablemente sería yo.
Algunas cosas parecen simplemente predestinadas.
Así es como perdimos a Desdémona, y encontramos la Cosa. Sí, ya es hora de contarlo.
Hermana y hermano volaban en un abrazo de plumas. Por el mundo del Vudú. Para aterrizar suavemente en un jardín de dicha, enmarcado por antiguas piedras, rodeado de colores y fragancias, una jungla de flores. Brillantes pájaros amarillos cantaban brillantes canciones amarillas, desde los árboles que crecían visiblemente, incluso mientras andábamos. En lo profundo de la campiña, un jardín inglés...
—¡Qué bonito, Scribble! —dijo Desdémona.
Y lo era; todo lo que pudieras desear. Desdémona me cogió la mano y luego se apoderó de mi boca y me llenó de besos. El jardín jugaba con nuestros sentidos, tejiendo un tapiz con ellos. Las flores estaban llenas de polen, y yo también. Cogí a Desdémona en mis brazos, dejándola caer suavemente en el suelo cubierto de pétalos y ella me siguió hasta allí, sobre las flores.
Su coño se apretaba contra mi polla, y el mundo era hermoso.
¿O sí?
Entonces me deslicé dentro de ella, mi hermana, sintiendo cómo el jardín vallado se cerraba para acariciarme el pene, hasta que la savia llegó hasta arriba y el jardín se inundó. El aire estaba cargado de polen; todo el mundo se copiaba una y otra vez mediante el acto del amor. Y nosotros estábamos envueltos en el sistema, libando allí donde liban las abejas.
Nos observaban.
Hice rodar el húmedo cuerpo de Desdémona hasta el suelo sintiendo cómo la tierra me agarraba, como si quisiera sentir mi semilla. Yo me hundía y una figura encapuchada se erguía como a un metro y medio de distancia, observando, solo observando.
Me levanté, solo para ver mejor, solo para verme hundido en la mirada de la figura. Como si me hubiera devorado.
La figura iba envuelta en un manto púrpura, de pies a cabeza, encapuchada, de modo que solo se le veían los ojos. Ojos amarillos. Soles gemelos, brillando de conocimiento.
—Sus nombres, por favor —dijo la figura. Era una voz de mujer. Toqué ligeramente a Des, que se sentó erguida, sin miedo. No había miedo.
—Me llamo Desdémona —dijo.
—Yo me llamo Scribble —dije. Era lo más natural. Sin problemas.
—Gracias —dijo la figura—. Bienvenidos al Vudú inglés. ¿Saben por qué están aquí?
—No —contesté yo. No podía mentir.
—Han venido a buscar conocimiento —dijo la figura—. Habrá placer. Porque el conocimiento es sexy. También habrá dolor. Porque el conocimiento es tortura. ¿Entienden lo que estoy diciendo?
—Sí —contestó Des—. Lo entendemos.
¿Lo entendíamos?
—Bien. Vengan con nosotros —dijo la figura moviendo los brazos para indicar el jardín. Fueron apareciendo otras figuras, moviéndose desde la distancia, como imágenes que crecieran en una placa fotográfica, cobrando vida. Todas iban encapuchadas e igualmente cubiertas de pies a cabeza, de modo que no podías distinguir unas de otras. Solo los ojos amarillos asomando bajo los oscuros capotes. Desdémona y yo nos quedamos allí de pie entre ellas, para estar al mismo nivel.
—Somos los guardianes del jardín —nos dijeron, todas a la vez, pero yo recibía solo los mensajes, sin palabras, solo ideas. ¿Qué son estas criaturas?
Los pájaros gorjeaban en los árboles y uno de los jardineros emitió un leve silbido como de pájaro. Un pájaro amarillo, un canario, voló a sus manos. Él lo acarició con cuidado hasta que el pájaro se quedó contento. Luego, suavemente, le cogió una pluma. Era una pluma amarilla y él la mostró para que todos los demás pudieran verla. Era una pequeña y suave pluma dorada, besada por el sol inglés. Realmente me conmovió. Parecía un sueño. La figura abrió la mano para dejar que el pájaro volara libre. Luego llevó la pluma amarilla a sus labios, oscurecidos por la capucha. La chupó y desapareció, hundiéndose en la tierra, en un agujero que se había abierto y que luego volvió a cerrarse en cuanto la figura desapareció bajo el suelo. Las flores surgieron de nuevo llenando el espacio, creciendo aceleradamente. La pluma dorada se quedó allí, flotando en el aire, libre de toda constricción. La siguiente figura la cogió del aire, la acarició y desapareció, hundiéndose. La pluma volvió a flotar. La siguiente figura la cogió, la tocó. Desapareció. La siguiente figura la atrapó. La tocó. Desapareció. Y la pluma siguió flotando. Y así sucesivamente, hasta que solo quedó la figura inicial.
—¿Adónde van? —preguntó Desdémona.
—Al pasado, al maligno pasado, en busca de conocimiento —respondió la figura. Tenía la pluma en sus manos y se la ofrecía a Desdémona—. ¿Por qué no la prueba? —dijo.
Desdémona titubeó un momento y luego cogió la pluma y la sostuvo ante los labios.
—¿Qué me hará? —preguntó.
—El pasado está esperando —respondió la figura—. Puede ir allí y cambiarlo. Al lugar donde reside el conocimiento.
Desdémona puso la pluma en sus labios.
—Des... —Mi voz la llamaba, en el jardín—. Puede ser peligroso.
—Sí, lo es —dijo la figura—. Es una pluma amarilla.
—¡Es una pluma amarilla, Scribb! —contestó Des—. ¿No has querido siempre probar una?
—Sí, pero...
—¿Cuántas oportunidades tienes? —preguntó mi hermana.
—No muchas.
—Tienes una —dijo ella—. Y esta es la nuestra. Hagámoslo.
—Des...
—No es para los débiles —dijo la figura, pero mi hermana ya tenía la pluma en los labios.
Desdémona se volvió hacia mí.
—Quiero ir allí, Scribble —me dijo—. Quiero que tú vengas conmigo. ¿Vendrás?
—Por favor, no vayas, Des. —Fue todo lo que pude decir.
No sirvió de nada.
Desdémona empujó la pluma dorada hacia lo hondo, hasta los límites. Sus ojos relumbraron de amarillo, solo un momento, y luego la tierra se abrió bajo sus pies y las zarzas crecieron a su alrededor, hierbas amarillas con espinas en los extremos. Desdémona gritaba:
—¡¡¡Scribble!!!
Pero ¿qué podía hacer yo? Los zarcillos cubrían las extremidades de mi hermana, hacían brotar la sangre en cientos de puntos, pues las espinas le horadaban la piel. Aquel tránsito no era tan fácil como el de las demás figuras; todas habían desaparecido sin gritar. ¡Algo salía mal, el día estaba saliendo mal!
¿Qué podía hacer yo?
Mi hermana era arrastrada hacia abajo por las zarzas amarillas, y las trepadoras y las espinas se aferraban a su cuerpo con fuerza, arrastrándola hacia el mundo subterráneo.
—Conocimiento es tortura —dijo la figura—. ¿No se lo he dicho?
Yo corría hacia Desdémona, esforzándome por alcanzarla.
Las flores vencieron.
La arrastraron bajo el suelo, hasta que solo quedó su pelo, su hermoso pelo, y luego también desapareció, estrangulado por las zarzas, hasta que solo quedaron hierbas y flores. Crecieron allí donde ella se había enterrado, alisando el espacio en un segundo.
La figura tenía la pluma en sus manos y me la ofrecía a mí.
—¡A tomar por culo!
Mis palabras.
—Muy bien —dijo la figura—. Es demasiado débil. Tal vez algún día... —Y con estas palabras se metió la pluma en la boca. Sus ojos relumbraron más dorados que el sol en un día caluroso, y yo me quedé solo, en el jardín, el jardín inglés. La pluma flotó por un momento y luego empezó a caer. Fui a cogerla.
Fui a cogerla.
Un pájaro amarillo bajó volando, como un borrón de velocidad, cogió la pluma con el pico y se alejó, volando para emplumar algún nido.
¿Y quién emplumaría ahora mi nido?
El jardín estaba vacío. Un hombre solitario en un jardín, con lágrimas en los ojos.
Me quedé allí dos o tres horas, no lo sé. Mucho tiempo.
Y luego le di al freno.
Algunas cosas parecen simplemente predestinadas.
Así fue como perdimos a Desdémona. Y como me desperté, ahogado por una Cosa de Vurt, una especie de mierda pesada.
Mecanismos de intercambio.
Duras pérdidas.
Murdoch apartó lentamente su arma de mí, hacia la amenaza real. Ahora eran pistolas gemelas, las dos apuntándose una a otra, reflejadas en la misma necesidad. Beetle y Murdoch.
Oí aullar a la luna.
Dingo Tush estaba en la zona. Tenía las mandíbulas bien abiertas y se veía su interior, babeando. Llamaba a los perros de todo Fallowfield, aullando a la luna. Era como si la luna aullara.
Oí a los perros contestando a su llamada.
La camioneta de Dingo se abrió y salió una manada de híbridos, que se lanzaban de garras contra el hormigón. Supongo que Murdoch tuvo alguna visión de la perra Karli en aquel preciso momento, y que no le hacía ninguna gracia una repetición de su última derrota en la alfombra. La pistola se agitó en sus manos mientras escupía humo. Luego llegó el ruido. Luego la bala buscando un nuevo hogar.
Beetle le contestó.
Más o menos al mismo tiempo. Pero no exactamente al mismo tiempo.
Una pistola disparó.
Y luego la otra.
Una pistola tardó más que la otra.
Escuchad con atención. Este es el secreto para conservar la vida: disparar tu arma antes que la del otro.
Beetle se tambaleó con el disparo.
El hombro le estalló. Era una flor ardiente que se abría en su carne. Gotas de sangre de Beetle me salpicaron las mejillas. Una sirena sonaba en mi cabeza, tras mis ojos cerrados, y el aullido de los lobos, mientras la manada de perros corría desenfrenada.
De pronto volaban balas de todas partes. Yo tenía un diapasón alto en mi interior, un diapasón alto que chillaba, como una mujer alcanzada por un disparo perdido.
Me preguntaba quién sería, quién habría sido atrapada por aquel regalo envenenado.
Esperaba que no fuera Mandy. Esperaba que no fuera...
Sentí que me elevaba, que me elevaba por encima de todo. Por encima del mundo de lluvia. Por encima del mundo con sus gritos y sus sirenas. Y todo su dolor chorreando, como las últimas gotas de lluvia, en un quieto charco de luz del día.
Ando por el frondoso camino de un pueblecito. Los niños juegan entre los matorrales. El cartero silba una alegre melodía. Las madres tienden la ropa en las cuerdas, los pájaros cantan desde árboles exuberantes y bañados por el sol. Yo me dirijo a la oficina de correos. El cartel dice «Oficina de Correos de Pleasureville». Y ahora ya sé dónde estoy. Estoy en Pleasureville, Villa Placer, un nivel bajo de Vurt azul, nada especial, totalmente legal, estuve aquí antes, hace años, cuando estas cosas aún me emocionaban. Pero nunca como ahora.
Nunca como ahora. Nunca sin una pluma. ¡Estaba allí! Completamente allí. Sin dolor, ni ansiedad, ni conflictos. Olía a dulzura.
Andaba por los tranquilos caminos de Pleasureville, donde solo las risas de los niños podían turbar la calma. Ningún problema. Nada que no pueda manejar. Y el silbido del cartero, y el canto de los pájaros. Ningún problema. Puedo controlarlo.
Y la conciencia de que estaba allí, de que sabía que estaba allí, en Vurt, y que otro mundo me esperaba, si yo lo deseaba: un mundo de dolor. Podía frenar y salir en cualquier momento. O quedarme allí para siempre.
Para siempre.
Una perversa tentación.