LOS ANTORCHEROS

Caminábamos por un corredor, como en un barco elevado, un barco de cemento, situado a kilómetros por encima del mar de cristal. Beetle, Mandy, Tristán, Suze y yo. Ah, sí, y la perra, Karli. Inmensa bestia esclava de piel metálica, tensando la correa que Suze sujetaba. Tristán llevaba su arma, sobre todo para enseñarla. ¿Quién iba a tocarlo? Ya sabían lo que pasaría. Y los dos roboperros del apartamento, vigilando la casa. Caía la noche. Nadie hablaba mucho, simplemente andábamos por el puente elevado sobre terrenos privados. Todos tenían pequeñas extensiones de césped, lo suficiente para producir la sensación de que el mundo era hermoso, incluso en aquel lugar. El vacío de mi interior reflejado en fragmentos de cristal. Así, a cada paso, mi tristeza se multiplicaba por mil. A veces incluso los cristales rotos, el cemento agrietado, las vidas tristes parecen como los dulces sueños de historias malas.

Yo pensaba, bueno, tal vez todo esté bien, y Brid y la Cosa se alegren de vernos y ya no necesitemos a ese viejo costroso. Éramos los Viajeros Furtivos, y Desdémona era uno de nosotros, y volveríamos a estar juntos, en cuanto yo completara mi tarea. ¡Era fácil, joder! Lo único que tenía que hacer era encontrar una pluma de Vudú inglés, entrar y llevarme a la Cosa conmigo. Encontrar allí una metapluma, una Amarilla Rara, la pluma más famosa del mundo, y entrar. Encontrar a Desdémona, canjearla por la Cosa, rompiendo todas las reglas conocidas del Vurt, y encontrar el camino de vuelta. Joder, tío, si era coser y cantar. Y una mierda.

Ahora bajábamos las escaleras.

—Siento no haberos podido ayudar mucho —le dijo Tristán a Beetle.

Beetle se encogió de hombros.

—Yo solo he intentado avisarte, amigo mío. —Había un deje de tristeza en su voz, pero yo no prestaba demasiada atención.

—¿Habéis pasado un buen rato, por lo menos? —preguntó Suze.

—Muy bueno —contestó Beetle. Tal vez fuera sincero.

Llegamos al final de las escaleras y el aire olía a quemado. Había perros aullando por todas partes en la noche de Bottletown.

—¿Qué es eso? —preguntó Mandy.

—Unos gamberros —respondió Suze—. No os preocupéis.

—Pasa todas las noches —dijo Tristán.

—Les gusta quemar cosas.

—Se hacen llamar los Antorcheros —dijo Tristán—. Una tribu loca.

—Joder. —Ese fui yo.

—Será algún cubo de basura —dijo Suze.

Pero yo lo sabía. ¡Yo lo sabía, joder!

Pasamos por detrás de un hueco de ascensor cegado hasta el aparcamiento, y nuestra preciosa Stashmobile estaba envuelta en una mortaja de llamas. Ardiendo, ardiendo.

—¡Mierda! —Era la voz de Beetle.

Y el mundo enfriándose con la furgoneta convertida en un bosque de fuego. Nadie podía haber sobrevivido. Nadie. La chicasombra de bajo nivel y el alienígena de Vurt. Desaparecidos en las llamas.

Los cinco que éramos y el perro nos quedamos paralizados durante siglos. Mientras, la furgoneta ardía y los cristales repetían mil veces la historia. Luego eché a correr hacia las llamas, abrasándome las manos con la manija de la puerta.

¡Oh, mierda! ¡La Cosa! ¡Brid!

Y toda la esperanza alejándose de mi vida, toda esperanza de intercambiar a la Cosa por mi hermana.

Todas las esperanzas de mi vida...

Karli se había soltado de la correa y corría alrededor de la furgo, ladrando a las llamas. Beetle se había unido a mí para ayudarme a abrir una puerta, pero en lugar de eso, me tiraba hacia atrás, y yo sufría, y el humo me llenaba los ojos de lágrimas, y la pérdida, todas las pérdidas las hacían manar.

Demasiadas lágrimas. Demasiadas pérdidas.

Medianoche. Nube de humo. La furgoneta convertida en una pila de huesos de metal, la piel sintética llena de burbujas, la goma fundida. Mi mente quemada. Allí, sentados en un banco estropeado por el vandalismo, contemplamos cómo el cadáver de la camioneta se desvanecía lentamente. Un puñado de mirones, habitantes de Bottletown, se había acercado a ver las llamas. Algunos se reían. Yo había llegado demasiado lejos para que me importara. La noche era de color naranja.

Tristán y Suze habían corrido a su apartamento a buscar un extintor, pero el pelo les hacía aminorar la marcha y había sido inútil. Y de todas formas, ya no importaba. No había nada que salvar.

Karli me olisqueaba, ofreciéndome montones de lametones para reconfortarme. Yo la apartaba, pero ella volvía. Así que dejé que aquella lengua siguiera adelante. La verdad es que ayudaba.

Tristán y Suze habían vuelto con la pistola de espuma, pero aquello era como pretender echar agua al mismísimo infierno. La camioneta ardería hasta reducirse a cenizas. Hasta que la carne fuera solo huesos.

De todas formas, tampoco importaba.

Beetle había impregnado sus guantes de conducir con un tubo entero de Vaz. Luego se había acercado a las llamas agonizantes, había agarrado el picaporte con fuerza para abrirlo. La puerta se había abierto, exhalando una densa nube de humo. Yo había observado cómo Beetle desafiaba el humo y el calor, pensando que era un buen tipo. Luego se volvió y se acercó a mí. Tenía la cara tiznada de hollín.

—No están aquí, Scribble —fueron sus palabras.

Yo me limité a mirarlo.

—No están ahí. Está vacía.

Los chicos de Bottletown riéndose y bailando en la noche anaranjada, y yo sentado en un banco roto del parque, pensando en el mundo y lamido hasta la médula por una perra de carne y plástico llamada Karli.

Fragmentos de cristal bajo mis pies, del color de los sueños.

En Bottletown, hasta nuestras lágrimas brillaban como diamantes.