TÉCNICAS CARNALES
Teníamos que arrastrar la Cosa del espacio exterior fuera de la furgoneta, el gordo saco de su cuerpo agarrado a la alfombrilla y pegado con sus jugos.
Beetle abrió las puertas de la furgo.
—Venga, perezosos, joder —gritó, alargando la mano hacia el fondo para recoger las plumas que habían caído al suelo. Una de ellas, la Negra, se deslizó dentro de su paquete de tabaco—. Me apetece viajar a alguna parte. —Y avanzó deprisa hacia la casa.
El apartamento estaba en el piso de arriba de Rusholme Gardens. Y sí, estaba en Rusholme, pero ni rastro de jardín. Solo un bloque de apartamentos de estilo antiguo en la esquina de Wilmslow y Platt.
La cámara de la puerta reaccionó a la imagen de Beetle de una forma encantadora, abriendo sus puertas con un ritmo lento y seductor. Brid había vuelto a su ánimo de sombra y caminaba dormida hacia la siguiente luz, así que Mandy y yo teníamos que sujetar la carga. La carga era la Cosa y era como Vaz entre nuestros dedos. Ostras, la Cosa estaba caliente; totalmente temeraria. Mucho cuidado.
—Muévete, Cosa —le dije.
Las llamadas de Desdémona habían cesado. Ahora divagaba en su propio lenguaje. ¡Xa, xa, xa! ¡Xasi, xasi! Cosas así. Tal vez viajaba por las ondas Vurt, buscando un nuevo hogar. Tal vez yo sea un loco romántico, sobre todo cuando la lluvia de Manchester empieza a caer en la memoria y yo garabateo todo esto, atrapando los momentos. Bridget solía decir que la lluvia allí era especial, que algo se había estropeado en el clima de la ciudad. Que siempre te daba la impresión de que iba a empezar a llover, y en cualquier caso, siempre llovía. Lo único que sé es que mirando retrospectivamente, juraría que la siento cayendo sobre mí, en la piel. Esa lluvia lo significa todo para mí, todo el pasado, todo lo que se ha perdido. Puedo ver gruesos goterones de lluvia en la grava. Al otro lado de la calzada, los árboles negros de Platt Fields Park susurran y se balancean, recibiendo agradecidos el don del agua. A millas de allí, años y años después, todavía siento aquella lenta lucha hacia la puerta del apartamento.
La Cosa del espacio exterior no venía realmente del espacio exterior. Simplemente, Mandy la llamaba así, y a todos se nos había pegado. Y es que si no, ¿cómo vas a llamar a una burbuja informe que no habla ningún lenguaje conocido y ha aparecido en tu mundo por un desgraciado accidente? Difícil, ¿eh?
—¡No la dejes caerse! —siseó Mandy, con la voz tensa por el esfuerzo. La lluvia le había adherido el pelo rojo aplanándoselo sobre la frente.
—¿Te parece que la dejo caerse?
—¡Tiene la cabeza en el suelo!
—¿Eso es la cabeza? Creí que era la cola.
Mandy se estaba enfadando conmigo, como si yo pudiera disfrutar transportando alienígenas por la grava mojada, a oscuras, bajo la lluvia. Como si yo pudiera dominar las distintas técnicas de transporte de alienígenas.
—¡Agárrala bien! —gritó.
—¿Que la agarre de dónde? Resbala por todas partes.
Justo en aquel momento surgió un polisombra aleteante, emitiendo desde la antena de Platt Fields. Se movía como niebla, con las luces centelleantes de sus mecanismos encendiéndose y apagándose, una y otra vez, mientras vagaba entre los árboles. Le dije a Mandy que nos largáramos ya.
—Mira quién habla de velocidad —me contestó.
Tuvimos que doblar la Cosa en una forma extraña para hacerle atravesar las puertas de la casa, una especie de variante de la cinta de Moebius. A la Cosa no le importó: en cualquier caso, su cuerpo era superfluido, desde el abrazo de Vurt. Un rápido atisbo por encima del hombro me dijo que el polisombra estaba fuera del parque y que se dirigía a los apartamentos. Cerré de golpe la puerta tapándole la visión. Silencio. Pausa. Recuperar el aliento. La expresión desesperada en los ojos de Mandy, ojos desnudos bajo las luces del vestíbulo, los brazos tensos para sostener el peso de la carne alienígena.
—¡Mierda! —dije—. Se nos ha olvidado la alfombra.
Llevábamos a la Cosa desnuda en las manos.
—¿Cómo hemos llegado a este punto? —preguntó Mandy.
—¿Qué?
—¿Por qué siempre es lo mismo?
—Da igual. Sigue andando.
Más arriba, en el siguiente rellano, Brid erraba con las sombras, con una estela de humo.
—Síguela —le dije.
Era como transportar una pesadilla subiendo un tramo de grasientas escaleras a punto de derrumbarse.
—¿Vas por Beetle?
—¿Beetle? No seas bobo.
—Ah, bueno. Porque Bridget te mataría.
—Algo me dijo Seb.
—¿Ah, sí? —logré farfullar, entre jadeos.
—Mañana hay un nuevo reparto.
—¿De qué?
—Material nuevo. Y bueno, según me dijo. Ilegal. Muy negro.
—El Vudú no es negro, ya te lo dije.
—Sí, el Vudú inglés. Seb...
—¿Lo tiene? ¡Mandy!
—Todavía no. Llega mañana...
—¡Mandy! Eso es...
—¡Cuidado! ¡La Cosa! Está...
El alienígena se me estaba cayendo. Yo tenía las manos demasiado sudorosas. Perdía el mundo de vista. Una pluma flotaba en mi mente. Un espécimen hermoso y multicolor. ¡Casi lo tenía! ¡Casi llegaba!
—¡Scribble! —La voz de Mandy me llamaba de vuelta—. ¿Qué te pasa?
—¡Lo necesito, Mandy! En serio. Tenemos que ir a buscar a Seb.
—A él no. Me dio un nombre de contacto. Dijo que Icarus se ocupaba de la nueva entrega.
—¿Icarus?
—Icarus Wing. Es su fuente. El camello de Seb. ¿Lo conoces?
—Nunca había oído hablar de él. Mandy, ¿por qué no me lo has dicho antes?
—Iba a decírtelo. Pero los polis... y todo eso... el polisombra... el perro. Scribble, estaba hecha un lío, lo siento...
Entonces la miré, con su grasiento pelo escarlata despeinado por la lluvia, con un último borrón de pintura en el labio inferior. Bueno, no era ninguna belleza bajo la áspera luz de una escalera, la cara contraída del esfuerzo de cargar aquel bulto de carne alienígena, pero el corazón empezó a cantarme una canción, una especie de canción de amor, supongo. Hostia, había pasado mucho tiempo sin cantar.
—¿Crees que Seb estará bien? —me preguntó ella.
—Encuéntralo, Mandy. Pregúntale por el Vudú inglés...
—No creo que trabaje más en ese mostrador de la vurtería.
—¿No sabes dónde vive?
—No. Es muy reservado... ¡Scribb! —La expresión de alerta en los ojos de Mandy.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
—¡Allí! En la esquina...
Habíamos llegado al primer rellano. Había una vitrina adosada a la pared. Ponía PROHIBIDO PASAR. En el oscuro espacio entre la vitrina y la pared había una cuerda en espiral, una cuerda violeta y verde.
Se movía. De pronto:
—¡Es una serpiente! —chilló Mandy.
El cabrón del casero ponía luces de duración limitada y el siguiente interruptor estaba a unos sesenta y pico centímetros más allá, después del rellano. Sesenta y pico centímetros es mucho cuando llevas encima un alienígena y está oscuro y hay una serpiente onírica suelta.
—¡No te asustes! —le dije a Mandy en la oscuridad.
—¡Enciende la luz, joder!
—¡No te muevas!
Mandy dejó caer a la Cosa. Yo todavía tenía las manos bajo uno de sus extremos, y noté el peso que tiraba hacia abajo mientras el bulto aterrizaba en el suelo. Mandy corría hacia el siguiente interruptor. Las serpientes pueden ver en la oscuridad, pero nosotros no.
Sentí un dolor persistente en la pierna izquierda, justo donde me habían mordido. Pero de aquello haría unos cuatro años. Entonces, ¿por qué el dolor? A veces, la memoria puede ser realmente muy perra.
La mujer nos miró durante dos segundos y luego empezó a gritar:
—¡¡¡¡Aaaaaj!!!!
Era un chillido que cortaba el aire, alto y fuerte. El ruido atravesó los corredores, amenazando con hacer salir a una masa de gente.
Mandy golpeó a la mujer.
Yo nunca había presenciado su violencia hasta entonces. Solo me la había imaginado.
La mujer se quedó en silencio. Me imaginé a todos los ocupantes estremeciéndose en sus camas por el grito y luego su brusco final. Con un poco de suerte seguirían asustados.
—¿Qué es eso? —dijo la mujer al fin.
Mandy me miró. Yo miré a Mandy, luego a la Cosa en mis debilitadas manos, y luego a la mujer.
—Es del decorado —le dije.
Ella me miró.
—Somos de la compañía de teatro de vanguardia. Nos llaman Drip Feed Theatre.
—Exacto —dijo Mandy, que empezaba a superar el impacto.
—Es un teatro experimental y bastante salvaje. Esta... esta cosa nos la hizo un artista loco. La hizo con neumáticos viejos y una tonelada de grasa animal. Acabamos de recogerla.
—¿Le gusta? —intervino Mandy.
La mujer se limitó a seguir mirando, tal vez preparando otra sesión de gritos.
—Vivimos en el trescientos quince —le dije—. Oiga, ¿quiere subir? Estamos unos cuantos amigos. Vamos a ensayar la obra. ¿Le apetece?
—¡Dios mío, qué vulgar! —exclamó la mujer, justo antes de deslizarse dentro de su piso y cerrar la puerta de golpe.
Mandy y yo sonreímos.
Sonreímos. Y algo pasó entre nosotros.
No me pregunten qué.
—¿Se ha largado la serpiente? —preguntó Mandy.
Las serpientes oníricas salen de una pluma mala llamada Takshaka. Cada vez que algo pequeño y sin valor se perdía en el Vurt, una de esas serpientes reptaba hacia fuera como compensación. Yo hubiera jurado que esas serpientes empezaban a invadirlo todo. No había manera de escapar.
—Se ha ido. Dale al interruptor otra vez. Acabemos con esto.
Así que subimos las escaleras juntos. Dos humanos, un alienígena colgando pesadamente entre los dos, y logramos llegar al segundo rellano antes de que las luces volvieran a apagarse. Cruzamos ruidosamente el pasillo, Mandy alargando una mano hacia el interruptor mientras con la otra intentaba desesperadamente agarrar aquella carne resbaladiza. No hubo suerte.
—La luz, chica nueva.
—No puedo...
—Venga.
—No la encuentro.
—Apártate...
En ese momento sus dedos encontraron el interruptor.
La luz se encendió un instante, luego se apagó, con un sordo estallido de quemado. Bombilla fundida. En el fugaz resplandor vimos el rápido latigazo verde y violeta.
—¡Serpiente! —grité—. ¡Muévela! ¡Muévela!
Levantamos a la Cosa y la arrastramos lo mejor que pudimos, que no era mucho, y más o menos movimos aquella carne hacia el refugio del apartamento trescientos quince. Yo golpeé la puerta esperando respuesta, pero estaba abierta, y los tres la atravesamos: macho, hembra, alienígena. Mandy la cerró de una patada con su tacón negro y caímos exhaustos y temblorosos sobre la alfombra del vestíbulo.
La cabeza de la serpiente había quedado atrapada en la puerta y Beetle salió de la cocina con un cuchillo del pan.
Y decapitó a aquella bestia.