UN IDEAL PARA VIVIR
Los ojos abriéndose a un aleteo.
Colores, formas de caras, gente riéndose.
La televisión encendida.
Yo estaba sentado en un sillón de terciopelo oscuro, en el rincón de una salita, mirando con los ojos entreabiertos. La televisión era un modelo negro mate con bordes cromados. Una auténtica pieza de coleccionista.
En la alfombra, los niños gritaban alborozados. El perro movía la cola.
En la televisión salía Noel Edmonds. Con su remolino de pelo y aquella sonrisa descarada, planteaba preguntas sobre una familia feliz. Cada vez que contestaban mal a la pregunta, se oía un ruido desagradable y el puntero rojo brillante se acercaba al símbolo de un montón de porquería. Sobre la familia había un cubo gigante que humeaba. Sobre el cubo, en grandes letras azules y rojas, decía «Cubo de Vómitos de Noel». Aun cuando la familia de la televisión se equivocaba en la respuesta, todo eran carcajadas y risitas. En la alfombra, los tres niños y el perro se reían también. El perro se reía moviendo la cola. Yo también me reía. ¡Dios mío! No había visto aquello desde que era pequeño. ¿Qué estaba pasando?
Abrí los ojos por completo, intentando abarcarlo todo. Aquella habitación, aquella casa, aquel papel de pared floreado, toda la gente reunida allí. Todo era tan familiar como un recuerdo. Como si ya hubiera estado allí antes.
La chica mayor era adolescente. Se llamaba Mandy. El perro se llamaba Karli, y la segunda chica se llamaba Twinkle. No sé cómo se llamaba la niña pequeña. Y de pronto capté la escena; ¡ellos nunca lo habían visto! Nunca habían visto el pelo de Noel, el cigarro de Saville, la magia de los Daniel.
La puerta de la sala se abrió y entró Barnie. Tras él había una mujer. Ella llevaba una bandeja de comida y Barnie una botella de vino y unos vasos. La mujer tenía el pelo verde, verde esmeralda, y le llegaba hasta la quinta vértebra. Despertó en mí una extraña sensación. Como si la conociera de antes, y muy íntimamente. No lograba situarla. Ella dejó la bandeja ante mí, en una mesita de té. La comida hacía juego con la habitación. Platos de carne y pescado, verduras sazonadas, ensaladas crujientes, pastas de jengibre y ajo, frutas frescas y secas, quesos que se desmigajaban, pastel de manzana y flan de canela.
—¿Estás despierto, Pelado? —me preguntó Barnie.
—Sí. Yo...
—Te has quedado traspuesto. Y los demás también. ¿Cuándo has dormido por última vez?
—Dormido... No recuerdo. ¿Qué hora es?
—La una y media —contestó la mujer.
Me levanté de un salto, desprendiéndome del suave abrazo del sillón.
—¡La una y media! ¿Del mediodía o de la noche?
La mujer se echó a reír.
—¡Del mediodía, Scribb, tonto! —Era la voz de la chica mayor, desde la alfombra, que se llamaba Mandy.
—¿Quieres atacar esa comida, Pelado? —preguntó Barnie.
Sí que quería. Hacía siglos que no había comido.
—¿Dónde está Beetle? —pregunté.
—Beetle está en el dormitorio —me dijo Barnie—. Esta es nuestra casa, y esta es mi mujer... Lucinda. —Ella sonrió. Tenía la boca grande y exuberante—. Y esta es nuestra hija, Crystal. —Cuando Barnie dijo estas palabras, la niña apartó la cara de la pantalla por un momento y me dedicó una sonrisa.
Empecé aquella magnífica comida y sentí que aliviaba mi ansiedad. Notaba algunos pedazos resbalándome por la barbilla y supongo que debía de ofrecer un aspecto un tanto sucio.
—No puedo quedarme aquí —dije comiéndome un gran bocado—. Tengo mucha prisa. —Me resbalaba el aceite por la barbilla. Tenía que volver a por Brid y la Cosa. Aquello era lo que importaba. Pero ni siquiera sabía dónde estaba.
—Te quedaste dormido en el sillón, Pelado —me dijo Barnie—. No queríamos molestarte.
—Esta es nuestra casa —dijo Lucinda—. Sed bienvenidos.
—¿Te conozco de algo? —le pregunté.
—Ah, probablemente. —Volvió a sonreír. Tenía un rostro perfecto. Barnie también. Y la niña. Eran todo sonrisas. La habitación donde vivían era un nido de confort. Las pinturas de las paredes contaban la misma historia: mujeres semidesnudas mirando tímidamente, caballos saltando las olas, cisnes deslizándose por ríos de oro, perritos de ojos grandes royendo zapatillas robadas. La habitación estaba bañada en colores antiquísimos.
En aquel momento, la familia de la tele agotó el cupo de respuestas erróneas y el Cubo de Vómitos de Noel empezó a derramarse. Los cubrió por completo y ellos parecían encantados. El público rugió aprobadoramente. Los niños de la alfombra también.
Y de pronto me di cuenta de que yo tampoco había hecho nunca aquello, no había visto a Noel, ni a Saville ni a los Daniel. Todo aquello era muy anterior a mi época. Yo solo había visto las reposiciones. Entonces, ¿qué estaba pasando? ¿Y por qué me sonaba tanto?
Así se llama la sensación que tienes a veces en Vurt, cuando ya te has hecho ese, pero sigues estando en Vurt, ¿lo recordáis? Y te crees que es real. Tienes una montaña rusa en la cabeza y se convierte en una especie de Agobio. Recuerdos de viajes anteriores empiezan a representarse en los sueños de plumas, y los desplazan de fase, como una onda de feedback. Quizá aquella fuera la respuesta. Estoy en Vurt, y tengo un Agobio tranquilo y real.
—No es televisión real —dijo Barnie—. Son cintas grabadas.
—¡No es real! —grité—. ¡No es real!
—Exacto —contestó, como si estuviera orgulloso, y levantó el brazo hacia mí y con la otra mano se peló un trozo de carne enseñándome lo que tenía debajo—. Esto es lo que soy —dijo.
Yo no podía apartar la vista de aquel agujero en su piel; me quedé mirando una especie de pozo de plástico mojado, con los nanogérmenes burbujeando por las venas de su sangre y los huesos sintéticos flexionándose mientras él bajaba y subía el brazo ante mí.
—Esto es lo que soy —volvió a decir, esta vez más despacio, con un matiz de tristeza, como si hubiera dejado algo atrás, algo humano.
¡Robot! Barnie era un robot. ¡Un robochef!
—Aquí dentro —dijo, golpeteando su tenso cráneo— están las mejores recetas de todos los mejores chefs de este mundo. Yo soy su depositario.
Como en respuesta a aquello, la niña, Crystal, se arrancó un poco de carne de la nuca. Era casi como si estuviera jugando, para ella era como un juego.
—Esto es Roboville, Pelado —dijo Barnie—. Creo que los puros lo llaman Toytown, la ciudad de juguete, ¿verdad?
—No te dejes asustar por Barnie —dijo Lucinda, pero era demasiado tarde para eso. Yo estaba al borde de las náuseas.
El robohombre dio un paso hacia mí.
—¿No es gracioso? —dijo—. La forma en que los puros reaccionan ante los robots. Parece como si fuéramos sucios o algo así, por vuestra reacción.
Yo no sabía, solo pensaba que tenía que tomar distancia, volver a donde estuvieran esperando la Sombra y la Co sa.
—Dime cómo se sale de aquí —le pregunté—. Tengo algo que hacer.
—No creo que sea posible —dijo Barnie—. Beetle está muy mal.
—El no es tan puro —dijo Lucinda.
¿Se refería a mí o a Beetle?
Y yo me vi en un barco, en el agua, mirando hacia la costa, con una pistola inútil en la mano, observando cómo los polis derribaban a Tristán, dirigiéndome a la estación. Allí donde te aprietan las tuercas de los sentimientos, hasta que ya dejas de sentir. No era Vurt. No era un sueño. El mundo era real y me hacía humedecer los ojos.
Ah, lo que hubiera dado por un poco menos de Vaz en mi vida, y un toque de pegamento. Tal vez así habría podido reunir y controlar a alguien.
Los niños estaban riéndose ruidosamente ante las desventuras de la familia de la televisión y yo ya no sabía qué era real y qué no lo era.
Había cadenas y esposas dispuestas a lo largo de las paredes del dormitorio. Una colección de látigos se exhibía en una vitrina junto a la cama.
Beetle estaba atado a la cama, con seis fuertes correas. Estaba echado sobre la espalda y los colores se derramaban de su piel en hojas de luz. Era como si tuviera la mitad del cuerpo invadido, vivo gracias a los fractales.
—¡Scribble, chico! —me dijo—. Me alegro de verte levantado y en forma. ¿Puedes aflojarme un poco estas correas? Me gustaría andar un poco.
—Creo que no. —El virus le estaba comiendo la mente, haciéndole sentir como un superhéroe—. Es por tu bien, Bee. No queremos que saltes de un rascacielos.
—¡Sí, ese soy yo! El Hombre Brillante. Ese Barnie ha hecho un buen trabajo. ¡Eh, igual es un aficionado al sadomaso! ¿Has visto a su mujer, Scribb?
—Sí.
—Es una tía sexy. ¿Te acuerdas de aquella?
—¿Si me acuerdo de qué?
—Mierda, tío, ¿no te acuerdas de aquella? Cómo puedes haberte olvidado de aquel sueño. Quizá te has quedado reseco. He oído que eso pasa a veces, no lo usas suficiente.
—¿Sabes lo que está pasando, Beetle? —le pregunté.
—¿Pasando? El mundo está pasando. Y yo soy el protagonista principal. Y si no me sueltas estas cuerdas, Scribble... me escabulliré igualmente por debajo. ¡Estoy flotando, chico! ¿Me sigues?
—Sí. Te sigo.
—He llegado a la meta, chico —continuó, y la voz le cambió, se volvió calmada y seria—. Esa perra policía me jodió de verdad. Supongo que es hora de despedirse. Mierda, chico, ¡pues me encuentro bien! Ese es el rollo.
—Produce esa sensación —dije, con la misma calma. Sus colores me ardían en la cara. Mis lágrimas eran ardientes al resbalarme por la piel, y se evaporaban con el fulgor.
—Ya lo sé, Scribb. Pero ¿sabes una cosa? Me apetece salir ahí fuera a buscar a la chicasombra y al alienígena. Me apetecería ir en plan fuerte. En una ráfaga. ¿Lo captas?
—Ahora vuelvo, Beetle —susurré—. Ahora mismo vuelvo.
Él asintió, ausente, como si no estuviera del todo allí.
—No pierdas a Mandy —dijo al fin.
—No la perderé. —Tenía los dedos calientes cuando los rodeé con la mano y sentí los colores cambiando libremente entre él y yo.
Pero yo mantuve la mano, quedándome el calor.
Era como agarrar a unos fantasmas.
Me lavo la suciedad de días, me seco la piel y me dedico una larga mirada para comprobar el aspecto que tengo en esta época. La cara me vuelve, reflejada en el espejo de un cuarto de baño.
Aparto el párpado y la piel de mi ojo izquierdo. Me acerco más al espejo, directamente bajo la luz del lavabo. Miro mis propios ojos, buscando pistas.
—¿Has encontrado algo? —Una suave y melosa voz detrás de mi hombro. Me doy la vuelta y casi choco con ella. Su cuerpo estaba muy cerca del mío y de nuevo sentí aquel recuerdo que volvía. Estaba intentando inmovilizarlo, explicármelo, pero lo único que conseguí fue convertirlo en el recuerdo de algo que nunca había existido.
—¿No te gustamos? —dijo la voz.
—Tú me gustas —contesté, aventurando una rápida mirada a sus ojos, esperando ver el brillo del metal. En lugar de eso, una intensa mirada humana encontró la mía.
—Yo no soy un robot, ¿sabes? —dijo—. ¿Te has dado cuenta?
—Me doy cuenta.
—Twinkle es una chica muy agradable. Tal vez deberías encontrar una buena mujer y estabilizarte un poco. Y cuidar de la niña. Esa no sería una mala vida.
—¿Qué pasa con Barnie? —le pregunté.
—Es un buen tipo.
—Ya lo sé.
—Se cortó un dedo cuando era joven pelando la verdura. El bar le pagó la operación y le pusieron uno de nanoplástico. El chico se enganchó. A veces pasa. Te ponen algo de plástico y quieres más. Eso es lo que me ha contado Barnie. Más de esa fuerza. Porque de eso se trata: fuerza. La fuerza para persistir. ¿Nunca sientes deseos de tirar la toalla, Scribble?
—Sí, a veces.
—Ponte algo de robot. Entonces todo eso se desvanece. Bueno, eso dicen.
—Ahora estoy en Vurt, ¿verdad? —le pregunté.
—No. Esto es real.
—¿Cómo puedo fiarme de ti? Parece Vurt.
—Eso es por lo que tengo dentro.
—¿Qué es?
—¿No notas nada?
—Noto...
—¿Sí?
—Siento como si ya te conociera.
—¿En qué sentido?
—Es... un tanto embarazoso.
—Barnie está durmiendo, ¿sabes?
—¿Ah, sí?
Yo intentaba mantenerme apartado de ella.
—Tiene ese rollo con las chicasombra. Quizá sea por su parte robótica. Le gusta esa suavidad contra su dureza. Humo suave, plástico duro. Funciona. Y, naturalmente, a las chicasombra les gusta. Con algo robótico o algo perruno una chicasombra está encantada.
Pensé en Bridget y Beetle. Y luego recordé haber visto a Bridget bailar con aquel tipo nuevo en el Slithy Tove. ¿Qué era él?
—¿Has encontrado algo? —me preguntó ella.
—¿Qué?
—En tus ojos.
—No. Nada.
—Déjame ver —dijo y se acercó, se acercó demasiado, me rozó la cara. Luego me miró a los ojos. Eso significaba que yo tenía que mirarla a los suyos. Eran verdes como manzanas de un huerto inundado de sol, en algún lugar lejano. Era demasiado para mí.
—Deja de temblar. Déjame ver —insistió.
Lucinda mirándome. Ya era difícil, pero lo que vi en sus ojos, de tan cerca, lo hizo diez veces peor.
—No. Nada —dijo ella—. Tienes los ojos de un azul puro, perfecto. Como un día de verano, pero sin un atisbo de sol. Es extraño. Yo habría jurado...
—¿Que era Vurt?
—Sí. La sensación es clara, pero no hay ni rastro de amarillo.
—Tú sí tienes amarillo en los ojos.
Yo le había visto aquellas motas diminutas cuando me miraba profundamente a los ojos. Centelleaban como pepitas de oro.
—Tú has estado aquí antes, ¿verdad? —me dijo.
—No puedo explicarlo.
—Déjame enseñarte una cosa...
—Lucinda...
—¿Qué pasa, cariño?
—Yo...
—¿Qué hay?
—No debería estar haciendo esto.
Tenía que ir a buscar a Bridget y a la Cosa. Y a Desdémona...
Lucinda me cogió las manos y me condujo suavemente.
El dormitorio trasero estaba tapizado de púrpura, con un lecho de losas de piedra y una estatua de la Virgen María. Su cuerpo era de alabastro blanco y de los ojos le salía sangre.
Me sentí como rebobinando y luego me quedé petrificado al reconocer la visión.
—¡Estoy en Vurt! —balbuceé—. ¡Sé que estoy en Vurt!
—No —respondió Lucinda—. Solo crees que lo estás.
—Pero esto es Polvo Católico, ¿no? ¿Una Madonna Interactiva Vurtual?
—Exacto. ¿No lo captas? ¿Y la sala?
—Eso era de principios de los noventa, ¿verdad?
—Eso es.
—¿Estamos hablando de la Trampa Nostálgica?
—Muy bien. ¿Y la habitación donde duerme Beetle? ¿Con las correas y los látigos?
—Eso debe de ser Señora Pervurt. ¡Yo me he hecho todos esos viajes!
—Míralo bien.
Y entonces empecé a comprenderlo, la sensación de que me hubieran tomado el pelo. Miré de cerca la habitación del Polvo Católico. La sangre ya no me parecía real. La toqué y me olí los dedos manchados.
—¿Es pintura?
Lucinda se echó a reír.
—Barnie diseñó estas habitaciones para mí. Son copias de las plumas más comerciales. Es divertido, ¿verdad? Y creo que Barnie se excita así.
—¿No puede hacer Vurt?
—Exacto. Barnie es incapaz de volar.
—Lo sabía. Esa expresión...
—No está tan mal, ¿sabes? Eso lo hace muy real. Muy potente. Tiene algo antiguo. No me extraña que a las chicasombra les guste en la cama. A mí también. Y estas habitaciones hacen que se excite más.
Pero yo solo veía la tristeza de los ojos de Barnie, aquella sensación de perderse el sueño. Pero no en el sentido que yo conocía. A él le gustaba perderse el sueño. El sueño era débil y el chef era sólido. Ahora todo encajaba, Barnie era un tipo sin plumas. Tuve que controlar mis sentimientos.
—Tú tienes Vurt en los ojos, Lucinda. ¿Qué eres?
—Soy la estrella. Tengo suficiente Vurt dentro. Puedo conectar lo vivo con el sueño. Me llaman Cinders, sandía.
Cinders O'Juniper, sandía enebro.
Entonces me vi en sus brazos, haciéndole el amor en muchas plumas, innumerables Pornovurts suaves y rosas.
—Soy una actriz de Vurt —me dijo—. Ese es mi trabajo.
Tenerla allí frente a mí, real, me producía un doloroso deseo.
—Sé que tienes algo de Vurt dentro —me dijo—. A pesar de los ojos tan azules. Tal vez aún no estés preparado. Pero lo he notado a primera vista. Y lo noto ahora.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque siento un hormigueo por todo el cuerpo.
Yo no sabía adónde mirar.