EMPLUMADO
Medianoche. Cierre. Salí de casa y cerré la puerta tras de mí. Solo. Las calles de Whalley Range resplandecían en una oscura neblina. Algunas farolas todavía funcionaban, pero la mayoría de ellas se habían apagado mucho tiempo atrás. El aire cálido y húmedo flotaba en la ciudad como una maldición, cargado de olor a lluvia. Seguramente se acercaba una descarga. Aquel iba a ser el domingo más largo de mi vida.
¡Vamos, hazlo!
Hurgué en mi bolsillo, saqué un tubo de Vaz y miré a ambos lados de la calle, buscando una posible víctima. Vi una como a unos doce coches de distancia, una bonita y brillante furgoneta Ford Transit aparcada sobre la acera. Eché a andar hacia allí, pensando: ¡Venga, Gato Cazador, hijo de puta, dame conocimiento! ¡Hazme saber cómo es! Buscaba un Vurt por el camino, algo para saltar dentro, sin plumas.
Si pudiera conseguirlo...
En el segundo coche intenté el Choque Maestro. En vano. No pude alcanzarlo. Demasiado alto, demasiado negro. En el cuarto coche intenté el Arranque de Salto. Inútil. Demasiado lejos.
¡Mierda, había que joderse! Pero ¿qué estaba haciendo?
No tenía carnet ni nada. Beetle me había dado algunas clases, durante las cuales se dedicaba a maldecir como un demonio, agarrándome el volante, y allí estaba yo, esperando ligar un Pillado sin Permiso del Propietario.
Me acerqué a la Transit.
Puse la mano en la manija y convoqué al Corredor Baby.
El Corredor Baby era un teatro de nivel muy bajo, un Vurt para principiantes. Tenía que entrar sin problemas.
Fácil.
Me dolía el tobillo izquierdo. Era como si se me hubiera vuelto a abrir la herida, como si se estuviera abriendo a kilómetros de distancia, y yo sentía el Vurt entrando en mis venas, la sangre agolpándose en oleadas, bombeando a unos centímetros de las puntas de mis dedos.
No pude. Lo intenté con todas mis fuerzas. No podía.
Las olas se iban hacia fuera, de vuelta al mar. Yo me quedé seco, humanamente seco, ante una bonita furgoneta Transit azul y blanca aparcada encima del bordillo y sin poderla aprovechar. Me sentía como si la lluvia fuese a caer en aquel momento sobre mí, solo sobre mí.
Tan mal...
Teníamos que llevar a Beetle escaleras abajo, como en los viejos tiempos del alienígena, yo en un extremo y Mandy en el otro. Mandy llevaba los pies. A mí se me caía igual, o por lo menos eso me decía Mandy.
—¿De qué vas, Scribble? —me preguntó.
—Yo de cabeza —contesté—. ¿Y tú?
—Muy gracioso.
—Sí. ¡Supergracioso, joder! —exclamó Beetle—. Pero cuidado al dejarme en el suelo.
Detrás de nosotros iban Twinkle y Karli. Tras ellas, Tristán, llevando el cuerpo de Suze, con sus largos mechones de pelo cayendo libres al fin del nudo de su amado. Por el cerebro de Tristán transitaban cosas malignas, se las veía moverse tras sus ojos. Yo tuve que apartar la vista, hacia donde Beetle emitía su triste llamada.
—¡Agarradme bien, joder! Soy el guerrero herido y merezco un respeto...
—Beetle, yo creo que podrías ir andando.
—¡Y una mierda puedo ir andando! Oficialmente soy un inválido.
—Es el hombro, Bee... —le dije, dejándolo caer.
—¡Tío!
... no las rodillas.
La cabeza de Beetle descansaba incómoda entre dos escalones.
—La verdad, querido Scribb —dijo mirándome, con la luz de la cara hundiéndose en las sombras—, me encuentro bastante mal. Algo me pasa... El hombro... mierda...
Al mirar sus ojos negros tuve la vieja sensación de que me arrastraba hacia su oscuridad.
—Tienes un coche para nosotros, ¿verdad, Scribble? —dijo jadeando, en un susurro.
—Sí, claro —mentí—. He ligado uno fantástico.
Solo que no había conseguido entrar, no podía arrancarlo, no podía conducirlo. Aparte de eso... el mundo era prometedor.
Miré a Tristán. ¿Quizá podía pedirle que condujera? Pero luego vi la carga que transportaba, el peso de su amor perdido, y descarté la idea.
—Llevadme, llevadme —canturreaba Beetle.
Así que lo llevamos. Aquellos últimos pasos y luego por la puerta, hasta las cálidas calles. La furgoneta estaba allí, diez coches más allá, esperando.
—No veo ninguna furgo, Scribb —dijo Beetle.
Lo habíamos dejado tendido en la acera y el resto del grupo estaba de pie, todos mirándome. Como si yo fuera el guerrero.
Mierda, tío, quizá todo aquello era demasiado para mí.
—¿Tienes sitio para echar a Suze? —me preguntó Tristán. Tenía la cara chorreante de sudor en la noche, del peso, de la ternura.
—Tengo un sitio.
—¡No tiene nada, joder! —silbó Beetle—. ¡Este chico es un fracaso! Te diré una cosa, Tristán. Este tío no es un Viajero Furtivo, está muy claro.
—¡A tomar por culo, Bee! —le contesté.
—¿Quién tiene el control aquí? —preguntó.
—Yo.
Y con eso eché a andar por la calle hacia la furgoneta.
—¡Ah, vale! —le oí decir a mis espaldas—. Me alegro de que alguien controle.
Sus palabras me aguijoneaban mientras avanzaba por entre las ondas de calor. Una farola de la calle concentraba mi sombra, y entré en la apagada oscuridad de otra.
Estaba lleno de odio. Odio hacia Bee. Odio hacia aquel encargo.
Odio por la pérdida y el fracaso. Odio por haberle fallado a Desdémona, y a Bridget y a la Cosa, y a todos los demás que estaban esperando, a los que aún habría de fallarles, y les fallaría también, cuando llegara el momento.
Entonces lo sentí. El flash. Una imagen repentina. Yo conduciendo una Mere robada, dando un giro al volante en una esquina, arañando deliberadamente los lujosos coches aparcados.
Estaba en el Corredor Baby.
¡Ya estaba allí dentro! ¡Conduciendo!
Totalmente emplumado, viviendo al otro lado del espejo.
El aborrecimiento que me había disparado me hizo arrancar.
Abrí el capó con Vaz, desconecté la alarma. ¿Cómo coño lo hice? Corté un cable, lo empalmé con otro, engrasé con Vaz la cerradura de la puerta, me deslicé dentro de la furgo. Busqué en el bolsillo la horquilla de Suze, la hundí en el Vaz, la metí en el contacto. Funcionó suavemente y de pronto, yo tenía el control, estaba lleno de conocimiento, cambiando aquellos pedales furiosamente, como un niño en una rabieta. Sentí una especie de felicidad al girar el volante, sacando la furgoneta del hueco, sin arañazos, conduciendo al equipo en una nube de Vaz y canturreando mentalmente.
Abrí la puerta de atrás con la misma facilidad, y Twinkle y la perra fueron las primeras en subir a bordo, la primera carga. Puse la cabeza de Beetle en el borde y luego me metí por detrás para introducir su cuerpo inerte en el interior. Mandy controlaba el timón de sus piernas. Subió tras él. Beetle hizo algunos ruidos en el proceso, pero yo tenía todos los filtros puestos. Estaba saliendo por detrás cuando Mandy me llamó:
—Scribble... Mira a Beetle...
—¿Qué pasa? —pregunté.
—La herida. Mira... —Los gusanos brillaban y cambiaban de color. Tenían todos los colores que puedan nombrarse—. ¿Qué le está pasando? —me preguntó Mandy.
—Ahora Beetle no importa. Tenemos un trabajo que hacer.
En otras palabras... yo no le hacía caso.
—¿Qué os pasa, tíos? —exclamó Beetle—. ¡Estoy a tope! ¡Estoy en el asunto! Me duele un poco, pero no hay problema.
Salí de la furgo, allí donde esperaba Tristán, con Suze en sus brazos.
—¿Cómo estás, Tristán? —le pregunté.
Volvió aquellos ojos de acero hacia mí y vi la respuesta en ellos. Una respuesta negativa.
—Lo estamos haciendo, ¿de acuerdo? —le dije.
Él siguió mirándome fijamente.
—Ya sabes lo que ella quiere —le dije.
Tristán asintió.
Transportó su delicado cuerpo a la furgoneta; era una especie de ceremonia. Luego él la siguió, con paso largo pero lento. Todos estaban dentro.
Bien.
Acabada la primera fase.
Cerré una puerta, tendí la mano hacia la otra.
—Conservad la fe. —Eso fue lo que dije, no sé por qué, pero lo dije.
Conservad la fe.
Cerré la oscuridad sobre ellos y di la vuelta andando hacia el asiento del conductor. Subí a la cabina. Busqué el Vurt. Se acercaba. Sentí que se acercaba, el flujo de conocimiento. Conocimiento de Corredor Baby. Mis manos hacían girar la llavehorquilla, trabajaban el contacto, con los pies en los pedales, deseando arrancar.
El Vurt llegó fluyendo.
—¡Yaaa! —mi voz que gritaba.
Corredor Baby.
El motor se encendió. Disparado.
—Ten cuidado, Scribb —dijo Twinkle desde atrás, intentando su mejor efecto de Gato Cazador. No sonaba como él, pero tampoco importaba.
—¡Puto cuidado! —grité, conduciendo.
¡Conduciendo!
Mis manos eran instrumentos de Vurt.
Aparqué a unos metros de distancia del lugar donde la vieja furgo, la Stashmobile, había encontrado su lugar de reposo. Gruesos cristales revientarruedas en el suelo mientras parábamos.
Oí abrirse la puerta de atrás.
Unos segundos después, Tristán apareció en mi ventana. Yo bajé la ventanilla, dejando que su cara de ojos tristes se aproximara.
—Voy a arreglar unas cosas —me dijo.
—Vale, tío —le contesté—. ¿Estás bien?
—Estoy bien. Perfectamente.
—No lo parece, tío.
—Tú cuida de Suze.
—Está hecho.
Luego se alejó, a grandes zancadas, hacia la oscuridad. Vi que desaparecía rápidamente hacia las escaleras. Una especie de soledad se cerró a mi alrededor.
Apagué el motor. El Vurt cayó convirtiéndose en un susurro, pero seguía allí, al borde, esperando.
Oí el gemido de la perra Karli. Tal vez lamía las heridas de Suze. Las heridas muertas.
Yo no miré atrás. No podía.
Allí alrededor, las brillantes y oscuras torres de Bottletown me llamaban.
—¿Puedo salir de la furgo, señor Scribble? —preguntó Twinkle desde la oscuridad.
—No, no, quédate dentro.
Oí a Mandy intentando tranquilizar a la niña.
Por el parabrisas contemplé cómo Bottletown se iba a la cama. Luz a luz. Todo a lo largo, las luces de media luna iban apagándose, una a una. Era como si se estuviera ejecutando una especie de código místico allí arriba, en las alturas, hasta que solo quedó la gorda luna brillando en el cielo.
—¿Estamos haciendo algo, Scribble? —preguntó Beetle desde detrás.
—Claro, Bee —le contesté—. El crucigrama diario. Y ahora que todo el mundo cierre el pico.
Y todo el mundo cerró el pico. Incluso Beetle.
Estábamos esperando algo, todos, en los instantes que precedían a la lluvia.
Tristán se había ido hacía media hora.
¿Qué coño estaba haciendo allí arriba?
Las primeras gotas golpearon la ventana. Gotas gordas como monedas calientes repiqueteando sobre el cristal.
—¿Adónde ha ido? —preguntó Mandy.
—Ahora viene —contesté—.Tranquilos, colegas.
Yo no me creía una palabra.
Veía sombras moviéndose a lo largo de las líneas de cristal.
—¿Qué coño pasa, tío? —gritó Beetle—. ¿Qué coño está pasando ahí fuera?
—Yo controlo, Beetle.
—¡Vale, pues que se vea, joder! Me estoy impacientando. ¡Y este puto hombro está matándome!
—Los perros te lo curaron.
—Está mucho peor.
No sabía qué decirle.
Ahora la lluvia caía con fuerza. Salí de la furgoneta, alejándome de las voces, y el agua cayendo sobre mi piel me produjo una sensación tan deliciosa que me dieron ganas de ponerme a gritar.
Tristán se había ido hacía tres cuartos de hora.
Fui hasta el lugar donde la primera furgoneta se había quemado.
El sitio estaba lleno de cristales rotos.
Buscaba pistas, pero no encontré ninguna. Solo aceite derramado en el asfalto, captando destellos de arco iris.
Pero aquel fuego era de siglos atrás, y seguramente aquella mancha de aceite era de algún otro vehículo, de algún choque más reciente. Además, tal vez Brid y la Cosa estuvieran ya muertas, y yo solo estuviera jugando con una pareja de doses. ¿Quizá eso fuera lo máximo con lo que jugaría en aquella mano?
Había mechones de pelaje de perro atrapados entre los pedazos de cristal, y alguien había pintado las palabras «Das Uberdog» sobre el pavimento.
Los cristales me cortaban los pies.
El tobillo volvía a dolerme, así que me enrollé la pernera del vaquero para ver si la herida supuraba, como si aquellos agujeritos volvieran a abrirse.
Tristán no había vuelto aún.
Oía a Beetle gritar de dolor en la parte trasera de la camioneta, pero no le prestaba atención. Filtros puestos. Otros problemas.
La negra lluvia goteaba de mis párpados, sobre mi campo de visión, formando una cortina de perlas. Oí un ruido a mi derecha y vi a un hombre que se acercaba. Al principio pensé que era un mal tipo, tenía mal aspecto. Luego vi los perros que venían, dos de ellos, sujetos por la correa a una de sus manos. Sobre un hombro llevaba un fusil, en el otro una bolsa de lona. En la mano una azada. A medida que el extraño se acercaba, iban surgiendo otros detalles: las manchas de pintura en la cara, a rayas; la expresión de sus ojos, una expresión de puro ímpetu, como un animal.
Dio los últimos pasos, los que nos acercarían el uno al otro, los pasos más difíciles. Vi su cabeza calva brillar a la luz de la luna, con pinchazos de color aquí y allá, que parecían hilos de sangre.
—¿Tristán? —le pregunté—. ¿Eres tú?
El extraño no me contestó.
—¿Qué has hecho, amigo? ¿Dónde está tu pelo?
—Me lo he afeitado.
Los dos perros tensaban la correa intentando liberarse, aullando a la luna, sintiendo cómo la sangre ascendía en oleadas por su propio peso.
—Un gesto drástico —le dije—. Supongo que lo necesitabas.
Tristán no miraba la luna. No miraba las estrellas, ni las casas, ni la furgoneta. Tristán me miraba a mí. Yo era su único objetivo.
—Tú sabes lo que quiero, Scribble —me dijo.
Algo más.
Un golpe de suerte.