los investigadores del lugar parecen haber cumplido el grueso de su faena y disimulan su comprometedora inactividad con la ejecución casi ritual de quehaceres minúsculos, repaso concienzudo de los volúmenes sustituidos de los estantes, control minucioso de que el tenor de las obras anunciadas con letras doradas en el lomo de las encuadernaciones de piel o en cartoné no corresponde en caso alguno al del título, verificación de que los libros registrados en el catálogo no inficionan ya con sus ideas corruptoras la sana y apacible atmósfera de trabajo, sus largos abrigos negros y gorros cilíndricos les dan una curiosa apariencia de derviches mientras van y vienen de la ruinosa cafetería con sus tazas de té, acercan las manos entumecidas a las estufas, se aproximan fugazmente a las ventanas de la biblioteca y atisban el paisaje nevado, vigilan con el rabillo del ojo la apresurada redacción del kirghis y las lecturas silenciosas, aisladas del prior del monasterio griego y el señor mayor
(las cosas sucedieron así? el viaje a la patria de sus sueños en lo más crudo de los procesos
había apagado su fe o enfriado su entusiasmo? cuáles fueron si no las causas de su posterior distanciamiento y ruptura?)
vestido siempre
(es la única imagen que de él posees)
con su traje blanco arrugado y tocado con el sombrero de paja, ha abandonado la lectura indigesta del texto que con infinitas y aguijadoras denominaciones y apariencias figura en la totalidad de los salones de la biblioteca y pasea una mirada llena de desaliento por el melancólico panteón atestado de millares y millares de ejemplares de aquel libro plúmbeo
los investigadores han despejado su camino al puesto de observación de la ventana y, con aire soñador, arrima su rostro aún joven a los cristales para descubrir la terraza familiar de balaustrada musgosa y macetones de hortensias, nubes rosadas, veleros blancos, la silueta incongruente de un trasatlántico cuya proa emerge diáfana entre los pinos, sol como un globo incendiado, arboleda, jardín y, en primer término, las meridianas y sillones de mimbre de ostentoso respaldo libres de sus ocupantes habituales, idénticos no obstante en el recuerdo a los que contemplaba desde el balcón de la fachada posterior de la casa
el termómetro adosado a la pared, en la mesita de noche llena de medicamentos y utensilios clínicos, marca la increíble temperatura de cuarenta grados