vestido con una burda zamarra hasta las rodillas, sin hábito ni capilla ni escapulario, no era aquel grotesco disfraz el más adecuado a sus deseos de zaherir la farsa de un mundo irremisiblemente condenado al desastre?, mil muertes llevaba ya tragadas para salir de la cárcel del cuerpo y de un universo corruptible que se secaría como heno, sus grillos valían más que mil coronas, y aparejado para sufrir todos los tormentos, las ofertas tentadoras de un priorato, una celda espaciosa, el acceso a una biblioteca con manuscritos antiguos, no sólo griegos y latinos sino incluso hebreos y arábigos, no habían conmovido su fortaleza ni hecho mella en su ánimo, mejor los harapos, hediondez, bazofia, desprecio de la comunidad, ayunos a pan y agua, disciplina circular, reprimendas, injurias, interrogatorios a través de la puerta de la mazmorra
(escuchó al Visitador y los suyos mientras espulgaban genealogías interminables sin percatarse de la limpia verdad de la doctrina, de que todo era tierra y a ella volvería y, en la hora del tránsito, a solas con sus obras, no serían castigados ni redimidos por la sangre de sus antepasados)
cristianos muertos más que cristianos viejos, obedientes a reglas de coro y campanilla, tragaban el camello y colaban el mosquito, confundían grano con paja, buscaban la presencia del Amado en un templo de cantos y no la hallaban en su fuero interior, en la sustancia de sus templos vivos!
la voz del carcelero, de plática con los frailes, rompía el silencio de su oquedad angosta, la rutina de unas horas medidas en función de la mayor o menor intensidad de la luz que se colaba por la aspillera, las amenazas iniciales de hacerle desaparecer y empozarle habían cedido el paso a temas de conversación más vulgares, las rúbricas cotidianas del breviario o misal, menestra del refectorio, limpieza de bacinillas mezclados a veces con especulaciones sobre la plaga misteriosa que infectaba algunos barrios de la ciudad o las apostillas a la inmediata divulgación por el tornero de las incidencias del juego en el estadio
observó que el refitolero, al introducir por el portillo su consabida ración de nabos y lentejas, usaba guantes de enfermero y se cubría el rostro con una mascarilla
sorprendido con aquella inesperada innovación del régimen carcelario, permaneció absorto, sin recoger el lebrillo del suelo y sus ojos, al cruzarse con los míos, expresaron por vez primera desamparo y perplejidad
qué significaban aquellas precauciones, el cordón sanitario impuesto a su celda por los del Paño? su contagiosidad era asimismo física o, como había creído hasta entonces, solamente espiritual?