en los balcones ataviados como palcos de teatro, portales con blasones y escudos nobiliarios, tiendas de lona fastuosas destinadas a visitantes y deudos la miel de caña de la ciudad se agolpa en el trayecto, damas con sombreros tutelares umbeliformes o acampanados, penachos con plumas de avestruz, monóculos crispados sobre un ojo insolente y azul, anteojos plegables de nacarada empuñadura, flabelos inmensos que cierran y extienden al abanicarse con la destreza ostentosa y rauda esquivez de ofendidos pavos reales

atraído también por la novedad y colorido del espectáculo, el pueblo llano se alinea desde las cercanías de la prisión inquisitorial al estadio, insensible a la espera, el calor y las moscas, absorto tan sólo al parecer en la lenta masticación de altramuces y pipas de girasol

(alguien ha difundido el extravagante rumor de que son un remedio eficaz contra la propagación de la plaga)

otros se han agenciado botellas de vino o aguardiente y beben a caño, jubilosos, barbudos, zafios, despechugados, gastando bromas sobre nosotras, las relajadas al brazo secular, la carretada de enfermas conducida a la hoguera con toda la pompa y majestad que exigen las circunstancias, precedidas, rodeadas, seguidas de un cortejo de dignatarios, prebostes, oblatos, jerarcas de la Orden, comisarios apostólicos, Padres del Paño, jueces vicarios y letrados del Santo Oficio, Nuncio con su capa pluvial báculo y anillo, larga teoría de diáconos y monaguillos con cíngulos y túnicas blancas

(la marquesa antillana, en el pescante de su tílburi nuevo y su lacayo vestido de mariscala vienen inmediatamente después)

sahumerios, plegarias, charanga de cornetas y tambores, cantos apagados por el griterío de la multitud ante las jaulas, celdillas portátiles, dice, transportadas en andas, en las que las asiduas a la alhama, a las zozobras de la noche oscura, habíamos sido simbólicamente adornadas con picos, crestas, alas y plumas, pájaros abigarrados y exóticos de una crepuscular geografía visionaria

dos confesas con la cabeza, cuello y cola emplumados de negro, pecho y vientre bermejos, copete florido como un ramo de amapolas

un ave del paraíso con airones coloreados en la testa y costados, plumaje embreado e hirsuto, cola desplegada en varillaje de abanico

una horrible gallinácea maquillada como una máscara, cejas y pestañas estilizadas, rímel, colorete, polvos de arroz, labios en forma de corazón rematados en pico de chorlito

el gentío se arracimaba en torno a las jaulas, sus voces cubrían las modulaciones de terror de una novicia modestamente disfrazada de golondrina pero, expuestas a la retractación de vehementis o la muerte absurda, asumíamos el oprobio inherente al papel con una especie de dicha desesperada, nos dejábamos arrastrar por la música, su banda iniciaba para nosotras la levitación solar de la sama, nuestra exhibición con plumas verdes y visos dorados nos enorgullecía, nada importaba ya el agorero aullido de la multitud en el estadio, la delirante y escandalosa apariencia de pájaros nos redimía de una existencia de humillación y miserias, nuestro mayor empeño se cifraba en la identificación perfecta con el modelo, esa avecilla sutil, solitaria y extática que alegoriza el alma sufí en los grabados y miniaturas persas, aspirábamos a alcanzar la levedad concisa de su aleteo, el equilibrio etéreo de sus puntillas, su suave expresión de embriaguez en el instante sereno del tránsito, las pajareras habían sido colocadas frente al baldaquín del Nuncio y nosotras, ajenas al bullicio y previsible desenlace del acto, picoteábamos el alpiste, nos mecíamos en los columpios, agilizábamos la soltura y nitidez de los vuelos, nos comunicábamos mediante gorjeos, hallábamos al fin, sin proponérnoslo, el lenguaje inefable de los pájaros