después de un largo encierro paulatinamente ensombrecido y sin esperanzas, tomó la resolución de huir, evadirse de aquella mazmorra en donde se pudría en vida, tentar la suerte, buscar refugio en algún albergue o cenobio de sus hermanos

bastaba aflojar pacientemente las armellas del candado, anudar y coser por las puntas las tiras de sus mantas rasgadas en secreto, esconder el gancho del candil del carcelero, aguardar a la colación vesperal y retiro ocasional de la guardia, descerrajar con cautela la puerta de la celda, escurrirse entre los frailes dormidos en el pasillo, alcanzar la ventana de arco que daba al cantil del río, incrustar el garabato entre madero y ladrillos del antepecho, encaramarse a éste y sujetar al garfio uno de los extremos de las jiras cuidadosamente anudadas, probar una vez más la solidez de su cuerda, quitarse el hábito y arrojarlo abajo, asirse a las tiras colgantes con rodillas y manos, deslizarse hacia el lecho remoto del río abrillantado por la luna, llegar al final de su soga y decidirse, reteniendo el aliento, al salto al vacío que daría con sus huesos en el camino de ronda o le hundiría brutalmente en el abismo, las aguas, el sumidero de Aminadab

fieros, hirientes, inhumanos, llegaban en sordina a sus oídos los clamores y vítores del estadio