como en un sueño dentro de un sueño dentro de un sueño pero enteramente despierto percibía, percibías el bronco y levantisco rumor, la sorda marea de voces

eco tenaz aunque sujeto a variaciones de volumen y tono, como si alguien, desde algún remoto centro de control, verificara la nitidez de los micrófonos antes de una representación o procediera al examen audiométrico de un paciente afectado de sordera

un simple murmullo o zumbido cuya intensidad, en vez de dibujar una línea recta o suavemente quebrada, trazaba garabatos de zigzag como un enloquecido cardiograma, breves silencios o pausas llenos de tensión antes de que la colectividad emisora prorrumpiera al unísono en un rugido, un ay! bruscamente interrumpido por un ignoto acaecimiento o prolongado al extremo, en una especie de bramido hosco, puramente visceral, como el de bestia sacrificada en el matadero

minutos u horas al acecho de aquel acecho, la súbita marejada de voces que parecía desbordar de las gradas de un estadio cercano pues su sonido traspasaba los recios muros de piedra y, a través del largo corredor sin ventanas, alcanzaba a su celdilla por la abertura de la saetera, un partido de Liga como había oído comentar una vez al carcelero con el Visitador o algún fraile?, el equipo de la localidad enfrentado al de una villa rival? o quizás un certamen deportivo de mayor enjundia y alcance?, el apasionamiento de aquel gentío apretujado, fundido en un organismo único, de reacciones simultáneas y concordantes, inducía, te inducía a creer en la trascendencia de la baza que disputaban, un lauro o recompensa cuya obtención otorgaría al vencedor un prestigio acaso ecuménico, cómo explicar si no la insólita conjunción de voluntades, vibración interior compartida, movimientos coordinados de voz, saltos y ahíncos del corazón, inflamación, trance, apoderamiento?

el fondo sonoro del gentío arremolinado en el graderío, comulgando en un mismo fervor sin temor a cellisca ni cierzo, pautaba con sus rupturas, evoluciones y altibajos un tiempo de otro modo inconmensurable, aliviaba la angustia que se adueñaba de mí, rompía la soledad y opresión de un ámbito cuyos límites y situación exactos desconocía pero podía imaginar a partir de las salidas nocturnas en las que, escoltado por el guardián, me llevaban al refectorio a ayunar y recibir la disciplina circular de los frailes

poco importaba que el aullido perdurara de modo inquietante más allá de la natural efusión consecutiva a alguna victoria o proeza de los autóctonos, su efecto cálido y lenitivo, forjado por millares de gargantas, suavizaba mi angustia ante la ordalía y las longuras del proceso que me aguardaba