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jueves, 12 de agosto de 1999

Era el día después, pero parecía que hubiese pasado un siglo. Al día siguiente del eclipse lucía en lo alto un sol lustroso de verano que había surgido muy temprano desde el horizonte marino. El cielo barcelonés reventaba de luz con un esplendor reconfortante, todavía fresco y suave a estas horas de la mañana. La vida continuaba.

En el asiento de piedra chapado de mosaicos y rematado por una farola de hierro de varios brazos con estilo modernista, se encontraba sentado Gastón Garcelán con el semblante indolente. Volvía poco a poco a la realidad, respirando el aire cotidiano como una descompresión. Miraba con absorta lejanía a los ejecutivos trajeados que caminaban al trabajo con ese gesto envarado y dinámico de persona importante (aunque en su mayoría no son más que simples cajeros o interventores de banco), como quien conoce los oráculos secretos de las finanzas; los estudiantes arrastrando los pies, bostezando ante la perspectiva de un nuevo y aburrido día de mortecina teoría; las madres con el carro de la compra en una mano y el niño (o la prole) acarreada en la otra; las bocas de metro tragando y vomitando gente, los conductores impacientes y los peatones impacientados, los grandes almacenes, las fragorosas cafeterías que esparcen tentadoras sus efluvios de café y aroma de tabaco a los viandantes…

Nadie en este nuevo escenario parecía recordar hoy que dos mil millones de personas no pensaban ayer en otra cosa que en el eclipse del milenio. No se había acabado el mundo, como vaticinaron durante los días previos muchos agoreros, aunque Gastón pensaba que su mundo, tal como hasta entonces lo había conocido, acababa de terminar para siempre. Porque ahora sabía. Es más, ahora sabía que sabía.

Ya no quedaba en el límpido aire veraniego de Barcelona ni rastro de la ominosa sombra de la Luna, que ayer mismo, como un sudario de 14 000 kilómetros de largo, había cruzado la Tierra desde la península de Labrador hasta el golfo de Bengala a una velocidad media de 1200 kilómetros por hora. La gente, tan voluble y superficial como siempre (bendito nihilismo humano), había olvidado el eclipse del milenio con la misma rapidez que se había dejado extasiar por él. Pero Gastón no iba a poder olvidar de forma tan fácil los acontecimientos que habían trastornado para siempre su existencia. Ahora, derrumbado de cansancio y sueño, dormitaba al pie de la farola en el paseo de Gracia, muy cerca de la Pedrera de Gaudí. La vida seguía a su alrededor, pero la suya iba a la deriva como un barco fantasma.

Claudicó de todo. Gastón Garcelán había tocado fondo. Como ya no había nada que le vinculara a Toledo ni a París, había decidido quedarse a vivir en Barcelona. Alquiló una pequeña habitación de mala muerte en una pensión cerca de la catedral, donde pasaba casi todo el día encerrado tumbado en la cama. Llevaba una típica vida bohemia. Vagaba por las calles como un mendigo, fuera de todo contacto con la sociedad. No tenía amigos; se había quedado solo. El viejo dueño de la andrajosa pensión, que vivía en el piso de abajo, subía a visitarle algunas veces.

—¿Cuánto hace que no has comido nada como Dios manda?

—Pues…

—Anda, siéntate, te he traído un poco de cocido, te lo calentaré. Te estás quedando solo con el pellejo, debería verte… Mira que tan joven y así de… —suspiraba preocupado el viejo arrendador.

Gastón había perdido por completo el interés por la ropa, así que iba vestido con prendas viejas, poco limpias y nunca planchadas. A veces, el casero le obligaba a quitarse una camisa o un jersey especialmente sucio y se lo llevaba para lavar. Al principio se había sentido herido en su antiguo orgullo intelectual por el hecho de que un hombre sin cultura, tan práctico y terrenal, cuidase de él con aquella caridad. Pero la penuria que arrastraba le había curado poco a poco de esos escrúpulos; ya no era un intelectual ni un filósofo. Las humillaciones rebajan la vanidad.

El juego de concordancias de su infancia había terminado por destrozar su vida, como un día vaticinaran Victoria y más tarde Pascual Alcover. La vida entera se había convertido para él en una conspiración. Se sentaba en un banco del parque y tornaba su bocadillo. A veces no tenía apetencia más que para una madalena (la madalena de Proust, pensaba sonriéndose agrio). No era capaz de reaccionar y buscar un trabajo, ya no pertenecía a este mundo. Era un muerto al que únicamente restaba enterrar.

Pasaba las horas lacerándose con el recuerdo de la tortura moral que le habían infligido. Había descubierto sin especial énfasis que en una cuenta bancaria tenía cierta cantidad de dinero ahorrada, pero aunque no era mucho, sí suficiente para pagar la pensión, comer todos los días y vagar con cierta tranquilidad por las calles de Barcelona hasta que se acabase, con la amorfa motivación de quien no tiene nada que perder ni que ganar.

Vagaba sin rumbo horas y horas, vivía en medio de una opaca desesperación. Tenía su habitación y su vida hechas un asco, y lo único que le vinculaba con un pasado que ya comenzaba a disolverse en su mente con la vaguedad de un sueño al despertar, eran sus antiguas gafas de plástico transparente. Se había encariñado con ellas. Lina patilla se había desprendido de la bisagra, y por no cambiarlas, la había reparado él mismo con cinta adhesiva. Estaba destrozándose. Su existencia se hundía y él, por primera vez, comenzaba a sentir lo que es estar solo. Muchas veces subía en mitad de la noche hasta el Tibidabo, y allí se quedaba contemplando las luces de la ciudad a sus pies, como una enorme extensión de brasas. Luego bajaba de madrugada muerto de frío.

Transcurrieron varios meses. El paseo de Gracia y las Ramblas se llenaron de hojas pardas. Llegó el otoño volteando las primeras nubes por detrás del Tibidabo. Gastón parecía ya un espectro de sí mismo, pero poco a poco trataba de reconciliarse con su nueva existencia. Se fijaba en cosas nimias y sin importancia, pero ya no buscaba significados ocultos: una vieja mosca que había sobrevivido a los primeros fríos del otoño caminaba ahora cansina por encima de la mesa de la cafetería donde se encontraba Gastón dejando pasar el tiempo. Un niño, compadecido de un perrito callejero que se le había acercado en el parque, le había dado la merienda al animalito. Gastón había visto cómo antes de su buena acción, el niño había mirado alternativamente el Bollicao y al escuálido perro, su cara triste y zarandeada por el hambre, el frío y la soledad.

Gastón sabía que a pesar de la voladura moral con que le habían dinamitado no podía rendirse, algo le decía que debía conservar su dignidad. Aunque solo fuera por… Fue el recuerdo de Colette el que le salvó la vida aquellos días de perdición y locura. Llevaba siempre puesta su bufanda, ya sucia y sin apresto, como el viejo bohemio y filósofo que un día soñó ser. En el bolsillo del pantalón, siempre a mano, conservaba una pequeña pinza de plástico marrón para el pelo que ella se había dejado un día olvidada en el baño de su casa en París.

El recuerdo de Colette le santificaba, le devolvía la gracia y parte de la fe en el género humano; se aferraba a él como un náufrago a un flotador solitario en medio de la grandeza terrible del océano. Recordaba detalles del pasado que él había dejado correr entonces sin saborearlos ni valorarlos lo suficiente, como el agua escapada de entre los dedos. Cuando ella se quedaba dormida y parecía entonces mucho más joven, vulnerable, como una niña indefensa, y él sentía que debía de cuidarla. O las noches en que él invertía su postura en la cama antes de dormirse, para hacerlo con los pies de ella entre las manos, cubriéndolos de besos, admirando aquella prodigiosa y grácil arquitectura humana.

Creía encontrarla por todas partes, a cada paso. Veía un corte de pelo a lo garçón, como el de Colette, y le subían las palpitaciones. Descubría unos bonitos pies femeninos con sandalias y los seguía por toda la ciudad, sin atreverse a mirar a su dueña, incapaz de asimilar la decepción que le produciría comprobar que no era Colette.

Una tarde de primeros de noviembre, Gastón se encontraba sentado en el banco de madera de un parque, con los ojos medio cerrados saboreando la cálida reverberación que la luz del sol, como una siembra de diamantes flotando en la fuente, le proyectaba sobre su rostro macilento. Notó que alguien se acercaba a su lado, pero ni se molestó en mirar. No le importaba ya nada ni nadie.

—Amigo mío, a su edad debería usted estar haciendo algo útil, y no perder su vida dejando pasar el tiempo como un jubilado ocioso.

Abrió los ojos. Delante tenía un hombre mayor pero no anciano, de aspecto recio y cara bonancible y severa al mismo tiempo. Iba vestido con un jersey abierto de amplio cuello y lana recia, una de esas prendas echas a mano por alguna aficionada a tricotar. Llevaba debajo una camisa marrón a cuadros, como de leñador, y pantalón de pana verdoso.

—¿Puede ayudarme? —preguntó a continuación el hombre—, he de bajarle para que tome el sol.

El recién llegado indicaba con la mano un viejo Seat 1500 blanco aparcado un poco más allá junto a la acera. Dentro había un joven paralítico. Gastón se prestó a ayudarle.

—¿Es usted enfermero? —preguntó al hombre bonancible.

—No, soy sacerdote.

—Sacerdote —repitió Gastón extrañado mirando la indumentaria de paisano.

—Sí, sacerdote, sacerdote. Cura. ¿Tan raro es eso?

—No, perdone, es que…

—En la parroquia regentamos un centro de acogida diocesano para minusválidos físicos y psíquicos. Debería usted pasar por allí, quizá le guste —ofreció el sacerdote, que se llamaba don José, indicándole además el nombre de la parroquia.

—¿Yo? —preguntó Gastón como si aquello no fuese con él.

—¿Por qué no? ¿Tiene algo en contra de la Iglesia?

—Pues a decir verdad…

—Ande, hable. Con toda libertad… Diga lo que piensa.

Gastón dudó. Tampoco quería parecer descortés con aquel hombre que se veía buena persona. Se había sentado junto a él en el mismo banco, mientras el paralítico permanecía en su silla de ruedas ajeno a todo.

—¿Qué piensa de los jesuitas? —preguntó Gastón al fin.

—Yo mismo soy jesuita —contestó divertido don José.

Gastón se quedó mudo. Luego un vahído de calor le asaltó el estómago.

—Mire —dijo el cura—, los jesuitas son como todo, los hay buenos y menos buenos. La Compañía de Jesús no es santa, desde luego. Ni siquiera la Iglesia lo es. Ignacio de Loyola intentó crear una agrupación de personas a imagen y semejanza de los antiguos collegia romanos, que se fundaban alrededor de las ciencias, el arte y la filosofía. Lo que quiso es refundar el desaparecido Compagnonnage, el Compañerazgo francés…

—¡Los Compañeros! —exclamó Gastón sin poder controlarse.

—Sí, los Compagnons, ¿los conoce?

Pero Gastón no contestó de lo asombrado que estaba.

—Los Compagnons —siguió don José con una sonrisa benevolente— aparecieron en Francia en la Edad Media, en contraposición a las masas hambrientas e incultas que poblaban Europa, pasto de sectas, iluminados y herejes. Surgieron con la intención de en lugar de acaparar la cultura como hacían las órdenes monásticas, difundirla entre los que la necesitaban para mejorar su vida. Pero con el tiempo los Compañeros se integraron en las mismas sociedades secretas y heréticas que combatían, y a raíz de ello nació la masonería. Pero como le he dicho, la verdadera intención inicial de Ignacio al crear la Compañía de Jesús era refundar el original Compagnonnage, dotándolo además de un espíritu más religioso y caritativo.

—¿Así que de ahí viene el nombre de compañía?

—Eso es. La Compañía de Jesús nació en 1540 y fue disuelta en 1773 por el papa Clemente XIV, en esta primera etapa había durado dos siglos y 33 años.

—¡Treinta y tres, el máximo grado de iniciación de las sociedades secretas! —Volvió a estremecerse Gastón.

—Está usted muy bien enterado para ser tan joven —sonrió don José—. Pero permítame que siga, quiero contárselo todo para intentar paliar en lo que pueda su suspicacia hacia los jesuitas. Ya sabe, la verdad nos hará libres.

—Si usted lo dice… —murmuró Gastón.

—Cuando se restauró la Compañía ya no era la misma. Las antiguas tesis humanistas de Loyola se habían perdido a causa en parte de la cruel persecución de los jesuitas en países inicialmente amigos como España, Portugal y Francia.

—Quizá se lo buscaron ellos…

—Sí —admitió don José—, es verdad que muchos sacerdotes jesuitas se habían pervertido ya antes de ser disueltos, porque siempre habían permanecido como una especie de quinta columna cerca de los gobiernos, los reyes y los poderosos, y eso conlleva un peligro. Sin ir más lejos, cuando el Papa le pidió al rey Carlos III de España que le justificara la expulsión de los jesuitas de su reino, el rey se limitó a decirle que «guardaré siempre en mi corazón la abominable trama que ha motivado mi rigor, a fin de evitar al mundo un grave escándalo». ¿A qué se refería Carlos III? Parece que desde hacía muchos años, los jesuitas se habían embarcado en una investigación no demasiado piadosa sobre ciertos secretos que ocultaban los judíos españoles, en concreto los sefardíes de Toledo.

—¡La cruz cósmica; el Año Cero de la humanidad! —profirió Gastón.

—Desde luego, está usted bien enterado… Sí, tengo entendido que era algo de eso lo que buscaban. Sea como fuere, el caso es que tras la refundación, la Compañía ya no fue la misma. Se desgajó en dos partes, una se mantuvo más o menos fiel al Compañerazgo inicial, pero la otra, establecida en la región balcánica, y más tarde saltando a Rusia, creó una terrible sociedad secreta llamada la Druzhina para robar los secretos de los judíos y exterminarles después.

—¡La sagrada Druzhina!

—¿También la conoce? Vaya, es usted una enciclopedia andante —sonrió don José—. Bien, no sé si sabrá entonces que ambas ramas jesuíticas tenían el mismo tronco común, de hecho la raíz de Druzhina es Dru, que en ruso significa compañero. Pero ambas siguieron distintos caminos para conseguir iguales fines. Algunos creen que el Compañerazgo francés motivó las corrientes revulsivas y sociales de Europa, como la Revolución Francesa, y más tarde el socialismo. Mientras que la Druzhina, por su lado, crearía el comunismo, mucho más radical y sincrético. Según se piensa, detrás de las iniciales S. I. (de Societas Iesu o Sociedad de Jesús) se esconde en realidad otra S. I. (Superiors Inconnu), los Superiores Desconocidos que regían desde la clandestinidad sectas tan esotéricas y místicas como los iluminados alemanes, los rosacruces franceses y los cosmistas rusos.

El cura suspiró mirando al hombre paralítico, que no se había movido ni variado su postura en todo este tiempo.

—En fin —añadió como conclusión—, ya ve, no es justo meternos a todos en el mismo saco.

—¿Y en qué saco está usted? —preguntó Gastón.

—¿Por qué no viene por la parroquia y lo comprueba usted mismo?

Por aquellos días Gastón comenzó a sentir como si por fin, después de tanto tiempo, las piezas de un complejo y extenso puzle comenzaran a encajarle. Ya no buscaba casualidades, concordancias ni significados, pero en su mente se le aclaraban y se le unían los conceptos y las datos que hasta entonces habían permanecido opacos. Quizá eran los primeros indicios de recuperación. Había salido con el ánimo destrozado de aquel sepulcro de la Sagrada Familia sin saber ni cómo había llegado hasta él ni por dónde había salido. Se había encontrado a sí mismo al otro día muy temprano en la avenida Lesseps (una nueva casualidad, pero mejor dejarlo), y desconocía por dónde había llegado hasta ese lugar.

Hasta entonces no había querido pensar en los extraños sucesos vividos, que le dolían como una vieja herida que no terminaba de curar. ¿Comunicaba la cripta de Gaudí con algún subterráneo que conducía a aquel informe espacio neblinoso? ¿Qué hacían allí todos reunidos como si fuesen personajes de ficción? Bueno, todos no, porque Gastón se había dado cuenta de que aparte de Colette, faltaba el seminarista Balduino Letto. ¿Por qué? Estaba claro, él era el otro de los elegidos para el experimento cuántico, pero Letto no había superado la prueba.

Días después de su liberación había acudido a la catedral de la Sagrada Familia con la esperanza de ver algún rastro de aquellos hechos, para no sentir así que se hundía en la locura, pero al llegar a las torres, metido entre la fila de turistas japoneses y norteamericanos, había comprobado (no sabría decir si con alivio o decepción) que ningún péndulo sonoro colgaba de su interior. Dando la vuelta hasta la calle Provenza había entrado al templo, y luego había bajado a la cripta de Antonio Gaudí. La losa sepulcral estaba intacta, al igual que todas las lámparas y las velas votivas, como si allí no hubiese sucedido nada. ¿Es que querían volverle loco? Quizá lo habían limpiado todo y repuesto la lápida destruida por la explosión, quizá habían retirado y escondido los péndulos… ¿Pero quién? ¿Quién o quiénes estaban implicados detrás de todo aquel complot? ¿La actual logia que continúa las obras del templo, la Iglesia…?

La mente de Gastón se estaba llenando de certezas, los cabos sueltos y los conceptos obtusos, incluso su, en apariencia, absurda y dolorosa graduación comenzaban a cobrar sentido conforme pasaba el tiempo, iluminados por algún tipo de lógica que ahora le parecía meridiana y matemática.

Había sido una especie de protagonista en un reparto de actores que actuaban en una obra, e interactuaban entre ellos sabiéndolo o no. El mundo era un escenario, eso ya lo había dicho William Shakespeare, y ahora estaba claro que el director de aquella monumental farsa, de aquella ópera cuántica, era el Dramatiker o Doktor Richard von Wagner. Gastón había sido Parsifal en busca del Grial, mientras que Balduino Letto, su alter ego malvado, había jugado el papel de Klingsor. Comprendía que el arquitecto Antonio Gaudí había sido mandado asesinar por los ocultistas de las logias secretas, los socialistas utópicos, los carbonarios y los anarquistas a los que había decepcionado al inclinarse hacia la Iglesia Católica en el último tramo de su vida. El conde Güell y su grupo de seguidores intelectuales wagnerianos querían instaurar en Cataluña una mitología pagana y nacionalista de corte griálico. Proclamaban que el Montsalvat que aparece en la leyenda del Grial era el Montserrat de Cataluña. Se creían el rey Arturo y los caballeros de la Tabla Redonda en versión española. Habían logrado incluso que el estreno del Parsifal de Richard Wagner se realizara en Barcelona antes que en ningún lugar de Europa. Pero ese paganismo insolente había desatado las alarmas de las sociedades secretas opuestas y contrainiciáticas. Ello les situó como blanco de las iras católicas, de modo que cuando Güell, a modo de rey Arturo, pretendió ser enterrado a su muerte en Montserrat, en una tumba cerca del famoso monasterio de la Virgen negra, en una tumba heroica que le había encargado realizar en la roca a su amigo Gaudí, la Iglesia lo prohibió, y finalmente el conde fue enterrado en Pedralbes. ¿Estaban locos por la magia, el esoterismo y la mitología y conocían algún secreto telúrico que la Iglesia no estaba dispuesta a compartir con ellos?

Las circunstancias se habían conjurado también para que Antonio Gaudí no fuese enterrado en la cripta que se había construido para sí mismo en la Sagrada Familia, seguramente para poder regresar a la vida el día del eclipse como una especie de mago Merlín, arquetipo que le iba que ni pintado al arquitecto. Por un error al identificar el cadáver en el hospital de la Santa Cruz, fue el coronel carlista Ambrosio Grimau, que precisamente había encontrado a los Compañeros justo al cabo de su vida, quien fue inhumado en el sepulcro destinado a Gaudí. Pero entonces, ¿por qué no había resucitado el coronel?

Estaba claro. Se había cometido un error. El péndulo de Fixlmillner, colgado en el monasterio rumano de Kreutzmünster, que había sido activado por Vicenzo Furno para emitir desde allí la influencia telúrica que provocaba la sombra del eclipse hasta la Sagrada Familia de Barcelona, no era el correcto. Furno hubiera debido utilizar el péndulo original que fue colgado por Foucault en el Pantheón de París. Por la siguiente razón: el Apparatus era un arcaico pero efectivo emisor-receptor de radiofrecuencia especialmente ideado para sintonizarse con los relojes pendulares. Fa conexión de frecuencias entre péndulo y Apparatus se producía cuando el reloj del péndulo se encontraba en cualquier parte del mundo pero cuando se hallaban ambos en el mismo uso horario. París y Barcelona se encuentran en el mismo meridiano, y por tanto en igual uso horario. Pero Rumanía, cuyo péndulo de Fixlmillner había utilizado Vicenzo Furno, no se encuentra en tal meridiano, de modo que el Apparatus colocado sobre la losa de la tumba no se había activado, y por eso Ambrosio Grimau no había resucitado, aunque los péndulos sonoros sí hubieran respondido al paso del eclipse.

Pero entonces, si el coronel carlista estaba en la cripta de Gaudí, ¿a quién pertenecía el cuerpo que se encontraba en el nicho del templo del reloj parado de París? A quién si no. Alessandro Giuseppe (AG) Volta. Volta se había enterrado en aquel sepulcro con uno de sus Apparatus para resucitar el día del eclipse, pero al robar Gastón el artefacto, había abortado tal posibilidad. Por su parte, Antonio Gaudí, como su amigo el conde Güell, tampoco habían logrado su sueño de inmortalidad, al haber sido enterrados en tumbas convencionales. Así pues, el monstruoso plan de resurrección ideado tantos años atrás para activarse el 11 de agosto de 1999 había fracasado. Debido a circunstancias fortuitas o a errores de cálculo, nadie había vuelto a la vida a causa del eclipse del milenio. Entonces, ¿las profecías sobre el nacimiento del Anticristo estaban equivocadas?

Gastón también comenzaba a entender, si no la finalidad, al menos sí el sentido de la experiencia al que había sido sometido a lo largo de varios años de su vida. Sabiéndolo o no, varias personas habían colaborado en esa graduación, a la vez que ellos mismos también habían sido probados en el crisol hermético, como su amigo Pascual Alcover. Cada uno de los actores ocupaban un rol distinto en el inmenso juego de coincidencias significativas urdido por el director o los directores de este proceso cuántico. Gastón entendía que había sido blanco de otras dos teorías enfrentadas: la de la relatividad de Albert Einstein, y la de la física cuántica desde que en 1921 Stern-Gerlach descubre la cuantización del espacio y en 1925 Goudsmit y Uhlenbeck descubren el efecto espín de las partículas. Los relativistas contra los cuánticos. Gastón había sido sometido a las tres teorías científicas sobre el determinismo: la mecánica newtoniana fundada sobre la causalidad científica y el principio del todo como la suma exacta de las partes. La relatividad de Einstein, donde el todo es algo más que la suma de las partes (o sea, que Dios no juega a los dados), y la física cuántica, con sus postulados sobre el principio sinérgico del universo regido por las probabilidades y las incertidumbres (o sea, que Dios sí juega a los dados).

Todo esto estaba muy bien, pero Gastón Garcelán seguía sin saber cuál era el sentido de la vida, que él había estado buscando desde su juventud como un moderno filósofo existencialista. Le parecía que había caído en una paradoja irresoluble, en un laberinto sin salida, en una biblioteca borgeana. Porque ¿lo que había vivido y experimentado durante su proceso de graduación era verdadero o falso, o ambas cosas a la vez? La vida no tiene sentido ni lógica, como tanto defendía Aristóteles; vivir es el único sentido de la vida. Y los más avanzados, los Aristoi, deben ayudar a los menos evolucionados, los Polloi, como bien dijo Heráclito. Por eso no hay buenos ni malos, todos son aspectos diferentes de la misma realidad, todo está interconectado, es un juego de casualidades. Y Dios, en efecto, no juega a los dados. Porque los dados son Él.