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Victoria estaba volviendo en sí. Poco a poco emergía de un limbo oscuro, pero aún no era consciente de su situación y ubicación en el espacio ni en el tiempo.
Recordaba que la había llamado por teléfono el coleccionista de libros esotéricos de acento ruso, chistera y manos enjoyadas, para decirle que tenía un libro que podría interesarle, y que si se acercaba a su tienda se lo mostraría. Victoria, aunque extrañada por la intempestiva llamada, había acudido al mismo lugar que en la otra ocasión, pero había encontrado la persiana bajada, todo cerrado. Entonces, al darse la vuelta para marcharse, había ocurrido de improviso. Un lujoso automóvil oscuro, quizá un Volvo, había surgido de pronto subiéndose a la acera y deteniéndose junto a ella. Del coche habían salido dos hombres perfectamente trajeados portando pistolas con silenciador y la habían obligado a entrar.
¿Dónde estaba? ¿Desde hacía cuánto tiempo se encontraba sin sentido? Victoria trató de incorporarse, pero no podía. Estaba atada con correas a una tosca silla de madera, que parecía una silla eléctrica. «Sin duda estoy soñando», se dijo. Hubiera querido frotarse el rostro como para borrar aquella desagradable visión, pero no pudo. Notaba cómo un dolor intenso le invadía el cuerpo anquilosado, un dolor que se hacía especialmente agudo en el cuello, las muñecas y los tobillos, atados con correas de cuero.
¿Estaba sola en aquel entorno impreciso, hecho de paredes de yeso blanco sin ninguna ventana? La respuesta llegó casi al instante a través de una voz masculina que surgía de la oscuridad.
—Querida señora, doy gracias porque ya ha recobrado el conocimiento. Siento de veras haberla tratado de esta manera imperdonable a su alta dignidad y a su… ¿cómo se dice?… condición de dama. Pero las circunstancias nos han obligado, usted comprenderá…
Aquella voz… ¿Dónde la había oído antes? ¡Era el coleccionista de libros esotéricos! Intentó decir algo, pero no pudo.
—Veo por su expresión que se sorprende de verme… Quizá me ha reconocido… sí… nos vimos hace unos meses. Desde luego en una situación más favorable para usted, ¿recuerda?; se interesaba por cierto libro de Gerard Encausse sobre la ciencia de los números… Ah, aquel fue un encuentro… ¿cómo diría?… decisivo. Su visita me puso sobre la pista.
El gigante ruso, que llevaba puesta su reluciente chistera, se la quitó:
—Bienvenida de nuevo a esta mi morada oculta, donde… ah, pero permítame que me presente antes de nada. Me llamo Pierre Rakosky —se inclinó ceremoniosamente ante su prisionera.
Victoria, saturada de dolor y con la boca seca, no sabía, no podía contestarle a aquella inesperada aparición. Solo pensaba en cuándo iba a despertar de aquel raro sueño. Pero la voz del hombre, a un metro de ella, sonaba bien presente y real:
—Ah, por cierto —seguía Rakosky—, durante un tiempo, no más de una hora, notará usted los efectos de… digamos que le hemos tenido que administrar unos… ¿cómo se dice?… tranquilizantes. De momento, sus efectos relajantes le impedirán coordinar palabras o moverse, pero ello no afecta a su capacidad de escucha y entendimiento. En fin, si usted me lo concede, con mucho gusto pasaré a ponerle… ¿cómo se dice?… al corriente de quiénes somos y qué hace usted aquí.
Victoria quiso contestar que la soltaran, pero en efecto, no pudo articular ni una sílaba, aunque ella siguió haciendo esfuerzos.
—Debo en primer lugar reconocer que tras su visita a mi modesto negocio de antigüedades… ¿cómo se dice?… bibliófilas, ordené que la vigilaran, usted perdone… Pero eso fue proverbial para nuestros intereses. Pronto descubrimos que su marido… tras muchos años de incógnitas y búsqueda por nuestra parte… Su marido nos ha ayudado sin él saberlo a ¿cómo se dice…? ¿Atar cabos? Sí, eso… Hasta ese momento rastreábamos cada palmo de Europa en busca de supervivientes que supieran algo del secreto perdido y de la profecía, pero sin resultados. Hasta que apareció usted preguntando precisamente por ese libro, y pronto descubrimos que usted, o mejor dicho, su marido era amigo de ese Garcelán, un personaje curioso al que ya seguíamos desde hacía tiempo, y que debo admitirlo, no sé cómo ni por qué puede saber todo eso que parece saber…
Victoria ya había podido darse cuenta de que el estrafalario coleccionista ruso había confundido aquel nefasto juego de concordancias al que jugaban Pascual y Gastón con la realidad. Lo que no podía saber es cómo se había enterado de todo aquello ese extraño personaje, ni qué quería de ella ahora.
—Al principio, ni siquiera nosotros sabíamos para qué servía la máquina aristotélica —seguía explicando el ruso—, aunque la buscábamos. Suponíamos que tenía que ver con la ciencia de la combinación de las categorías, las letras, las palabras, los números, la aritmética, la cábala… la Lógica de Aristóteles y la combinatoria de Bernoulli… Suponíamos que la máquina servía para descifrar un secreto en clave, un dato buscado por muchos desde antiguo, pero ¿qué secreto? ¿Cómo encontrar algo si no se sabe lo que es? Pero su interés por el libro de Papus nos puso sobre la pista. Habíamos descubierto a alguien que parecía saber eso que nosotros no sabíamos, y lo sabemos porque precisamente se estaba refiriendo a nosotros.
Victoria estaba pensando que aquel tipo, además de estar loco, debía ser bastante imbécil para haberse tragado como ciertas las estúpidas conversaciones que mantenían Pascual y Gastón. Ella ya les advirtió a ambos del peligro que conlleva jugar a malabares con la realidad, y ahora estaba demostrándose como cierta su tesis, solo que la perjudicada era ella. Pierre Rakosky seguía revelando cómo había caído en aquella tonta trampa dialéctica sin darse cuenta de ello:
—Luego nos extrañó que alguien anónimo de Madrid conociera informaciones y datos que nos atañían. Sin embargo, atando cabos, ¿se dice así?… Entonces comenzamos a entender… ¡La profecía! He de confesarle que fue entonces cuando mandé que siguieran a su marido y ordené que interfirieran su teléfono (cosa fácil, conocemos a algunos exagentes del KGB retirados en España, que se dedican a esos trabajos para ganarse la vida), y descubrimos por qué su marido sabía tanto de nosotros, incluso más que nosotros mismos. Pero sobre todo descubrimos quién era usted realmente. ¡Vaya una sorpresa! Y la habíamos encontrado por casualidad. Usted, ¡la virgen-zarina en carne y hueso! ¡La profecía del icono de Kazan era cierta!
Con un supremo esfuerzo, Victoria trató de reunir fuerzas para contestar que ella no era zarina, ni mucho menos virgen, que era de Madrid, nacida en Puerta de Hierro y huida a Ibiza en su época díscola y traviesa, como hacían todos los adolescentes progres de aquellos años, y donde había tenido un desliz al quedarse embarazada en una de aquellas comunas de amor libre de la isla. Por eso, para darle un padre a la criatura de ni se sabe quién que llevaba en su vientre, había regresado y se había casado con un buen muchacho llamado Pascual Alcover, que nunca le gustó, pero que le quería a su manera.
—¡Oh, sí, sí, sí —exclamó Rakosky en su soliloquio—, debo explicárselo! Pero antes le presento mis respetos. Perdón que no le bese la mano… No sabe cómo me emociona tenerla delante de mí, ¡nada menos que la zarina de la profecía de Kazan! Sin embargo, entiéndame, nosotros no podemos consentir que en Rusia reine nadie que no sea un auténtico legitimista al trono, yo mismo me he conjurado para proteger y salvar la vida al último heredero de los Romanov, el único vástago actual descendiente del zar Nicolás II, cuya familia ha permanecido en la clandestinidad oculta hasta ahora en Moscú. Oh, pobre criatura, como su antepasado el zarevich Alexei, esa muchacha, Natacha, también ha heredado desgraciadamente la maléfica enfermedad de la sangre que aqueja a las familias reales de Europa, la hemofilia. Por eso buscamos afanosamente el remedio para curarla y luego, con la ayuda del pueblo deseoso de recuperar su pasado imperial junto con la sagrada Iglesia Ortodoxa en el Exilio, proclamarla zarina de todas las Rusias.
»Y de pronto aparece usted, su marido y ese Garcelán. Sí, sí, conocíamos la leyenda que dice que el próximo zar de Rusia sería mujer, es decir zarina. ¡Pues nada de eso, el próximo zar será mujer, pero una Romanov por vía sanguínea directa! Así que usted, mi buena señora, debe morir para que no se cumpla la profecía de ese icono.
—Está completamente loco —boqueó Victoria con un gran esfuerzo.
Una hora más tarde de aquel kafkiano encuentro, la luz del sol hería los ojos de Victoria debido a tantas horas pasadas en penumbra dentro de algún lugar desconocido. Había sido liberada, pero ahora, quizá por el aturdimiento, no reconocía dónde se encontraba, y la radiante luminosidad de la mañana la cegaba después de haber permanecido no sabía cuánto tiempo presa dentro de aquel sótano, o lo que fuera. Ahora, el fragor del tráfico de la ciudad, ¿pero qué ciudad?; porque podía ser igualmente Madrid, Barcelona, Bilbao…, el rumor incesante de las avenidas, iba devolviendo a Victoria al mundo de los vivos.
Su mente se aclaraba paulatinamente al aire fresco, bajo aceras arboladas, plazas con palomas revoloteando en los setos, parques, kioscos… Al principio no había reconocido la zona, pero al ver a lo lejos, a su derecha, la silueta inclinada de las Torres de Kío, se ubicó en el espacio y enfiló hacia el paseo de la Castellana respirando una bocanada de aire que eliminaba los últimos restos de aquella confusión, disfrutando su recién estrenada libertad. Nunca amó tanto Madrid.
Después de amordazarla, vendarle los ojos y sedarla de nuevo, la habían sacado de aquel subterráneo y la habían dejado sentada en el banco de un parque al noroeste de la ciudad. Momentos antes, Victoria le había arrojado a Pierre Rakosky un jarro de agua fría al explicarle que él y sus amigos estaban equivocados, que ella no era la zarina perdida que buscaban para eliminarla.
—Pero usted sí es… quiero decir… A usted la llaman la Russe… —había aducido Rakosky confuso.
—Sí, desde pequeña, desde que mi familia me matriculó en el Liceo Francés de Madrid, en el colegio me llamaban la Rouge, la pelirroja, porque como ve, ese es el color de mi pelo.