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En algún lugar de Madrid

6.05 P.M. hora local

Hacía ya un buen rato que Pascual Alcover, Victoria y Nico esperaban en aquella especie de sótano con el aliento encogido sentados en unas incómodas sillas de tijera, tal como alguien les habían ordenado.

—Siéntense ahí y esperen.

Ahora estaban hablando a susurros, un poco más calmados después de haber sido conducidos a aquella estancia, parecida a un aparcamiento subterráneo, donde por encima de sus cabezas se escuchaba el regurgitar intermitente de tuberías de desagüe.

—No te preocupes, Victoria, todo esto será una broma —opinó Pascual con poca convicción para tranquilizar a su mujer.

—Pues si es una broma tiene muy poca gracia —murmuró ella más molesta que asustada.

—Papá, ¿dónde estamos? —preguntó Nico inquieto.

—No lo sé, hijo.

Para Pascual era la segunda vez que le sacaban de su casa a punta de pistola con destino incierto. La primera vez habían sido los hombres de ese Pierre Rakosky, o quizá el secuestro fuese cosa de aquel enigmático Vicenzo Furno de voz ronca y autoritaria, a quien no había podido ver con claridad en todo el tiempo, siempre con sus gafas oscuras tapándole el rostro. ¿Eran los mismos los que les habían secuestrado de nuevo? ¿Qué querían ahora?

Con el fin de comenzar una nueva vida, habían decidido cambiar de casa, mudándose a un pequeño pueblo cercano a la ciudad, de esos donde vive la gente que no quiere sufrir los agobios de Madrid. El domingo, un automóvil monovolumen había estacionado ya de noche delante del coqueto adosado recién estrenado, y unos hombres armados les habían obligado a los tres a entrar en el vehículo. Luego les habían vendado los ojos, y así, ciegos, habían sido subidos de incógnito, ocultos tras los cristales tintados del coche. Ni los hombres armados ni el conductor habían contestado a ninguna de sus preguntas durante el trayecto. Luego, el coche había entrado en algún edificio, notándose un plano inclinado hacia abajo, se había detenido en una especie de garaje subterráneo vacío y poco iluminado, de contornos y tamaño difusos lleno de pilares de hormigón encofrado y simple enlucido de yeso.

—¿Por qué no me dijiste que eras la descendiente del zar? —le preguntó Pascual a su mujer.

—¿Y eso qué importancia tiene ahora?

—¿Que qué importancia tiene? Mira dónde estamos ahora por tu culpa.

—¡Ah, vaya, hombre, resulta que es por mi culpa! ¿Ya se te ha olvidado que todo esto comenzó hace mucho tiempo, con ese imbécil de tu amigo y vuestro estúpido juego de coincidencias?

Dos hombres pistola en mano les habían bajado a aquel séttano de paredes lisas hacía poco más de media hora, encendiendo una simple y desnuda bombilla que ahora brillaba solitaria en el techo. Les habían despojado de sus vendas y uno de aquellos hombres armados les había revelado con acento neutro aquello que ahora la familia trataba de digerir. Lo había relatado como de corrido y sin especial énfasis, como si cumpliese una orden: había hablado en primer lugar sobre la ascendencia nobiliaria de Victoria, aclarándole que su padre era el gran duque Wladimir, el último de los descendientes de los Romanov. Los tres, Pascual, Victoria y Nico, habían escuchado todo aquello estupefactos, sin saber qué decir.

—¿Nunca te dijo tu padre nada de eso? —preguntó atónito Alcover cuando los hombres armados se hubieron marchado, pidiéndoles antes que aguardasen tranquilos, que todo iba a resolverse enseguida.

—¿Mi padre? Apenas le conocía, casi nunca estaba en casa… Hacía años que no me hablaba con él, desde muy niña…, desde que se marchó mi madre y él… Bueno, da igual… Luego supe que mi padre me desheredó cuando me escapé a Ibiza.

—¿Qué pasa, papá?, no entiendo lo que han dicho esos hombres.

—Que eres el descendiente del emperador de Rusia, Nico.

—¡Pascual, cállate, no le digas al niño esas cosas! ¿Pistas loco o qué?

—Pero, Victoria, si es verdad…

Pascual comenzaba a entender ciertas cosas del pasado. Aquellos cursillos prematrimoniales de la parroquia donde habían contraído matrimonio, aquel profesor de enseñanza religiosa, ¿cómo se llamaba?, don Rafael, sí, eso es. Ahora entendía por qué el coadjutor de las clases prematrimoniales les había dedicado tanta atención a ambos, tanto que incluso les había recomendado el nombre que debían ponerle a su primer hijo.

¿Pero cómo sabía aquel tipo que Victoria iba a tener precisamente un hijo varón? Y además tan pronto, porque era sietemesino.

—¡Un momento, tú me mentiste desde el principio! —rugió Pascual cayendo en la cuenta.

—¿Pero qué dices? —preguntó ella sin comprender el repentino enfado de su marido.

—¡Te casaste conmigo embarazada!

—¿Y eso qué importa? Tú ya lo sospechabas, ¿o no? No irás a decirme que creíste que los niños nacen tan pronto… —respondió Victoria al ver que Pascual le salía ahora reprochándole lo que durante tanto tiempo ambos se habían ocultado tácitamente.

—¡¿El niño no es mío y tú me dices que eso no importa?! —estalló Pascual arrebatado de ira.

—Ahora dirás que repudias a mi hijo —reprochó ella.

—¡¿Que yo repudio…?! ¡Venga ya, la que estás loca eres tú! Me mentiste, lo sabías todo desde el principio.

—Te juro que no, Pascual.

—No te creo, ¿sabes? ¿Por qué habría de creerte? Si ni siquiera participabas en programas de la tele, todo eso era una mentira, una excusa para irte de casa ¿Dónde ibas cuando te marchabas?

—De acuerdo —reconoció ella—, lo sospechaba y estaba investigando por mi cuenta mi ascendencia nobiliaria…

—¡Ah, lo sospechabas! He vivido engañado por mi propia mujer.

—Oye, cálmate, ¿quieres?, yo no te he engañado nunca.

—Eso habría que verlo… —deslizó Pascual en tono de sospecha.

—¿Se puede saber qué quieres decir?

—Venga, ahora no te hagas la tonta. ¿Acaso crees que no me di cuenta de cómo mirabas a mi amigo Gastón, y cómo te miraba él a ti?

Victoria se levantó y le propinó una sonora bofetada a su marido, que casi da con él en el suelo.

—¡Cerdo!

—Papá, mamá, ¿por qué os peleáis?

No dio tiempo a más. La puerta metálica del sótano se abrió de repente y entraron los dos hombres de antes portando sus pistolas. Miraron unos instantes a Pascual y a Nico sentados en sus sillas, y a Victoria aún enajenada por la rabia y con la mano alzada en el aire.

—Es la hora, hemos de cumplir nuestra orden.

Apuntaron impávidos sus armas y dispararon.