45

7.30 A.M. hora local

Tenía mucha sed. No sabía si estaba despierto o soñando… o muerto. Gastón Garcelán trataba de recordar quién era, qué había sucedido, dónde estaba… Sintió que cerraba los ojos y dormía. No sabía si habían pasado cinco minutos o cinco horas. Estaba muy oscuro. Vicenzo Fumo le había obligado a tomar a punta de pistola ciertas cápsulas negras. Le pareció oírse a sí mismo decir algo. Al cabo de unos instantes, o quizá había pasado mucho tiempo, alguien le sujetaba en un pequeño y estrecho lavabo mientras él orinaba sin voluntad, cayéndosele la cabeza a cada momento. Luego el pozo sin fondo.

Dentro del sueño soñaba o pensaba que imaginaba… Los sucesos parecían cobrar vida propia y ser reales. En su turbiedad mental, le parecía como si alguien escuchase sus pensamientos y tratara de reproducirlos. Estaba tan cansado… Quería apartar todo aquello de su mente y dormir, pero no podía. Comenzaba a despejarse.

—Ah, bienvenido de nuevo señor Garcelán; ha dormido usted un buen rato.

—Furno —murmuró Gastón, frotándose la tumefacta cabeza. Se dio cuenta de que iba sentado en el asiento de un coche, escoltado por un hombre que le apuntaba con una pistola de gran calibre. Vicenzo Furno iba delante en el asiento del copiloto. Otro hombre conducía el vehículo.

—Así es, ya veo que comienza a recobrarse. ¿Pensaba de verdad que iba a dejarle al margen de todo esto? No, es usted una pieza demasiado valiosa. Imprescindible, para ser exactos.

—¿Dónde estoy?

—Estamos llegando al monasterio benedictino de Kreutzmünster… En Rumanía —le informó el cavaliere.

—¡Rumanía!

—Sí, ha dormido usted durante todo el trayecto. Comprenda que tenía que dejarle sin consciencia para poder traerle hasta aquí. Le quiero a mi lado, sabe usted demasiado, me temo que más de lo que aparenta, como para dejarle a su libre albedrío. Es usted una bomba de relojería.

Gastón miró por la ventanilla. ¿Qué hora sería? El coche avanzaba por un sendero rural flanqueado de altas coníferas y espesos matorrales. Se divisaban a lo lejos grandes formaciones montañosas de siniestro aspecto. En ese momento, al volver un recodo del sendero, apareció imponente un enorme edificio como una fortaleza, que se elevaba ante los árboles con su fantasmal presencia sólida y vetusta. El automóvil se detuvo.

—Creo que le gustarán estos parajes tan exóticos, a los turistas de todo el mundo les encantan; estamos muy cerca donde el conde Vlad Tepes, más conocido como Dracul, tenía su castillo —señaló Vicenzo Furno.

El guardaespaldas que viajaba a su lado descendió y le abrió la portezuela apuntándole silencioso con su pistola. Nada más bajar del Audi A8 azul, un viento con olor a lluvia azotó el rostro de Gastón y despeinó sus cabellos. Aspiró complacido y comenzó a despejarse de su brumoso aturdimiento, aunque no sabría decir qué hora del día era. Había poca luz en el ambiente; no situaba los puntos cardinales, así que no podía saber si era por la mañana o por la tarde.

—¡Ah, aquí está!: el monasterio benedictino de Kreutzmünster —exclamó Vicenzo Furno dirigiéndose al edificio, como si hubiese estado allí en otras ocasiones y se alegrara de regresar.

Más tarde, Gastón Garcelán sabría que la abadía de Kreutzmünster está situada en el interior de esa región oriental y casi despoblada de Rumanía llamada los Cárpatos, siempre ahogada en una espesa niebla. La mole pétrea del monasterio de monjes benitos, formada por un conjunto de sólidas edificaciones de distintos estilos superpuestos y reformados a lo largo de las épocas, parecía más bien una parcheada fortaleza, y lo era en parte, pues como cenobio católico en medio de una región y un país inhóspito cuya religión oficial es la ortodoxa rusa, durante siglos hubo de aguantar como una ciudadela sitiada las acometidas furibundas de los reformadores protestantes y anabaptistas que habían asolado el centro de Europa en el siglo XVI.

Ya desde la lejanía, cuando lo permitían los pocos días al año en que el cielo y la tierra amanecen sin estar envueltos en su eterna gasa de niebla, lo primero que despuntaba de la abadía era el observatorio, llamado Torre del Tiempo. Semejaba un portentoso faro terrestre, o una de esas antiguas factorías de principios de siglo, con su planta primero cúbica y luego poligonal que conforme ganaba altura iba convirtiéndose en circular, como una fantasmal torre de Babel del conocimiento. La Torre del Tiempo era un museo de la ciencia, uno de los más completos del mundo, pero los monjes benedictinos nunca admitían visitas exteriores más allá del soportal barroco del enorme torreón.

Vicenzo Furno y Gastón Garcelán sí fueron, en cambio, bien recibidos en el monasterio de Kreutzmünster. Un silencioso monje benito con la capucha calada hasta los hombros les franqueó el paso abriéndoles la gran verja de hierro llena de cruces metálicas, herrumbrosas por la constante y húmeda niebla. Era como si traspasaran la cancela mohosa de un cementerio. Cuando la recia puerta de roble y hierro que daba acceso al torreón se abrió y apareció en el umbral el viejo abad, se abrazó con afecto a Furno.

Entraron. El gran vestíbulo de la torre estaba iluminado por la escasa luz que filtraban al interior las altas ventanas de vidrios decorados con imágenes de la vida y las obras de San Benito Abad. El ambiente era conventual y sobrio. Gastón contempló las paredes completamente cubiertas de cuadros ovalados que reproducían retratos de los abades, profesores y caballeros.

—Subamos —dijo lacónico el anciano abad.

Ascender por las grandes escaleras de piedra de la Torre del Tiempo (parecían haber sido hechas para gigantes), en medio de la penumbra reinante, era como hacer un repaso iniciático a la sabiduría natural y la inteligencia humana.

La primera planta estaba abarrotada de miles de piedras. Eran fragmentos de todos los minerales conocidos, clasificados concienzudamente sin duda por las pacientes manos de los monjes. La segunda planta estaba cubierta de restos de grandes animales extinguidos. Entre ellos, el esqueleto de un enorme oso, un colmillo de mamut… y colgados de la bóveda por invisibles hilos, planeaban en falso vuelo los antediluvianos ictiosauros; sin duda hábiles reproducciones, quiso creer Gastón.

Luego, siguiendo con aquella muestra del equívoco entre lo real y lo imaginario, se ascendía al tercer nivel, donde esperaba la colección de animales invertebrados: insectos con apariencias horribles y amenazadoras, como si fuesen a echar a volar o a reptar crepitando sus patas y alas resecas, conservados bien por el formol o por el dudoso arte del taxidermista; animales extinguidos que en otras épocas transitaron vivos por el planeta, y que ahora parecían esperar pacientes un conjuro secreto que les devolviera a la vida.

El cuarto piso estaba dedicado al reino vegetal. Destacaban los curiosos ejemplares de setas de inimaginables colores (¿cómo se mantenían tan vivas?), y centenares, miles de plantas y flores de apariencia real, aunque su asepsia de olores hacía presuponer algún tipo de taxidermia vegetal. En la quinta planta Gastón vio varias momias romanas o etruscas, y una egipcia, y junto a ellas los inquietantes objetos de hueso y madera para el culto de culturas perdidas, junto a otros (aceites, pomadas, inciensos, pócimas…) para los rituales del vudú, traídos desde Nueva Guinea, o para la magia, el candombé y la santería, recogidos en Brasil.

Por fin, atravesando un ancho dintel de piedra rematado en arco de medio punto, los visitantes y el abad desembocaron en el sexto piso.

Y entonces Gastón lo vio.

¡El péndulo de Fixlmillner!

La última planta era circular, despejada de tabiques y pilares. Estaba rodeada de estrechas puertas de medio punto, que accedían a sendos habitáculos cada uno dedicado a algún tipo de objetos de observación y medida. Gastón, todavía cegado por el asombro, miró hacia arriba. La claridad llegaba desde un tragaluz en forma de cúpula realizada con centenares de plaquitas de cristal policromado que permitían filtrar un resplandor rojizo; quizá la luz del ocaso. Del centro semiesférico colgaba el péndulo, una esfera metálica oscura de medio metro de diámetro. De su parte alta partía el tensado cable que sujetaba la esfera colgante desde la parte superior de la torre, anclada allá arriba, en el centro de la cúpula vítrea, por medio de una gran argolla metálica. La bola del péndulo permanecía suspendida a dos metros del suelo, contagiando con su majestuosa presencia aquel ambiente de ensueño científico y místico.

Mientras Vicenzo Furno y el viejo abad hablaban en lo que parecía ser rumano, Gastón, vigilado por los dos hombres armados que habían subido junto a su jefe, curioseó por la estancia asomándose una por una a las oscuras habitaciones que se abrían en derredor de la explanada circular. Había en ellas un amontonamiento informe y polvoriento de viejas clepsidras de vidrio, relojes de bronce, astrolabios de latón, telescopios, balanzas de torsión, esferas de vapor, retortas, matraces, probetas… En otros habitáculos reposaban multitud de aparatos medidores de los meteoros y fenómenos naturales, artefactos de geodesia, sismología, meteorología, espeleología… con los que rastrear el aliento y auscultar las palpitaciones telúricas del planeta. Y por los rincones, extraños aparatos de investigación magnética: bobinas, polos, arcos voltaicos, dínamos, electrodos, imanes y rotores… En algunas viejas mesas de madera se apilaban sucios y desgastados mapas, cartas de marear, tablas astrológicas, gacetillas lunares, sextantes, cuadrantes solares, cronómetros antiguos… Y astrarios, cuyo error de diseño al colocar la Tierra en el centro del sistema solar podía llevar al marinero o el explorador de la época a perderse en medio del océano y descubrir, por un suponer, las islas del Rey Salomón, la Atlántida o el reino perdido del Preste Juan.

Y presidiéndolo todo, como un rey en su trono, inmóvil todavía, el péndulo. Conectado al tiempo por la prolongación de su cordón umbilical más allá de los espacios siderales.

Aquella rojiza luz que descendía de la vítrea claraboya debía pertenecer al ocaso, que en estas latitudes se abalanza sobre la tierra como un sudario fantasmagórico, dedujo Gastón sin saber que se equivocaba. Desde hacía una hora, había comenzado a oscurecer repentinamente con una negrura superior a la noche. Afuera, a través de las troneras por donde entraban frías rachas de viento, se oía aullar a los lobos.

—Ha llegado el momento —susurró Vicenzo Furno.

Luego consultó su reloj.

—Faltan pocos minutos para que la sombra de la Luna se cierna de lleno sobre nuestras cabezas.

—¿Y eso qué importancia tiene? —preguntó Gastón con forzado escepticismo, convidado a la fuerza en aquel extraño lugar.

—Los objetos —comenzó a ilustrar el uomo de fidenza, que seguía con sus gafas oscuras puestas—, desde los más pequeños hasta los más grandes, al igual que un planeta, muestran un doble comportamiento llamado cuántico; son a la vez onda y partícula. Los postulados de la física cuántica dicen que si sometemos a observación a un sistema cuántico, la onda se convierte en partícula, se materializa, en un complejo proceso llamado por los científicos colapso de la función de onda o colapso cuántico.

Gastón escuchó atento, aunque se estaba preguntando a qué venía aquello de la física cuántica, ya apuntado otro día por Jules Never.

—La mente del observador —continuó Furno—, allí donde pone su consciencia, eligiendo lo que observa y lo que no, crea lo que comúnmente conocemos como realidad. Antes de eso era función de onda inmaterial, invisible para nuestros sentidos y nuestra consciencia; era una mezcla ambigua de resultados posibles, una especie de limbo de los estados que pueden hacerse realidad. Todo el Universo está así conectado con nuestra mente, y si se elige conscientemente lo que se quiere colapsar, obtenemos los resultados tangibles y materiales que hemos deseado con nuestro pensamiento intangible.

Gastón pensó que Vicenzo Furno se estaba refiriendo a los postulados de la máquina aristotélica, solo que esta vez lo hacía desde el punto de vista científico de la física cuántica. Tenía miedo y sentía la mente todavía aturdida por las drogas, pero su enfermiza pasión de jugador le empujaba a seguir con aquel ábaco de casualidades, pues intuía que estaba a punto de desentrañar las reglas que lo movían y le habían embargado su vida.

El cavaliere parecía un extravagante teórico del MIT exponiendo sus enrevesados postulados:

—Un planeta flotando en el espacio se comporta en parte como un electrón en un átomo, de modo que la función de onda puede colapsarse en el planeta Tierra de la misma forma que en una subpartícula, si se obtiene la suficiente fuerza de consciencia de observación. Muchos han investigado que los efectos de un particular eclipse sobre el planeta varían factores naturales como su electromagnetismo y la polarización de sus quantums; o sea, su función de onda, nos ayuda a influir sobre su realidad física y la de sus habitantes. El eclipse influye en el planeta porque, como ya observó Albert Einstein, el tamaño de un objeto modifica la luz, y al suceder esto, los fotones interactúan con la radiación cósmica de fondo de todo el Universo, incidiendo sobre el planeta. En síntesis, durante los minutos de máxima presencia de un eclipse como el de hoy, la Tierra se comporta un poco más como onda que como partícula, por tanto es más fácil influir sobre su realidad cuántica. Pero una sola mente es poco para realizar el colapso cuántico, porque para que se produzca la magnitud de pensamiento necesaria, hacen falta muchas partículas medidas en neutrones cerebrales.

Gastón Garcelán se estremeció impresionado por la magnitud de lo que estaba escuchando. A estas alturas estaba predispuesto a creérselo todo, aunque si se atenía a la lógica, que hacía tiempo había desterrado de su vida, aquello parecía la monstruosa teoría de un loco que jugaba a ser Dios.