19
Sede clandestina del FSB.
En algún lugar de Moscú (Rusia)
El director carraspeó, dejó la colilla del puro habano en el cenicero de concha sobre su gran mesa de trabajo de pino oscurecido por los años y se sirvió más de medio vaso de vodka que bebió casi de un trago. En su estado, sabía que no debía fumar ni beber, pero… La tísica calefacción central de carbón de aquel enorme y siniestro edificio de cemento, acero y ladrillo donde se encontraba era una gélida tumba incluso en verano. El vodka entonaba el ánimo de Derechev Bartok, director de operaciones especiales del FSB. Ofreció un trago de licor con un gesto a quien le acompañaba en esos momentos en el desangelado despacho, de altos techos y grandes ventanas, más parecido a una fábrica que a una vivienda. Nadeza Löbl, agente operativa del FSB, actual departamento de espionaje de Rusia, posterior al KGB, negó. No bebía nunca, prefería mantener su proverbial frialdad y dominio personal.
Löbl era un áspid de mujer. Treinta y dos años, un prominente cuerpo de actriz porno, con grandes pechos que apenas podía contener debajo de su blusa, algo más de 90 centímetros de cadera, pero la cara labrada por las sucesivas vivencias profesionales en los siniestros burós del antiguo KGB soviético, donde había entrado como espía colaboradora siendo todavía una adolescente. Quién sabría los favores que habría tenido que conceder hasta llegar a su importante cargo dentro del organigrama.
La acerada agente se mantenía de pie junto a una de las grandes ventanas de cristales emplomados, en actitud vigilante hacia la calle. Odiaba a los políticos, incluso a los comunistas, esos falsos camaradas que convivían en la nueva Duma reformada y parlamentaria que presidía Vladimir Putin, por cierto antiguo jefe del KGB, codeándose ahora con los corruptos demócratas herederos de la perestroika. Quizá por eso, sus manos largas rematadas en uñas pintadas de negro acariciaron la culata de la pistola que llevaba debajo de su traje de chaqueta barato y gris, y que le hacía semejar a una severa institutriz.
Al mismo tiempo, en el aeropuerto de Moscú estaba tomando tierra un IL-76 de la Fuerza Aérea Rusa, procedente de Siberia. El enorme avión transportaba, además de la tripulación y la escolta militar, un único pasajero. En cuanto se detuvo en la pista reservada oficial, dos soldados le ayudaron a descender del aparato, y luego entraron en un automóvil que les aguardaba con el motor en marcha. Tenían prisa, les esperaba el director de acciones operativas del FSB. El viajero se derrumbó como un fardo en el asiento del coche. Todavía llevaba en el cuerpo restos de los 40 grados bajo cero a los que desciende la temperatura en el campo de concentración Tcheidze, en el extremo del Gran Norte, en Siberia. Un campo de prisioneros «enemigos del pueblo» que hoy, en 1999, no existe oficialmente. Un campo donde hoy todavía permanecen recluidos y languideciendo moribundos y enfermos en sus camaretas oxidadas centenares de disidentes políticos olvidados por el nuevo régimen ruso.
—¿Pero quién es ese fantasma que has desenterrado de un campo de trabajo de la época de Stalin? —preguntó el director operativo a su agente del FSB—. ¿Sabes, Nadeza?, nunca has dejado de sorprenderme… —la tuteó inopinadamente.
Derechev Bartok se levantó y se aproximó algo tambaleante por el vodka (ya se había bebido media botella) a la mujer del traje gris, que seguía mirando hacia la calle junto a la ventana. A su jefe le gustaba, él sabría por qué, permanecer en la oscuridad. ¿Tenía algo que ver con el hecho de que se llamara Bartok, que significa murciélago? ¿Cuál era la verdadera identidad de aquel hombre? Nadie parecía saberlo en toda Rusia. Con más de sesenta años, treinta de ellos pasados en la temible checa, la policía soviética de Stalin, luego en la Stasi, la siniestra policía de la Alemania oriental, más tarde en el KGB y ahora en el remodelado FSB, Derechev Bartok (si es que ese era su verdadero nombre, cosa muy improbable) parecía uno de esos imprescindibles hombres de Estado que trascienden a los gobernantes de uno y otro signo con la solidez y la imperturbabilidad de un faro en medio del mar. Es curioso que vistiera también siempre de negro, como un murciélago, y que en las pocas ocasiones en que salía de los interiores de sus lúgubres y múltiples sedes clandestinas repartidas por todo Moscú, ocultara sus acuosos ojos azules con unas oscuras gafas de sol. ¿Le molestaría la luz como a los vampiros?, estaba pensando en ese momento Nadeza Löbl con el impaciente rostro pegado a los cristales. La primera visita que aguardaban en aquella tarde trascendental para el futuro de Rusia se estaba retrasando. Así suelen ocurrir las cosas, la gloria futura de los Estados se teje en una sucia tarde amarillo azufre por unos cuantos grises funcionarios de segunda fila.
Tras el fiero aspecto de la agente operativa Löbl solo había hielo y acero. Podía matarte en segundos con un golpe certero en alguna parte vital del cuerpo, inyectándote en un rápido gesto alguna sustancia letal o simplemente pegándote dos tiros con su pistola reglamentaria siempre dispuesta a la altura de su cadera. Eso precisamente es lo que ahora estaba mirando el director operativo. La cadera, no la pistola de su subordinada. Bartok se había levantado de su sillón y tenía ahora a la agente sujeta por un brazo, mirándola con lascivia.
—Como te digo, Nadeza —siguió tuteándola en contra del reglamento—, nunca has dejado de sorprenderme… ni de gustarme.
Él le echó un reojo a los grandes pezones que se le marcaban en la blusa beige.
—Camarada director —dijo ella dirigiéndose taconeando hacia la entrada del despacho—, el presidente del Partido Socialista Soviético de Rusia acaba de llegar.
Derechev suspiró resignado, regresó al escritorio y se sentó de nuevo. Había que reconocer que la camarada Löbl tenía carácter. Justo en ese momento, el diputado comunista Yuri Rodzianko, presidente del PSSR, entró como un mercancías sin llamar ni saludar a la agente que sostenía la manilla de la puerta del despacho, y con las mismas se sentó en un sillón frente a la mesa del director.
—¡¿Qué es eso que he oído que está usted tramando hacer con la momia del abuelo Lenin?! —bramó el diputado a bocajarro sin previo saludo, mientras los belfos le temblaban y sus carnosos labios de sapo escupían motitas de saliva.
—Tranquilícese, diputado Rodzianko…
—¡Que me tranquilice! Pero si desde ese traidor de Mikhail Gorbachev todos están empeñados en quitar a Lenin de su mausoleo en el Kremlin para enterrarlo en cualquier cementerio. ¡Escúcheme —extendió el gordo brazo hacia el director—, Lenin no es un muerto cualquiera, es el padre del Partido y de la Unión Soviética! —gritó lanzando escupitajos y temblándole la gran barriga.
—La Unión Soviética ya no existe, camarada Rodzianko…
—¿Quién…? —El presidente del PSSR se giró hacia la puerta, desde donde había llegado la voz.
—… y usted debería saberlo mejor que otros, pues no en vano es diputado de un parlamento democrático; la Duma pasó a la historia.
—¡Tcherkovnij Viestnik! —chilló sorprendido el diputado comunista al ver al hombre que acababa de entrar; y luego, volviéndose de nuevo hacia el director operativo del FSB le inquirió tembloroso y excitado—. ¡Exijo saber qué está pasando aquí!, ¿qué clase de encerrona es esta?
—Por favor, camarada Rodzianko —intentó apaciguarle Bartok—, le pido de nuevo que se calme. El prelado ha venido en son de paz, ¿no es cierto, monseñor Ovitch?
El Tcherkovnij Viestnik, o Mensajero Eclesiástico de la Iglesia Patriarcal de Moscú, acababa de llegar a la altura del escritorio del director. Iba vestido de seglar con un buen traje de corte occidental, pero del cuello le pendía una dorada cruz bizantina signo de su dignidad eclesiástica. Derechev Bartok se levantó, rodeó la gran mesa de pino, e inclinándose le besó el anillo al recién llegado. En cambio, el diputado comunista no solo se negó a levantarse ante la autoridad eclesiástica, sino que incluso volvió con ofendida dignidad su cabeza hacia el lado opuesto.
—Así es, camaradas —dijo con suavidad el obispo—; en los actuales tiempos, a todos nos conviene un esfuerzo solidario de reconciliación nacional en beneficio de la nueva Rusia. ¿A quién le interesa reavivar viejos odios entre la Iglesia Ortodoxa y el Partido Soviético?
—¡Precisamente! —rugió el diputado señalando acusador al prelado—. Son ustedes los que reavivan esos viejos odios y polémicas al canonizar al zar Nicolás II y a muchos de los imperialistas enemigos del pueblo que…
—Que fueron asesinados vilmente por sus antepasados bolcheviques —completó el Mensajero Eclesiástico.
—¡No estoy dispuesto a…! —El gordo diputado se levantó de golpe rojo de ira y con ademán de marcharse.
—Camaradas, por favor. Siéntese, camarada diputado —pidió el director—; cálmense ambos. Nos encontramos aquí para tratar un asunto trascendente que nos concierne a todos.
—Eso, por cierto, ¿para qué he sido citado con tanto secreto? —preguntó monseñor Ovitch paseando la vista por aquel siniestro despacho.
—Para escuchar a un prisionero político que acaba de llegar de un gulag, y para que me den luego su opinión al respecto —aclaró el director de operaciones especiales del FSB.
Los dos visitantes enmudecieron. Lo cierto es que era mejor calmarse, aquel hombre que había tras el escritorio y que ahora se fingía tan diplomático y conciliador, podía hacerte desaparecer para siempre o someterte a los más crueles vilipendios y atrocidades físicas y psíquicas que jamás haya imaginado el ser humano.
Justo en esos instantes, dos soldados Spetsnaz saludaron marcialmente.
—¡A sus órdenes camarada director!, permiso para entrar.
Tanto el diputado como el obispo sabían que las Spetsnaz o fuerzas especiales rusas, inspiradas en las SAS británicas o el Delta Forcé de los Estados Unidos, surgieron en 1974 en el seno del KGB. Aquellos dos hombres que acababan de aparecer en el umbral eran del grupo Alpha, la unidad de elite más eficaz del ejército ruso, a las órdenes directas del FSB. Ambos visitantes contuvieron la respiración.
—Adelante, teniente, adelante —concedió Bartok—, descansen.
Los dos soldados dieron dos pasos hacia el interior del despacho y adoptaron al mismo tiempo la posición militar de descanso. En medio de ambos, sujeto por sus poderosos brazos, figuraba un despojo humano.
—Camarada diputado, monseñor… Permítanme que les presente al teniente Mililukof y al sargento Chuglin, del grupo Alpha.
Luego, dirigiéndose a los soldados, ordenó:
—Acomoden al prisionero en una silla y permanezcan fuera a la espera de mis órdenes.
Sentaron al despojo humano, que apenas se movió, y salieron de la habitación. La agente Löbl cerró la puerta.
—Camaradas —dijo Bartok dirigiéndose a los atónitos visitantes—, les presento al profesor Alexander Iziaslaff, que acaba de hacer un largo viaje desde Siberia para estar con nosotros.
El gordo diputado comunista y el obispo no podían apartar los ojos horrorizados de aquel ser, que permanecía estático sobre la silla con los ojos sin expresión, las manos recogidas en el regazo, como si estuviese esposado, y los pies, embutidos en unas viejas zapatillas, juntos, como un niño bueno. Iba vestido con tan solo dos prendas muy desgastadas de un color indefinido en tela de sarga. Sobre el lado izquierdo del pecho figuraba una inscripción como acuñada sobre el tejido en letras negras, casi borrada, pero aún causaba escalofríos: Tcheidze. Los dos visitantes sabían que aquel era el nombre del campo de concentración más remoto y desconocido de Siberia, fundado en los años 30 por Stalin.
Lucía el prisionero una barba blanca y reseca, tan carcomida como si padeciese lepra; la cabeza sin pelo, como los enfermos que reciben tratamiento de radioterapia, la piel acartonada y fofa como una patata podrida. No parecía que respirase, ni miraba a ninguna parte.
—Camarada Löbl —el director se dirigió a la agente operativa—, ¿quiere leernos el expediente del profesor Iziaslaff?