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Rumanía,
5.25 P.M. hora local
Vicenzo Furno ordenó a Gastón que se colocase debajo del péndulo, y a sus guardaespaldas que le atasen las manos a la espalda y lo vigilasen para que no se moviese de allí.
—Es mejor que colabore —amenazó el cavaliere con su cazallosa voz de canceroso—; si se resiste nos veremos obligados a administrarle otra droga o a matarle antes de lo previsto. Y ya conoce usted el dicho español: «mientras hay vida hay esperanza…».
Gastón se prestó resignado a aquella nueva locura que le deparaba el destino.
—La sociedad a la que pertenezco… —comenzó Furno.
—¿Qué sociedad? —interrumpió Gastón.
—Sigue usted tan curioso como siempre, ¿eh? Está bien, por qué no. Después de todo… —el tono suspensivo sonaba a amenaza—. Digamos que represento a una sociedad no manifiesta públicamente radicada en el Vaticano pero extendida por todo el mundo que quiere trasladar su epicentro de poder y su influencia hacia Rusia, y para ello es necesario eliminar toda posibilidad de reinstauración del antiguo régimen imperial que apoye a nuestra enemiga la Iglesia Ortodoxa. Y eso precisamente —añadió— es lo que pretenden algunos tratando de recuperar la figura del zar a través de los herederos de los Romanov.
Gastón entendió que su raptor se estaba refiriendo a Pierre Rakosky, por lo que dedujo que ahora debían estar enterados:
—¿Ah, sí? ¿Y usted qué es lo que pretende?
—La sociedad a la que pertenezco necesita una cabeza visible, un gobernante adecuado…, un nuevo pontifex maximus para cuando conquiste Rusia y expulse a los herejes de la Iglesia Ortodoxa. El Papa de Roma está viejo y cansado, entregado a las sectas conservadoras de la Iglesia Católica. Es una rémora y esperemos que muera pronto y se acabe con esta patética situación. Entonces…
—No me diga que usted… —Gastón estaba comenzando a comprender.
—¿Por qué no? En esta vida hay que elegir a los más fuertes. Es la ley del Universo. Además, sobre alguien ha de recaer la responsabilidad de encabezar la nueva Roma renovada justo a los dos mil años de la creación de la primera; me refiero desde luego al nuevo Vaticano que fundaremos pronto en Rusia. ¡Y yo soy el elegido para ese nuevo solio pontificio! —exclamó opado Vicenzo Furno.
—No me diga, ¿y quién le ha elegido? —replicó irónico Gastón—. Yo no veo la fumata blanca por ningún sitio.
Furno le miró a través del cristal oscuro de sus gafas doradas como si lo fulminase. Dejó pasar unos segundos:
—Nadie. Soy el elegido del destino. Gracias a la poderosa influencia cósmica que dimana del eclipse de sol de hoy seré bendecido con el poder sobrenatural de un dios inmortal. El Apparatus que usted halló en el templo de París, aún no sé cómo, está siendo instalado ahora mismo en el lugar donde se producirá mi muerte y mi resurrección a la nueva vida eterna, como indican los más ancestrales rituales de la iniciación. Y ese mismo Apparatus recibirá desde aquí los impulsos electromagnéticos que provoca la sombra del eclipse, y que van a ser transmitidos por el péndulo que tiene usted sobre su cabeza. Luego —agregó—, yo recibiré dichos efectos en mi carne mortal, y el colapso cuántico que causará sobre mis células me transformará en un ser inmortal y omnisciente.
—Está usted más loco de lo que suponía —espetó Gastón con repugnancia.
—No, señor Garcelán, ahora sabemos que los viejos códices de una ancestral sabiduría perdida en la noche de los tiempos, como el Nuctemeron de Apolonio de Tiana, coinciden con las modernas teorías de la física cuántica. ¿Todavía no lo comprende?
—¿El qué? —repuso Gastón desafiante.
—Así es como resucitó también el propio Jesucristo; la Iglesia viene estudiando ese milagro desde hace siglos, y ha descubierto que todo estaba programado de antemano para convertir a Jesús en un ser sobrenatural, en el Mesías que anunciaban las Sagradas Escrituras. Todo fue un montaje. Lo indica la Biblia de forma bien clara: el día de la crucifixión el cielo se oscureció… ¿Entiende?, ocurrió un eclipse, tal como han confirmado los astrónomos. Un eclipse sobrenatural, similar a este de hoy. Y la Iglesia sabía la fecha desde hacía siglos, por eso los jesuitas cambiaron el calendario juliano por el gregoriano, para despistar a los que intentaban averiguar la fecha y el lugar propicio para aprovecharse de esta conjunción planetaria y sus anomalías cuánticas.
—Así que según usted, Jesucristo no era el Hijo de Dios, sino alguien resucitado gracias a un eclipse —sonrió Gastón.
Vicenzo Furno asintió en silencio captando la incredulidad.
—Entonces, ¿dónde está ahora? —preguntó Gastón a continuación.
—¿Jesucristo? Hace casi dos mil años que se marchó de esta tierra de perdición. Dimitió de su cometido de gobernar el planeta. Pero está bien, no importa. ¡Ahora yo ocuparé su lugar y su trono vacante; seré el nuevo Cristo, el príncipe de este mundo! ¡El Anticristo!
—El Anticristo… —Gastón comenzaba a dudar. Lo cierto es que, aunque todo aquello sonase a locura, encajaba, tenía sentido con todo lo que le habían explicado hasta entonces la vieja María Salón, Jules Never y el Doktor Wagner.
—Todo esto parece magia, pero tiene una explicación científica: la mente es un polarizador de la realidad —explicaba Furno—. Y usted, señor Garcelán, tiene una mente privilegiada. Oh, no, no; no infle demasiado su vanidad intelectual, me refiero tan solo al estado cuántico de su mente, no a su inteligencia. De hecho, al principio pensábamos que el polarizador era su amigo Pascual Alcover, que es el más inteligente de ambos. Pero luego descubrimos que el efecto cuántico no es cuestión de inteligencia o de conocimientos, sino de imaginación.
—Muchas gracias por el cumplido.
—Es su forma de pensar lo que me interesó cuando le conocí bien en Toledo a través de mi ayudante Balduino Letto y de esa chica, Blanca.
—¡¿Me ha estado espiando a través de…?! —Gastón explotó de ira por la revelación. Aquello era la maniobra canalla de un espía sin principios.
—Sí —admitió Furno con satisfacción—, usé a ese seminarista del templo de San Andrés y a su corista para acceder a usted. En mi sociedad decimos que el fin justifica los medios.
Gastón estaba indignado. Crispó los puños atados a la espalda lleno de ira.
—¡Blanca! —Escupió con odio.
—Por favor, no sea pueril —amonestó Vicenzo Furno—, una persona tan inteligente como usted puede aspirar a empresas mucho más grandes y a mujeres mucho mejores. ¿No me diga que a usted también le gustaba esa muchacha pueblerina sin más encantos que su voluptuoso cuerpo…?
Gastón palideció de odio.
—Vamos, mírese —añadió el cavaliere—, jadeando enamorado por un chochito caliente. Usted no es de esa clase de persona. Ande, déjeme que continúe, quizá al final de mis explicaciones técnicas lo entienda mejor, aunque ya sea demasiado tarde; mucho me temo que es usted una de esas personas que siempre eligen el bando perdedor.
Gastón quería matar a alguien, pero no se decidía a quién. Le habían estado espiando, tomando el pelo como a un chiquillo.
—Como le estaba diciendo —continuó Furno—, es su manera de observar y modificar con su imaginación desbordante y desbocada la realidad que le rodea lo que me interesa de usted; la manía suya de ensoñar y enlazar conceptos de todo tipo de forma aleatoria. Porque esa en sí es la esencia del quantum, la aleatoriedad, la probabilidad, por decirlo de forma más científica. Hay muy pocos en el mundo con sus condiciones naturales, señor Garcelán. Usted es un polarizador, lo ha demostrado con ese juego de coincidencias que alguien le incitó a poner en marcha en su infancia, porque en realidad, no son coincidencias, sino que es usted mismo, sin darse cuenta, quien ha estado modificando la realidad que le circunda a cada momento con sus pensamientos.
Gastón, prisionero y clavado debajo de la esfera del péndulo, abrió los ojos asombrados, impresionado por aquel último argumento. La ira se disolvía, y en su lugar, la soberbia ocupaba de nuevo su cabeza.
—Sí, señor Garcelán —prosiguió Furno—, todo esto es real y absolutamente científico. Permítame darle una sencilla explicación y verá cómo lo entiende: la palabra quantum proviene de Max Plank, que fue un físico que estudió cosmología y biología, y descubrió que la energía, en forma de luz, en realidad son paquetes de energía denominados quantums. Existen unidades mínimas para todas las energías. La luz llega en quantums, en ondas completas; a comienzos del siglo XX, los científicos se preguntaban si la luz era una onda o una partícula. En realidad, tiene una naturaleza dual, onda y partícula. El componente de la partícula es lo que se denomina quantum. El ser humano absorbe y emite vida y energía en quantums y la consciencia humana se compone de quantums que pueden ser divididos en semiquantums; estos semiquantums equivaldrían a las emociones humanas según cada estado del pensamiento.
Ahora, Gastón escuchaba realmente interesado.
—De acuerdo con el concepto del proceso de colapso cuántico, los quantums existen aunque solamente veamos los estados parciales del quantum, que son el positivo y el negativo, y siempre funcionan como una sola unidad, un quantum, que es la estructura mínima del universo. Si le digo que usted es un polarizador, es porque su mente crea la realidad conforme la imagina. La consciencia del quantum se considera transformación, la realidad es la parte donde se detiene la consciencia. Uno ve un polo de la realidad, y para él, eso es lo real. Pero el otro polo también existe.
Gastón se estremecía sin darse cuenta de que se estaba quedando helado allí de pie.
—Colapso cuántico es cuando se observan los dos polos a la vez. Está demostrado científicamente, que el acto de observación, o sea, de toma de consciencia, modifica el momento angular de la partícula. El salto cuántico de consciencia al cambio que se produce en la consciencia de la persona como resultado de haber completado el proceso de colapso cuántico. El proceso de colapso cuántico cambia el entorno, porque cuando se cambian las percepciones internas, el ambiente que nos rodea también lo hace. Lo que percibimos de nuestro mundo se refleja en lo que atraemos. Usted es capaz de hacer y controlar todo ese proceso de forma voluntaria, de manera que puede, con la ayuda adicional de las alteraciones cuánticas que provoca el eclipse, modificar a voluntad aspectos de la realidad tan aparentemente inamovibles como la vida y la muerte. ¿Lo ha entendido?
Gastón no respondió. Se sentía asustado, superado, incluso culpable por todo lo que había desatado su mente desde hacía años, como si hubiese creado y luego liberado a un poderoso Golem, un Leviatán que ahora amenazara con destrozarle la vida y cobrar una libertad devastadora.
—Está usted mal de la cabeza —amonestó Gastón asustado. Puede que fuese verdad que él siempre elegía el bando perdedor, porque ahora lamentaba haberse dejado arrastrar por la ilusión de que todas aquellas explicaciones pseudocientíficas pudiesen ser ciertas. Basculaba de un lado a otro. Era el pecado de su vanidad lo que provocaba tal caos. No existen los poderes mágicos, se decía ya cansado de todo aquello. Quizá era mejor dejarlo a tiempo, como había hecho Pascual, o de lo contrario terminaría un día sin juicio como aquel tipo.
—¡Suélteme, deje que me vaya de aquí! —gritó Gastón haciendo ademán de marcharse. Pero las ataduras y los guardaespaldas de Furno le obligaron a quedarse en el lugar amenazándole con sus armas.
—Cálmese, señor Garcelán —intervino el cavaliere—. Un poco de paciencia. El gran momento ha llegado, ahora verá hasta dónde es capaz de llegar su juego de coincidencias y casualidades.
Vicenzo Furno consultó de nuevo su reloj:
—Es la hora en punto. La máxima influencia del eclipse se cierne ahora sobre nuestras cabezas. ¡Poned el péndulo en movimiento! —gritó ronco alzando los brazos como un sumo sacerdote.
Justo en ese momento, Gastón alzó la vista hacia arriba, mirando con su rostro sorprendido la esfera sobre su cabeza, y más allá la luz que se filtraba por la cúpula. El abad se disponía a empujar la pesada esfera pendular, cuando de repente sonó un estruendoso ruido y una lluvia de cristales de colores, como serpentinas lenticulares, comenzó a caer con estrépito.
¿Dios había oído las súplicas de Gastón Garcelán?
No. Dios no. Como una exhalación, dos hombres vestidos de negro se descolgaron veloces desde arriba por sendos cables a ambos lados del péndulo. Al mismo tiempo que los recién llegados de las alturas ponían pie en el suelo de la estancia, tres hombres similares irrumpían raudos portando armas automáticas, apuntando con ellas a Vicenzo Furno y sus esbirros. Los cinco hombres de negro se repartieron con calculada precisión alrededor de la estancia circular, desarmando y amordazando con endiablada precisión a los dos guardaespaldas del cavaliere. Iban enmascarados con pasamontañas y equipados con una sofisticada indumentaria de comando: micrófono y auricular de intercomunicación, chalecos antibala, gafas de metacrilato, casco de kevlar, armas de gran cadencia de tiro… No distinguió ningún tipo de insignia que delatara su procedencia, parecía una unidad de fuerzas especiales. ¿Quiénes eran esos cinco hombres?
—¡Que nadie se mueva, todos quietos! —ordenó en comprensible pero imperfecto inglés el que parecía mandar la operación. Luego se ajustó el micrófono a la boca—. Delta-Líder a Delta-4, informe.
—Delta-4 despejado —se escuchó por el intercomunicador del comando principal.
—Delta-Líder a Delta-6, informe de situación.
—Aquí Delta-6, todo despejado y listos para evacuación —dijo la nueva voz por el interfono del jefe.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó airado Vicenzo Furno dando un paso adelante.
—¡Quieto, no se mueva! —ordenó el jefe apuntando su arma, y enfocando con la linterna adosada al subfusil de asalto la cara pálida y siniestra del enojado cavaliere.
El jefe de los comandos habló de nuevo:
—Usted —dijo dirigiéndose al abad—, desate a ese hombre.
—¡Vamos, deprisa, deprisa!
Furno miraba hacia la cúpula de vidriera destrozada. Parecía no entender, estaba como petrificado en el sitio. Mientras tanto, la sombra de la Luna seguía barriendo la faz de la Tierra a gran velocidad.
—Iodo está perdido —murmuró el cavaliere.
—¡Venga, abajo, nos vamos! —urgió el jefe del comando.
Gastón, flanqueado por los cinco hombres de negro, corrió veloz escaleras abajo. Al salir al exterior vio a otros dos más que aguardaban con sendos fusiles de asalto AK-47 de fabricación rusa custodiando un enorme vehículo todoterreno de apariencia militar verde oscuro, también carente de identificaciones. Le empujaron dentro del vehículo y todos entraron tras él con milimétrica precisión.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Adónde me llevan?
—No estoy autorizado a dar esa información —respondió escueto el que hacía las veces de jefe.
Todos permanecían con las armas prestas y los pasamontañas calados, pero se habían quitado los intercomunicadores, los cascos y las gafas de protección. El enorme automóvil militar partió bramando a toda potencia.
Arriba, en lo alto de la torre, aún reinaba el silencio y la quietud. La decepción y el odio se mezclaban en el rostro de Vicenzo Furno, que seguía mirando hacia arriba tratando aún de comprender lo que había pasado. Mientras, una tenue claridad comenzaba a despuntar en lo alto de la cúpula de hierro forjado y cristales policromos que remataba la torre del péndulo.