7
París,
1993
La primera vez que Gastón Garcelán vio aquel reloj en la torre del viejo templo gótico, con su sucia esfera de zinc, eran las seis de una tarde de primavera. París hervía con aquella claridad que cautivó a los impresionistas y fauvistas: los ígneos amarillos de las hojas y los aceitosos verdes o los claroscuros del Bois; las filas de árboles de Saint-Germain, tornasolados por un cálido color violeta diluido hacia el atardecer, que hacía resbalar brillos negros en la pizarra de las mansiones de los bulevares orientados al céfiro.
Gastón levantó por casualidad la cabeza y vio el reloj de la torre, luego la bajó y miró instintivamente el suyo. El de la vieja iglesia marcaba las doce y media. Una hora vertical, equidistante, que separaba en dos la circunferencia como una tangente diametral. Solo una semana después, al pasar por el mismo lugar, alzar de nuevo la vista y ver que el reloj de zinc seguía en su fijo verticalismo horario, creyó Gastón comprender lo que estaba queriendo decirle esa señal: que hacía ya seis años que a él se le había parado su reloj interior en París, desde que dejara su cómoda ciudad de provincias, su familia, sus amigos y su novia. Un día (o una noche) aquel reloj de torre había decidido dejar de funcionar precisamente en esa hora en que las manecillas se convierten en una sola, larga y erecta, como una lanza. La Lanza de Longinos.
Había llegado a la ciudad del Sena con un contrato en prácticas como ayudante de una gran biblioteca estatal, aprovechando una beca para mejorar el idioma. Luego, al acabársele la beca, había aceptado una ampliación de contrato, y luego otra, y así, sin darse apenas cuenta, habían pasado seis años. Se le había parado el reloj, ahora lo entendía. Aun así, podía hacer un buen balance de todo ese lapso. Recordaba especialmente el intenso y apasionado año vivido con aquella chica que había tomado al principio por pintora bohemia, aunque luego resultó ser una especialista en literatura francesa de exquisita educación y gran cultura. La había conocido una tarde en el Barrio Latino, pintando aterida por el frío del otoño los ocres árboles y las húmedas estatuas de bronce cubiertas de verdín y mierda seca de paloma. Mierda de paloma… ¿Qué habría sido de Rebeca Boronad? ¿Dónde estaría ahora? Recordaba que tuvo que dejarla, bueno, en realidad fue ella quien lo dejó a él. La relación había ido deteriorándose desde que Rebeca decidió pasar de la enfermería a estudiar psicología; y sobre todo desde que había comenzado a adelgazar y a ponerse atlética en un gimnasio, exigiéndole que él hiciera otro tanto para rebajar «esa barriga», así se lo dijo. De modo que ambos lo dejaron, se dejaron el uno al otro y decidieron «quedar como amigos», que es como menos se queda, ni amigo ni nada.
Pero Gastón había descubierto a aquella preciosa francesita y se había quedado de golpe prendado de ella. Se había sentado a mirarla, muerto de frío, en un pretil. Luego, cuando ya oscurecía y no quedaba luz para seguir pintando, la chica había recogido los bártulos y él se había decidido a seguirla. Era la cosa más hermosa que había visto nunca. Pero pocas calles más allá, ella entró en un imponente inmueble de fachada sucia y de triste estilo neoclásico que le daba al edificio el siniestro aspecto de un panteón abandonado. Ateneo artístico y literario, leyó Gastón grabado en una placa de mármol con letras de latón infectadas por el cardenillo. Dudó. Se había quedado helado mirando a su preciosa pintora, y ahora que la tenía acotada en lugar seguro, ¿iba a desistir? Tres minutos después estaba acodado en un desgastado mostrador de madera rellenando una ficha de matrícula para las «clases magistrales de iniciación a la pintura del conocido artista internacional (aunque a Gastón le resultaba totalmente desconocido), el pintor Emile Duc».
El salón con suelo de madera donde unas diez o doce personas de diversa edad practicaban sobre caballetes y mesas con nefastos resultados y escasa esperanza de futuro, era un espacio de paredes amarillentas debido al humo del tabaco y de las estufas de leña que antaño calentaban el lugar, ahora cambiadas por funcionales radiadores de aceite. El aula era de un marrón feo y triste, pero se estaba caliente y bullía un reconfortante ambiente de concordia estudiantil. En los descansos, en la pequeña cafetería del ateneo, flotaba esa camaradería que surge cuando varias personas comparten el miedo, el nerviosismo o la ignorancia común.
Entre los alumnos había de todo, desde un banquero hasta un gendarme, desde una señora mayor que acudía con un repelente perrito pequinés, hasta un jubilado de la Legión Extranjera; todos embutidos en el cuchitril que era la cafetería, robada a un rincón entre la sala de lectura, siempre vacía, y el aula magna donde recibían las clases. Allí fue donde Gastón intentó entrar en relación con Colette, que así se llamaba su bella pintora. Pero ella parecía esquivarle, y al final él siempre volvía al aula de pintura con el exlegionario agarrado a un brazo contándole reiterativas aventuras coloniales en Argelia.
—Créame, joven, aquello sí fue una carnicería… ¡Ah, eran otros tiempos, cuando Francia aún tenía un ejército!
Una tarde lluviosa, más o menos a los quince días después de matricularse, Gastón estaba en su mesa de trabajo pegada a una puertaventana que daba a la calle, viendo con parsimonia en el cuadrado del cristal caer la lluvia detrás del ambiente negro del exterior, salpicado de cuando en cuando por húmedas y fugaces luces de automóviles, amarillas y resbaladizas, mientras rotulaba indolente el nombre de Colette rebordeando los contornos de las letras de tan sagrado nombre con distintas barritas de cera de colores. ¿Qué estaba haciendo allí? A él nunca le había interesado la pintura. Él, que cambiaba de novia con más rapidez que algunos cambian de camisa. ¿Valía la pena aquella espera, más aún, aquel ridículo, las soporíferas clases del pedante Emile Duc, por seducir a una mujer, por muy bella que fuese? Pero es que Colette rayaba la perfección.
De improviso, sin pensar muy bien su acción, Gastón tomó el color negro a la cera y junto al colorista nombre de Colette, pintado como el rótulo de un circo debajo de los bosquejos abstractos que estaba tratando de realizar en su lámina, escribió: «Je meurs par manger ton vagin». Luego, sintió la necesidad de ir al lavabo, que estaba fuera de la sala. Para cuando regresó, Gastón ya iba pensando en cualquier otra cosa, dándose ánimos para acabar aquella lámina abstracta sin sentido, impuesta como ejercicio por el fatuo profesor. Cuando llegó frente a su mesa de trabajo se quedó petrificado. Debajo de su obscena frase «me muero por comerte el coño», había un texto escrito a bolígrafo con la letra redondeada, casi infantil y tierna, que decía: «Bien, dans la salle de lecture». Volvió la cabeza hasta la mesa que ocupaba Colette. Ella estaba allí, aplicada sobre su lámina, manchándola de colores al pastel, ajena a todo.
Emile Duc estaba diciendo:
—Vamos, señores, esa lámina abstracta es para hoy. No pensarán ustedes que están pintando la Gioconda.
Gastón miró de nuevo aquel texto escrito en su ausencia. Afuera seguía lloviendo como si nada. Se giró de nuevo pensando que quizá alguno de sus compañeros de clase había visto su atrevida frase y le había gastado una broma. Miró cauto alrededor. La señora del perrito estaba en su sitio regañando al animal por haberse intentado comer un lápiz de color.
—¿Y ahora qué hago yo sin el verde? ¿Me lo quieres explicar, Chippi, eh? El verde es… Oh, el verde es im-pres-cin-di-ble.
El exlegionario disimulaba con una actitud reflexiva el sueñecito que estaba descabezando sobre su lámina; incluso se había desconectado el audífono para mayor comodidad y silencio. Y en cuanto a Colette… ¡Un momento! Ahora Colette no estaba en su sitio. El corazón de Gastón comenzó a retumbar ante la visión de la mesa de la chica vacía. ¿Sería posible que…?
—Vamos, señores, desarrollen su instinto, actúen sin pensar. El arte abstracto es improvisación. Eso es, ¡improvisen! No se demoren demasiado, la siguiente lección de esta tarde va a tratar ya sobre el arte figurativo. ¡Ah, el arte figurativo! Ahí les quiero ver.
Gastón salió de incógnito al recibidor donde se abría el resto de las estancias. Era tarde y el pequeño bar había cerrado. Todos los parroquianos del ateneo, menos los alumnos de pintura, parecían haberse marchado ya. Estaba oscuro debido a los barnizados paneles del zócalo, los artesonados y los ennegrecidos óleos de los muros, que mostraban retratos casi invisibles de afectados y anónimos señores en pose trascendental. A su derecha, la puerta de la sala de lectura estaba entornada. Por entre el marco y la hoja de madera panelada en forma de cruz por listones en inglete surgía delatora una línea de luz que se proyectaba en forma de paralelogramo fosforescente por el piso ajedrezado en blanco y negro.
Gastón empujó la puerta con suavidad. Enseguida vio a Colette. Estaba de pie al lado de una de las mesas de lectura. Solo había una lámpara encendida, la que estaba a la derecha, a la altura de su cadera. Llevaba puesto un jersey de punto de cuello vuelto en color hueso. Su expresión era neutra y serena, pero en sus ojos increíbles y bellos como piedras preciosas refulgía una chispa de sonrisa picara y predispuesta. Le caían unas hebras claras y rebeldes por encima de su frente. Con el jersey vestía una falda de color azul oscuro que le llegaba por encima de las rodillas, y calzaba unos zapatos planos de color negro brillante con calcetines jacquard en tonos a juego. Era la típica indumentaria de estudiante.
—Ya era hora —dijo ella, aumentando la intensidad de su mirada picara hasta resultarle dolorosa a Gastón. Y en el acto, ella alargó la mano hacia el interruptor de la lámpara y la apagó. Gastón, palpitante y sin aliento, bloqueado por tan buena acogida, cuando esperaba si acaso una severa petición de explicaciones, ruborizado ahora que recordaba lo explícito de su frase escrita en la lámina, se quedó a oscuras en el umbral. Pero no tardó en reaccionar. Cerró la puerta sin hacer ruido y avanzó cauteloso pero decidido hacia la silueta de Colette que se recortaba del fondo gracias a la líquida claridad que penetraba por una de las ventanas.
Ninguno de los dos dijo nada para romper la quieta tensión que invadía el ambiente, pero la respiración de ella había comenzado a agitarse en su pecho, oprimido por la lana del jersey. Él se le acercó a cuarenta centímetros tratando de verle el rostro. Ella bajó un poco más los brazos que tenía pendientes al costado, tomó dos pliegues de tela de la falda a ambos lados de los muslos y tiró de la prenda hacia arriba, incitante. La falda subió dos palmos. El brillo de la piel de sus piernas parecía relucir en la oscuridad de la estancia. Gastón se arrodilló frente a Colette. Le cogió las dos manos, aún aferradas a los pliegues de la falda, y las acompañó treinta centímetros más arriba, justo por encima de la cintura. Apareció entonces el blanco nacarado y virginal de las braguitas de encaje. Ahora Gastón ya no estaba en el presente, perdía por momentos el control de su conciencia. Obedecía impulsos ancestrales, atavismos pautados por la especie humana desde el principio de los tiempos.
Notó el tibio olor salado del sudor entre los muslos de Colette. Cogió la suave tela nacarada y tiró de ella hacia abajo. Arriba se dejó oír una leve queja de placer, como un dolor reprimido por el pudor. Las braguitas se deslizaron por la suavidad de los muslos hasta el suelo como un pajarillo muerto. Ella alzó alterno un pie y luego el otro, liberando la prenda íntima de entre sus piernas. Luego Gastón se acercó allí donde el fulgor de los muslos se apagaba en una sombra difuminada. Sus movimientos eran precisos aunque casi involuntarios. Su boca sentía palpitar el universo entero. Pasaban los minutos… Una dulce eternidad en el paraíso hallado por Gastón.
De pronto, la luz del techo de la sala de lectura, una sucia araña de prismas de cristal, emitió sus habituales destellos irisados por todo el perímetro de cortinajes, librerías, anaqueles, divanes, mesas de lectura, bustos de mármol, apliques dorados, cuadros, tapices, zócalos, molduras… La realidad regresaba a la conciencia como el despertar nos arrebata de un sueño deseable. Gastón volvió en sí de aquel lúbrico coma, de aquella anulación como una muerte densa, todavía de bruces entre la carne jugosa y salobre y los muslos blanquecinos y untuosos como de santa cera litúrgica.
—Señorita Colette —era el profesor, el «gran artista internacional», Emile Duc quien acababa de irrumpir en el umbral—, la estamos esperando para la siguiente clase.
Colette abrió las manos y la falda rodó hasta abajo como la vela de un barco, cayéndole por encima a Gastón, que seguía aún recuperando su aliento entre las piernas. Emile Duc vio desde el umbral la escena. Aparentó que no se percataba de la presencia de aquella persona de rodillas junto a la mesa. Carraspeó, se dio media vuelta cogiendo la manilla dorada de la puerta, pero antes de salir del todo al recibidor oscuro, se detuvo, y sin volver la cabeza hacia la escena interior, añadió:
—Por cierto, si se encuentra por casualidad con el señor Gastón Garcelán, ¿sería tan amable de indicarle que acuda también a la sala de trabajo? Vamos a empezar la lección de pintura figurativa.
Ella salió primero, y él esperó aún un rato más en la sala de lectura, mirando la lluvia que seguía cayendo en el exterior, todavía atónito ante lo que acababa de ocurrir. Cuando regresó al aula, Emile Duc ya había empezado.
Gastón entró atravesando la sala, sin darse cuenta de que todavía llevaba las bragas de Colette apretadas en la mano izquierda.
Colette, incluso vestida de manera informal, tenía estilo; unos preciosos pies pequeños y perfectos como de estatua griega, que a Gastón le enloquecían, y un hermoso trasero tan firme y terso que causaba dolor acariciarlo. Independiente, encantadora y culta, por lo demás, él apenas sabía nada de su vida. Tras el incidente de la sala de lectura, el sexo floreció entre ellos como los ababoles en primavera, con una irrefrenable explosión de vida y color. Gastón jamás había sentido nada igual, era una energía dolorosa que le traspasaba el cuerpo y le cauterizaba la mente. Se había quedado por completo bloqueado por la belleza perfecta de aquella chica casi inhumana.
Gastón hacía esfuerzos por no recordar aquella palabra…, por no dejar escapar sus sentimientos en las pasionales noches de amor. Evitaba que toda aquella relación recalara en el puerto de un compromiso. Quizá por eso, Colette, que había notado el desapego emocional de Gastón, solo hacía el amor cuando ella lo determinaba y lo decidía, y aun así, Gastón notaba que ella no se entregaba del todo; le daba únicamente hasta cierto límite; le abría el sexo, pero no el espíritu. Luego, saciada, Colette se marchaba a su apartamento. A veces era ella quien parecía querer un amante en lugar de un novio. No hacían vida de pareja, no vivían juntos, ni iban al cine, pocas veces salían a comer o a cenar, ni siquiera discutían, gran placer masoquista de la mayoría de las parejas; todo en aquella chica, incluida su vasta cultura y su equilibrada educación de alta clase, eran algo como irreal. Y fue quizá eso lo que sedujo a alguien tan nihilista como Gastón, que hasta entonces, en todas sus relaciones anteriores con las mujeres no había sentido más que un mero arrebato sexual.
En aquellos días, tras un duro año de adaptación, él había perdido casi toda su barriga. Eso sí, se había negado a prescindir de sus anticuadas monturas de intelectual trasnochado, que le aportaban, según creía él, un cierto aire a lo Arthur Miller o a lo Sartre.
Gastón había llegado a París buscando la estela dejada a principios de siglo por el viejo militar Ambrosio Grimau, aunque tal contingencia era algo que no quería reconocer, pues le inquietaba el hecho de seguir prendido de aquella historia contenida en las cartas del coronel, que por cierto, sin contar con la aprobación de Rebeca, se había quedado, y conservaba metidas en una caja de zapatos.
Antes de instalarse en París, Gastón había estado trabajando un año contratado en prácticas en la biblioteca pública Arús, en Barcelona, llena de textos y documentos anarquistas y masónicos, y estando allí se había tropezado con una reproducción, a escala de la Estatua de la Libertad. Alguien le había explicado la presencia de aquella talla en tal institución.
—Es una réplica de la que hay en Manhattan, pero también es una reproducción de la original, que está en París, en uno de los puentes del Sena, escala 1/5. Simboliza aparentemente la transmisión del fuego prometeico y libertario de Francia a los Estados Unidos, como la antorcha olímpica, con motivo de la independencia de las colonias americanas. Pero —le había revelado su confidente cogiéndole del brazo y bajando la voz—, hay algo más que pocos conocen. El armazón y la base metálica donde se asienta la enorme estatua hueca por dentro fue diseñado por el ingeniero Gustave-Alexandre Eiffel, el mismo que diseñó la Torre Eiffel de París. Y este ingeniero pertenecía a un misterioso grupo que se apodaba a sí mismo los Compagnons, los Compañeros.
—¿Qué son?
—Como una especie de gremio secreto de modernos profesionales, arquitectos, escritores, ingenieros, físicos… Afirman haber heredado un sincretismo oculto, nada menos que de los antiguos constructores de las catedrales.
—¿Y si es secreto, cómo sabes tú todo eso?
—¡Chsssst!, en esta biblioteca se sabe todo —había respondido misterioso el funcionario.
—Venga ya, hombre —descartó Gastón quitándole importancia al asunto—, esos Compañeros no serán más que masones; nada sorprendente en Barcelona. Ya me he enterado de que aquí existe una gran tradición masónica y libertaria de izquierdas y republicana.
—¡Chssst!, no hables tan alto —recriminó el funcionario bajando la voz y mirando alrededor—. Mira, aquí uno entiende algo de masones, por algo trabajo en esta biblioteca especializada en la masonería desde hace años; y créeme, esos Compañeros que te digo son otra cosa, no simples albañiles o esnobs revestidos con mandil bordado de escuadras y malletes.
—Bueno, ¿y desde cuándo existen esos Compagnons tuyos?
—No lo sé, pero sí que se dieron a conocer oficiosamente con el proyecto de la Torre Eiffel para la Exposición Universal de París de 1887. Y por cierto, ¿tú no te has preguntado nunca para qué sirve ese engendro metálico, ese mamotreto de hierro de 7000 toneladas de peso, 125 metros de lado y 300 metros de altura?
El compañero bibliotecario y extraño confidente de Gastón no tenía la contestación a su propia pregunta, y Garcelán no era alguien acostumbrado a quedarse sin respuestas, sobre todo cuando el tema, aunque lo hubiese estado disimulando, le interesaba. Porque eso de los Compañeros le recordaba las relaciones filomasónicas que al parecer había mantenido el coronel Ambrosio Grimau durante su exilio en Francia. Así que un buen día, Gastón, quizá por escapar también de una nueva novia que ya le cansaba en Barcelona, presentó su solicitud para una beca de perfeccionamiento del francés que consistía en unas prácticas en la biblioteca estatal de París. Sin saberlo, o sin querer admitirlo (pues la edad nos vuelve escépticos y remisos con nosotros mismos), Gastón seguía con su juego juvenil de las verosímiles concordancias y casualidades conexas.