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Barcelona,
5 P.M. hora local
El seminarista Balduino Letto se aprestó a cumplir el nuevo encargo de su superior Vicenzo Furno. Primero le había acompañado en su veloz avión privado desde Madrid a París. Una vez allí, y tras entregarle Furno cierta vieja caja metálica oxidada de incógnito contenido, el delegado apostólico había partido en su jet hacia Rumanía, y Balduino había tomado un avión de línea regular hacia Barcelona. Tenía que cumplir el plan milimétricamente, de lo contrario la experiencia no podría llevarse a cabo, le había advertido el cavaliere.
Ahora el seminarista acababa de llegar al pie de la catedral de la Sagrada Familia de Barcelona. Según el plan expuesto durante el viaje en avión a París, Balduino debía entrar en la cripta donde está enterrado el arquitecto catalán Antonio Gaudí y colocar aquella caja metálica dentro del sepulcro. No sabía por qué, pero intuía que aquella caja que el cavaliere llamaba el Apparatus, tenía que ver con la transmisión electromagnética desde la extravagante catedral barcelonesa hasta algún lugar remoto de Rumanía, donde ya habría llegado a estas horas su superior para supervisar personalmente el experimento que se disponía llevar a cabo. Todo debía hacerse a la hora prefijada. Se trataba de aprovechar la influencia que al parecer causaba la sombra del eclipse de sol.
Acudió a la calle Provenza y miró los horarios de visita pública del templo y de la cripta de Gaudí. Observó que dependían de las misas que se celebraban en la pequeña iglesia adosada al templo. Según Vicenzo Furno, «la experiencia culminante» (así la había llamado) debía realizarse a las 21.35 horas, de modo que el seminarista urdió un plan para cumplir su orden a tiempo y sin problemas de última hora. Buen conocedor de la liturgia y las costumbres eclesiásticas, Balduino Letto se sentía seguro. Como llevaba su sotana puesta, solo tenía que sacar una estola blanca y morada del bolsillo, colocársela alrededor del cuello y sentarse dentro de uno de los confesionarios de la iglesia, a esperar que terminara la misa de las ocho de la tarde y se cerrara el templo. Luego, bajaría a la cripta del arquitecto y depositaría allí el artefacto de la pequeña caja metálica oxidada.
Alrededor de las seis de la tarde Balduino ya estaba más que aburrido de permanecer quieto sin poder hacer nada, con el cuerpo abotargado por la postura estática dentro del confesionario. Se preguntaba cómo había llegado hasta allí, traicionando y profanando todo lo que hasta entonces había considerado sagrado. No era la primera vez que incurría en el sacrilegio de fingirse sacerdote dentro de un confesionario. Recordó a Blanca, y su ardiente deseo se le reavivó entre las piernas. Pero no debía despistarse, tenía una importante misión que cumplir. Ahora trabajaba nada menos que para la mismísima Compañía de Jesús.
Cambió de postura y se concentró en lo que le había explicado Vicenzo Fumo antes de partir desde París. Se encontraba dentro del mayor símbolo arquitectónico de Barcelona, el templo inacabado de la Sagrada Familia, edificado por el arquitecto extravagante y visionario Antonio Gaudí. Justo en ese momento, alguien se acercó al confesionario. Sobresaltado, Balduino tanteó en el bolsillo de su sotana la navaja que se había comprado como recuerdo de Toledo, y que ahora llevaba consigo como arma preventiva. El que acababa de acercarse era un hombre mayor, un anciano renqueante y encorvado. Se encontraba delante de la portezuela del confesionario, haciendo costosos esfuerzos para arrodillarse. Balduino retrocedió hacia la oscuridad del cubil de madera observando atento las intenciones del recién llegado. No debía fiarse de nadie. La navaja resbalaba fría entre sus dedos. Escrutó al hombre por en medio de las rojas cortinas del confesionario, en cuanto este logró ponerse de rodillas con gran esfuerzo en la tarima del mueble expiatorio. Calvo, consumido, con el rostro enjuto y la piel sin brillo pegada a la calavera, los ojos hundidos en las cuencas, inyectados de sangre… Sin duda, pensó Balduino tranquilizándose, se trataba de algún jubilado escapado de un asilo cercano que buscaba consuelo religioso ante la cercana muerte. A todos los viejos les sucede.
—Ave María purísima —musitó quejumbroso el anciano en cuanto se hubo casi desmoronado de rodillas con doliente gesto.
Balduino Letto descorrió un poco más las cortinillas rojas para atender al anciano en confesión.
—Sin pecado concebida —contestó precavido, de nuevo obligado por las circunstancias a fingirse sacerdote.
—Padre, quiero confesar algo abominable que me atormenta.
—Te escucho, hijo mío; cuéntamelo todo, para el Señor no hay nada que no se pueda perdonar —ofreció solícito el seminarista emboscado.
—Padre, me acuso de pertenecer a una malvada agrupación.
—No será tanto… —dijo Balduino creyendo que el hombre se estaría refiriendo a algún club de mala fama.
—Una sociedad secreta inmunda, perversa… Peor que la masonería, padre —el anciano se detuvo reuniendo resuello antes de continuar.
Balduino Letto palideció. Se quedó en silencio sin saber qué decir ante esa revelación inesperada. Había oído hablar de la masonería como la más infausta de las aberraciones humanas según sus superiores en el seminario jesuita de Roma. Se dispuso a escuchar ahora con mayor interés.
—Tómate tu tiempo, hijo mío —dijo Letto.
—Padre, a través de la sociedad oculta a la que he pertenecido hasta hace poco, tuve ocasión de conocer un terrible secreto… —el anciano se interrumpió otra vez tembloroso y vacilante con el aliento del pecho acelerado; se notaba que aquella confesión le provocaba un gran sufrimiento moral.
—Adelante, hijo mío —alentó el seminarista—, el Señor te escucha y te perdonará si confiesas todo con verdadero arrepentimiento.
—Padre, en el día de hoy va a ocurrir algo terrible coincidiendo con el eclipse…, el último eclipse de sol del milenio.
Letto no podía creer lo que oía.
—Hace siglos que la traidora hermandad de la que le hablo planea junto a los judíos el nacimiento del Anticristo por medio de la influencia sobrenatural que causará este eclipse que nos amenaza desde el cielo… —el anciano sollozó—. Y eso sucederá aquí… —musitó con un resuello de gemidos y babas casi inaudible.
—¿Cómo? —De hecho, Balduino no le había escuchado bien.
—Sí, padre, el nacimiento del Anticristo que extenderá su reinado de terror desde el Oriente hasta el Occidente, ¿entiende el simbolismo, padre?, de Este a Oeste, igual que el sol en su recorrido diario… —respiró con dificultad—, …ocurrirá hoy mismo y aquí, en la catedral de la Sagrada Familia. Un nuevo simbolismo… La Hermandad Negra ama los símbolos…
—¿Aquí? —preguntó Letto.
—Sí, padre, la Sagrada Familia, María y José, cobijando el nacimiento de su hijo-Anticristo…, ¡una burla sacrílega!
Balduino Letto estaba comenzando a asustarse, al mismo tiempo que ahora recordaba lo que le había dicho Herr Richard von Wagner sobre el nacimiento de Angolmois, el Gran Rey del Terror, según las profecías de Nostradamus.
—Sigue, hijo —animó el seminarista queriendo saber más de todo aquello.
—La Hermandad Negra sabía que este es el lugar sobre la tierra elegido desde hace siglos para el nacimiento del Anticristo…
—¿Pero por qué? —Balduino estaba aún tratando de calibrar si el viejo sufría demencia senil.
—Sí, padre, hacen falta dos puntos, dos polos activos para condensar la fuerza telúrica que causa el paso de la sombra del eclipse sobre nuestro planeta. Uno de ellos es la Torre Eiffel de París, el otro es la catedral de la Sagrada Familia de Barcelona. Primero la sombra pasará sobre la Torre, activando antiguos sistemas electromagnéticos de conexión instalados allí desde su construcción. Luego, cuando el reflujo de la influencia cósmica del eclipse alcance la vertical de Barcelona, su vibración será captada por la catedral y transmitida a la cripta, donde se producirá el surgimiento de la abominable criatura: un hombre convertido en un ser satánico de naturaleza inexplicable y sobrenatural surgirá entonces de las entrañas de la tierra satanizada por antiguos rituales nigrománticos…
—¿Por qué París y Barcelona? —preguntó Balduino Letto al escuchar tales argumentos, sospechando que el cavaliere no había mencionado la Torre Eiffel en relación con aquel experimento.
—Porque París y Barcelona están en el mismo meridiano, padre, ¿entiende? Para que se dé la transmisión electromagnética son necesarias ciertas coordenadas sobre la tierra, y…
—¿Pero cómo va a nacer aquí el Anticristo, dónde? —interrumpió el seminarista, que estaba perdiendo la calma.
—Ya se lo he dicho, padre, en la tumba de Antonio Gaudí… ¡Esa es la vagina, el atanor, el crisol alquímico…! —gritó el viejo.
Balduino se estremeció. Precisamente aquel era el cometido encargado por Vicenzo Furno. Abrir la tumba del arquitecto y depositar dentro la vieja caja metálica.
—Siga —pidió ahora el seminarista al hombre del confesionario, tratando de calmarse y averiguar de qué iba todo aquello.
—Padre —el viejo había comenzado a llorar—, yo he sido depositario muchos años de este pérfido plan… He estado oculto en Toledo —¡en Toledo!, se estremeció Balduino por la coincidencia—, tratando de curarme de la horrible enfermedad que contraje por manipular los efectos de los eclipses… Pero todo ha sido en vano, padre, estoy condenado. Ahora, a punto de morir, todo lo que sé me está quemando las entrañas de remordimiento. ¡No quiero morir con este pecado en el alma, padre!
—Tranquilízate hijo, ¿qué es eso que sabes? —solicitó ansioso Balduino Letto.
—La Hermandad Negra intentó matar a Antonio Gaudí por traicionar los ideales herméticos en los que había sido iniciado desde su juventud, y por convertirse después al catolicismo precisamente al final de su carrera, cuando le fue ordenada la edificación de esta catedral —el viejo hizo una pausa para tomar aliento—. Y lo mismo quiero hacer yo ahora, padre, quiero volver al seno de la Santa y Apostólica Madre, la Iglesia de Jesucristo, el único Salvador —de nuevo el viejo había estallado en lamentos de dolor.
—¿Matar a Gaudí? —preguntó Balduino interesado en el detalle—. Pero yo tengo entendido que la muerte del arquitecto fue un accidente…
—Sí, padre —el viejo trataba de reponerse—, un accidente planeado por la Hermandad Negra para acabar con él y darle a otro hermano de logia la dirección de las obras de este importante edificio iniciático. Pero las cosas no salieron según lo planeado…
Entonces, el viejo contrito comenzó a contar aquella increíble historia: «Antonio Gaudí se encontraba cansado; faltaban dieciocho días para que cumpliese setenta y cuatro años, y su cuerpo fustigado por la ascesis, había perdido el empuje y la soberbia que ostentaba en sus comienzos como arquitecto. Fue muy fácil tenderle una trampa. Era un hombre metódico, de costumbres tan fijas que el personal de las obras de la Sagrada Familia tenía en él un reloj infalible. Aquella tarde, como cada día, a la misma hora, Antonio Gaudí dejó enrollados los planos sobre su mesa de trabajo dentro de la cripta del templo en construcción. Aunque era ya el mes de junio, todavía refrescaba por las noches una sibilina tramontana, así que se puso su abrigo de paño negro, su bufanda gris y su sombrero afelpado color humo y se despidió hasta el día siguiente.
»También como cada jornada, el trayecto a pie que seguía el afamado y controvertido arquitecto estaba premeditado de antemano. Gaudí acudía cada tarde a la tertulia vespertina con el padre Mas, párroco de San Felipe Neri, antigua iglesia enclavada en el laberinto intestinal de callejas del Barrio Gótico. A la misma hora en que Antonio Gaudí abandonaba las obras, un anciano algunos años mayor que él, de igual estatura y complexión, y vestido con similar atuendo, renqueaba hacia algún lugar en dirección a la plaza de Tetuán. El anciano andaba algo dolido y escorado por sus achaques, sumido en sus pensamientos y musitando solo Dios sabe qué razonamientos que le ofuscaban la conciencia.
»Antonio Gaudí también iba sumido en los suyos, que eran principalmente el lento avance de las complicadas obras en la catedral, aquel extraño templo que le había sido encargado por una cofradía de inversores de la ciudad, pero que sus contemporáneos no estaban viendo con buenos ojos.
»Antonio Gaudí sabía que le tachaban de masón, que se rumoreaba que tenía relaciones con una monja, pero se refugiaba en el mutismo impermeable en el que se había sumido paulatinamente desde que se le confiara la dirección de las obras de la extravagante catedral neobarroca.
»Igualmente, también hacía poco que había buscado un refugio claustral en la cripta de la catedral, una especie de panteón neogótico que se había construido como lecho de muerte, y donde había instalado provisionalmente su estudio. Muchas veces incluso regresaba allí para dormir. Algunos aseguraban que el cambio de carácter y actitud que había sufrido desde su juventud la personalidad del arquitecto se debía a alguna rara enfermedad de la sangre, y quizá de ahí sus severas dietas y su ascetismo.
»El viejo coronel Ambrosio Grimau caminaba con toda la rapidez que le permitían sus cansados y resecos huesos. Tenía prisa. La prisa de quien ve llegada su hora. Debía acudir a tiempo a una cita establecida unos días antes, una citación a ciegas, otra más, esta vez en Barcelona, similar a las del ya largo periplo que desde el final de la guerra carlista había emprendido para cumplir su juramento en la frontera de los Pirineos, camino del exilio, tras la última batalla carlista. Nunca había cejado en su empeño de regresar de nuevo, pero no como ahora, de forma semiclandestina, sino al frente de un poderoso ejército enarbolando la bandera tradicionalista como un Cid resucitado, un Carlomagno invicto o un Federico Barbarroja fantasmal.
»Su azarosa vida en pos de los depositarios del secreto de la eterna juventud, la inmortalidad y la bilocación, los misteriosos caballeros iniciados de los que le habían hablado en aquella librería esotérica de París, había comenzado cuando el físico del Hospital de la Santa Cruz de Barcelona, Salvá i Campillo, le había curado de la extraña enfermedad durante la última batalla carlista que él encabezó.
»—No se preocupe, mi coronel. Pertenezco a una sociedad mundial que se mueve en la clandestinidad llamada La Niebla —le había confesado a solas el médico catalán dentro de la tienda de campaña alumbrada por la luz anaranjada del candil, entre la pestilencia a sudor y miasmas del militar a punto de morir.
»”Conocemos los secretos de la vida y la muerte; la inmortalidad del alma es reflejo de la inmortalidad del cuerpo. La vida es una imagen en el espejo. No hay nada predeterminado. Usted, si lo desea, también puede ser inmortal, uno de nosotros, los Compañeros —le ofreció misterioso Salva i Campillo mientras le curaba.
»Ambrosio Grimau había aceptado aquel pacto diabólico al borde de la muerte sin evaluar las consecuencias, los métodos ni comprender la envergadura de su compromiso, como el recién nacido a quien el sacerdote le pregunta durante el rito del bautismo si “renuncia a Satanás y a todas sus manifestaciones”. Salvá i Campillo había oficiado de Doctor Faustus y Grimau había recuperado la salud.
»El ovillo enrevesado, la sombra nebulosa tras la que se ocultaba siempre la sociedad de La Niebla le había conducido ahora a Barcelona. Alguien le había citado mediante una carta llegada a su mansión campestre. Era una tersa hoja de papel de gran calidad, perfumada de crisantemo y con el reborde orlado de negro como una esquela funeraria, timbrada elegantemente con un rebuscado membrete de símbolos heráldicos en los que sobresalía una flor de lis negra, debajo de los cuales figuraba el nombre del remitente: Jean-Claude, conde de Saint-Germain, de Saint-Martin, de Soltikoff, príncipe Racozky, marqués de Welldone, de Bellmar, de Monferrato, de Aymar y señor de Surmont. Tan regio personaje le había citado hoy para hablarle de la Brouillard en Els cuatre Gats, el café bohemio más de moda por entonces entre la feligresía de artistas y noctámbulos de Barcelona. Y hacia allí se dirigía ahora el anciano coronel carlista con celeridad tras haber tomado un tren desde su provincia del sureste y haberse registrado en un hotel de la ciudad.
»Antonio Gaudí caminaba abismado en sus cálculos geométricos, volumétricos, estructurales, pesos, medidas, formas… Había enfilado la calle Valencia hasta desembocar en Bailén y luego hasta la Gran Vía en dirección al Barrio Gótico. Ambrosio Grimau, totalmente absorto en sus pensamientos sobre la misteriosa logia de los Compagnons, caminaba justo en dirección opuesta al arquitecto. A Gaudí le pareció escuchar por encima de su despiste el fragor de un carruaje de caballos que se aproximaba por algún lado de la calle. Sin mirar, guiado por un inconsciente instinto parecido al de los sonámbulos, se echó a un lado bruscamente tratando de evitar el choque, justo en el momento en que Grimau llegaba a su altura. Un encontronazo entre dos desconocidos despistados.
»El tranvía de la línea 30 desembocaba en esos momentos en la plaza de Tetuán. El coronel, empujado accidentalmente por el arquitecto, trastabilló unos instantes buscando el equilibrio, saliéndose desde la acera a la calzada, al mismo tiempo que tropezaba con el hueco de los raíles y perdía el equilibrio. No le dio tiempo a caer del todo sobre el asfalto. El tranvía, como un ciego animal antediluviano, llegaba en esos momentos a la altura del anciano trabado en su camino, pifiando chispas eléctricas y rugiendo a hierro. Le embistió sin remedio. El cuerpo de Ambrosio Grimau salió empujado hacia delante, rodó unos metros a la derecha e impactó sobre Antonio Gaudí, todavía en la acera, que cayó hacia la calzada justo cuando el carruaje que trataba de esquivar llegaba a su altura por el otro lado. Fue alcanzado de refilón por el pecho de un musculoso caballo en plena calle.
»Todo esto había ocurrido en segundos. En un momento, dos hombres ancianos, con barba ambos y vestidos de forma similar, yacían inertes en la plaza de Tetuán. Alguien que había contemplado el accidente reaccionó ante la tragedia. Paró un taxi y le ordenó al conductor que transportara al más grave, el que había sido atropellado por el tranvía, a un centro sanitario. El taxista llevó a Ambrosio Grimau al Hospital de la Santa Cruz. Ni él ni el coronel, que había perdido el conocimiento tras el fuerte impacto, podían saber que aquel hospital en concreto estaba desde hacía años, en secreto, bajo los auspicios de la Brouillard.
»—Doctor Guach, acaban de traer a un hombre muy mal herido.
»El director médico del Hospital de la Santa Cruz, el doctor Jordi Guach, era un miembro oculto de la sociedad de La Niebla. Miró al enfermero que le traía el aviso a su despacho sin entender la urgencia del caso. Aquello era un centro sanitario. Ingresaban a diario muchos enfermos y heridos, ¿no? Entonces, ¿qué tenía este de particular?
»—¿Y qué tiene ese herido de particular, Pep?
»—Creemos que es Antonio Gaudí, el arquitecto.
»El doctor Guach dio un bote en su sillón y se le contrajo el rostro.
»—¿Qué le ha pasado? —le preguntó al enfermero tratando de disimular su sorpresa.
»—Parece que es muy grave, ha sido atropellado por un tranvía.
»—Que avisen al doctor Feliú; preparen todo para una intervención de urgencia.
»Cuando el enfermero hubo salido de su despacho, el director del hospital abrió con un llavín dorado uno de los cajones de su escritorio, y sacó una carpeta de cuero. Allí, en aquellos papeles, las instrucciones, llegado el caso, estaban muy claras: “Nuestro hermano en la causa Antonio Gaudí debe ser enterrado a su muerte, de forma irrevocable, en la cripta que a tal efecto él mismo ha construido en el templo de la Sagrada Familia…”. Tres días después del accidente, el 10 de junio de 1926, los periódicos de Barcelona daban cuenta de la muerte del famoso arquitecto Antonio Gaudí en el Hospital de la Santa Cruz. Los médicos no habían podido hacer nada por salvar su vida.
»Pero el verdadero arquitecto había sufrido con el golpe del caballo una leve amnesia durante unos días. Ni siquiera, al paso del funeral con las exequias en su honor, descubrió el malentendido. ¿Por quién sería aquella impresionante manifestación de duelo? —se preguntó, tratando de recordar quién era él para saber adónde ir. Vagó unos días como un mendigo. Y al cabo de ello, al pasar frente a las obras de la Sagrada Familia, le volvió a la mente su identidad. Entró en la catedral, pero no fue reconocido, en parte por el descuidado aspecto que llevaba después de su accidente y los días tirado en la calle.
»—¿Conque Gaudí, eh? Ande, váyase a dormirla, abuelo —le dijo uno de los albañiles, echándole de allí.
»Pocos días después, el cuerpo sin vida de un anciano era recogido por la policía municipal y llevado a un hospital. Los médicos diagnosticaron fallecimiento por un fuerte golpe en el pecho, eso amén del frío y el hambre que aquel pobre había sufrido en sus viejas carnes durante algunas semanas a la intemperie. Fue enterrado sin más en una fosa anónima del cementerio».