38
«Por fin he encontrado este angosto túnel por el que me estoy arrastrando casi a gatas para escapar de la cripta de las momias. ¿Pero adónde me llevará? El olor a tierra mohosa me agobia, el aire está viciado por la falta de oxígeno, estoy completamente a oscuras, huyo hacia no sé dónde en medio de las tinieblas que me rodean. Dicen que los que están a punto de morir ven en su mente toda la secuencia de su vida pasar en un instante. ¿Me estará ocurriendo eso a mí?
»Me sucede como cuando encontramos de repente la respuesta a un enigma largamente incubado, y la luz entra a raudales en nuestra mente, despejando todas las incógnitas. Después de mi última conversación con María Salón he relacionado las extrañas enfermedades porfirias, como aquella que aquejó en campaña al coronel carlista Ambrosio Grimau, con la que desangraba la salud del zarevich Alexei; y con los extraños síntomas y la muerte de tantos investigadores de lo oculto que han indagado a lo largo de los siglos en las vísceras ponzoñosas del secreto del año cero de la humanidad. Quién podía curar a Grimau de su porfiria sino Francisco Salvá i Campillo, aquel médico de Barcelona, experto en enfermedades lunares, otro investigador de lo oculto. Pero, un momento, ¿qué relación hay entre todo esto que estoy viviendo y el coronel Ambrosio Grimau, cuyas cartas encendieron la chispa de este incendio que amenaza con abrasarme? ¿Por qué había escrito el viejo militar aquellos folios donde daba cuenta de su extraña enfermedad? Investigar. Maldita sea, necesito un Gitanes.
»Veamos, los padres de Rebeca Boronad habían comprado la casona campestre de Ambrosio Grimau a su viuda. Pero habían descubierto que el cuerpo del coronel carlista no se encontraba en el ostentoso mausoleo de mármol del jardín. Dentro del panteón no había ningún enterramiento, estaba todo vacío y limpio. ¿Por qué no había sido enterrado Grimau en el mausoleo funerario que él mismo había edificado para tal fin?
»He de salir de aquí, he de averiguar lo que me ronda por la cabeza. Me arrastro como una salamandra en este inmundo pasadizo. El tacto fangoso de la tierra comienza a secarse conforme avanzo, incluso huele menos a cieno. Creo que el tufo y la humedad lo causaban la cercanía del río. El templo de San Andrés no está lejos de las Carreras de San Sebastián que bordean la ribera a un paso de la hoz del Tajo. Imposible orientarse en esta oscura estrechez, pero me ha parecido, aunque solo es una vaga sensación, que el túnel va girando hacia la izquierda, de manera que se aleja del cauce del río. ¿Pero cuánto trecho he recorrido? Si voy en la dirección que creo ir, quizá ya he pasado por debajo de la calle del Pozo Amargo, o estoy llegando al Alcázar, o me aproximo al Conservatorio. No, calculo por el tiempo transcurrido que debo estar en la vertical de la plaza de las Fuentes. ¿Pero en realidad cuánto tiempo ha pasado? No veo la hora. Cuando Blanca me encerró eran poco más de las siete y media de la mañana, así que… No sé».
Entonces sucedió. Todo ocurrió en unos instantes. Gastón, que iba a cuatro patas por el túnel, de repente percibió que acababa de desembocar en un espacio más amplio vagamente iluminado desde lo alto. Alzó la vista al notar una presencia fantasmal planeando sobre su cabeza. Entonces aquello se abalanzó sobre él surgiendo en silencio por su derecha. Apenas tuvo tiempo de arrojarse al suelo para esquivarlo. Aun así, eso le atacó… Garcelán notó el dolor en su espalda, como una cuchillada. Tirado en tierra, con la cara y las gafitas de plástico pegadas al polvo, percibió cómo aquello iba y venía lenta, implacablemente, sobre su cabeza de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. La presencia fantasmal era una gran esfera metálica balanceándose sincrónica sobre su cabeza.
¡El pozo y el péndulo! Gastón había estado a punto de perder totalmente sus últimos restos de cordura al comprender qué era lo que le acababa de herir en la espalda. Conforme sus ojos se fueron acostumbrando a la débil luz reinante, había podido comprobar que se encontraba en el fondo de un enorme silo de forma cónica, como un embudo de piedra que se estrechaba hacia lo alto a gran altura, un agujero, un intestino que albergaba aquel engendro mecánico en movimiento.
Desde luego, era un péndulo enorme, con una esfera de casi un metro de diámetro, que se cimbreaba lenta y pesadamente de un lado a otro. La parte inferior de la esfera estaba rematada por un puntero de hierro escintilandor, que había sido el causante de su desgarrón en la espalda, una especie de punzón afilado que, ahora lo entendía Garcelán, conforme el péndulo oscilaba y la esfera bajaba (porque estaba claro que se trataba de una contrapesa, similar a la que Gastón había visto en el reloj del viejo templo gótico de París, que iba descendiendo lenta pero inexorablemente), aquel lápiz metálico seguramente llegaba a rozar el suelo en su descenso, y en esos momentos, la maquinaria de relojería que con toda seguridad se encontraba arriba, se detenía. Para poner entonces en marcha la máquina de nuevo, habría que enrollar desde arriba el cable de la pesa.
Así que Edgar Allan Poe tenía razón en su relato. ¡El pozo y el péndulo de Toledo existían! Pero ¿cómo podía saber el escritor norteamericano (a no ser que fuera también de esa logia de los Compañeros) que en el subsuelo de esta ciudad se encontraba aquel artefacto gigante? Por cierto, ¿dónde lo ubicaba Poe? ¡Sí, eso es, debajo del siniestro edificio de la Santa Hermandad, el que todavía hoy puede verse detrás de la catedral! Gastón dedujo con ello que se encontraba debajo de ese vetusto edificio de la época de los Reyes Católicos, que todavía conserva su tétrica apariencia de calabozos, salas de interrogatorios y mazmorras, en donde seguramente se encontraba ahora, o quizá más abajo aún.
Pudo ver que en la pared del silo había una escalerilla que ascendía. No eran más que unos escalones de hierro oxidado empotrados cada treinta centímetros en la sillería de piedra que olía a hongos podridos. Pero debía arriesgarse a trepar por allí. Tenía que escapar de aquella fosa como fuese.
Comenzó a subir con cuidado. El hierro estaba resbaladizo por el orín; Gastón se agarraba como podía y tiraba de sí hacia arriba. Aquella escalerilla parecía haber sido ideada por un sádico, pues como el pozo tenía forma cónica, estrechándose hacia la boca, a cada peldaño era más difícil sostener el peso del cuerpo, debido a que las paredes iban presentando cada vez un mayor plano inclinado. Gastón había comprendido enseguida que esta forma cónica del agujero era así para permitir los vaivenes de la esfera metálica, que abarcaban alrededor de ocho metros en su mayor plano de oscilación cerca del fondo, pero que el extremo de cable del péndulo, cerca del brocal, apenas si se movía unos centímetros.
Con la fuerza sobrehumana que a veces nos proporcionan el miedo y el peligro, estaba llegando a la cima, a la luz. Conforme ascendía había escuchado, primero con esperanza, más tarde con cierta cautela y ahora con temor, un murmullo, por encima de un cierto ruido metálico y mecánico que había achacado al mecanismo del reloj al que seguramente el péndulo daba vida en la superficie del pozo. Era un murmullo de voces, una conversación, lo que escuchaba ahora con toda claridad a tan solo dos metros de asomar su cabeza por el brocal. Se detuvo. A esa altura había allí una plataforma saliente de piedra algo más pequeña que el asiento de una silla, una especie de peana sobre la que se encaramó para mayor comodidad. Aquel basamento debía servir para que el relojero pudiera hacer reparaciones en la parte inferior del mecanismo, pues justo sobre su cabeza, Gastón podía ver cómo un conjunto de engranajes, poleas, muelles y ejes giraba a distinta velocidad y en dispares direcciones, dando vida a un carrusel de chirridos metálicos que se percibían en la superficie.
Aguzó el oído para escuchar a través de los sonidos mecánicos del reloj. Una persona estaba hablando a cierta distancia del brocal, pues por mucho esfuerzo que hacía, no podía comprender las palabras; tan solo le llegaba la voz de un hombre mezclada por el fragor incesante de engranajes y el eco que lo multiplicaba todo. ¿Qué hacer? Algo le decía que tuviese cuidado. La traición de Blanca le había puesto sobre aviso. La inconsciencia nos hace valientes; el miedo nos hace prudentes… o cobardes. ¿Eran amigos o enemigos los que parecían habitar aquel tétrico lugar? Alucinaba, quizá producto del pánico y el frío húmedo del nauseabundo lugar que comenzaba a calarle en el cuerpo.
¿Acaso había retrocedido en el tiempo por medio de aquel artefacto y se encontraba ahora en las mazmorras subterráneas en los tiempos de la Santa Inquisición? Pero de pronto lo escuchó. La reconoció al instante. ¡Era la voz de su amigó Pascual Alcover! Gastón saltó hacia arriba de forma que casi salva de un tirón los dos metros que le restaban para salir de su agujero, pero se contuvo en el último instante. Alcover estaba ahí arriba. ¿Una alucinación más? ¿Otro extraño requiebro del destino? No, su amigo estaba hablando en estos momentos, sin duda era él, le conocía bien. Escuchó con atención:
—Mire, ya se lo he dicho mil veces, pero se lo repetiré: Yo no sé nada, admito que hablaba de esas cosas que…, se me ocurrían…, pero no era más que por afición… Lo de las conspiraciones que mueven el mundo, manos negras y todas esas tonterías para pasar el rato, puro entretenimiento…; era un juego intelectual. ¡Pero por Dios!, no se habrán creído ustedes que todo eso era cierto…
—¿Lo ve, amigo Rakosky? —Se escuchaba la ronca voz de alguien—, ya se lo dije, el prisionero es un obstinado que pretende negar lo evidente. Ah, si ahora pudiésemos usar los métodos expeditivos de la Santa Hermandad… —suspiró el siniestro personaje de la camisa negra que acababa de hablar, frotándose sus pequeñas manos de cirujano.
¡Rakosky! Gastón casi se cae de la peana de piedra pozo abajo al escuchar ese nombre. ¿Qué estaba pasando allí? ¿Era cierto que el misterioso y ubicuo ruso se encontraba ahí arriba? ¿Y quién era el otro que se había dirigido a él? No podía aguardar más. Salvó los últimos peldaños hasta asomar lentamente su cabeza a ras del brocal. La penumbra del lugar y la sombra que provocaba el estridente mecanismo del reloj le protegerían, pensó. ¡Increíble! Se encontraba debajo de un enorme artefacto mecánico. Lo reconoció inmediatamente al haberlo visto hacía muy poco en los grabados que le había mostrado María Salón. ¡El Astrario! Entonces, también era cierto aquello. Gastón se estremeció, su mente había sido superada por la nueva jugada de las circunstancias; tenía que aferrarse como fuese a la realidad, pero ¿dónde se encontraba la realidad en medio de todo aquel escenario de pesadilla?
Desde su posición no podía ver a su amigo Pascual Alcover, pero sí a Pierre Rakosky. Junto a él había otro hombre, vestido con un traje gris, camisa negra, gafas oscuras y aspecto de eclesiástico. Ambos permanecían de pie al borde del Astrario, muy cerca de donde Saturno giraba en su órbita, evolucionando junto con los otros planetas a un ritmo crónico como un antiguo juguete de lata. Enseguida vio la erizada esfera dorada que representaba al Sol dando su giro vertiginoso alrededor del eje central, y lo entendió todo. El Astrario reproducía un antiguo esquema planetario geocéntrico, y sin duda Pascual Alcover estaba ahí arriba, prisionero sobre su cabeza, oculto a su vista por el mecanismo del gran reloj que movía el enorme planetario de Dondi. Gastón comprendió. Rakosky y el otro hombre eran los raptores de su amigo, y ahora seguro que le estaban torturando para arrancarle un secreto que no conocía. No tardó en confirmar su hipótesis.
—Les he dicho cientos de veces que lo mío no era más que un juego de hipótesis y coincidencias, y…
—No, no, no, ya está bien de farsa. Como ve, ni este Astrario donde usted se encuentra prisionero, ni la conjunción planetaria que se cierne poco a poco sobre nosotros, y que culminará con el eclipse del milenio, son un juego —era Vicenzo Furno quien hablaba con su voz ronca—. Y le recuerdo que solo tiene usted una oportunidad. O nos dice la clave adecuada que hemos de introducir en el mecanismo de relojería del Astrario para que se detenga en el lugar exacto de la conjunción que tendrán los planetas en el apogeo de su agrupamiento celeste el día del eclipse, o este artefacto mecánico no se detendrá; y si no lo hace, el Sol se acercará muy pronto al punto más próximo de la Tierra, y cuando eso ocurra… En fin, no quisiera que pierda usted la cabeza, ya me entiende.
—¡Pero por Dios! —estalló desesperado Pascual, viendo que aquellos hombres no bromeaban—, ¿cómo pretenden reproducir la conjunción planetaria en este trasto precopernicano? ¿No ven que es anterior al sistema heliocéntrico, y que cuando se fabricó, no se conocían todos los planetas?
—Eso no importa —le contestó con calma el cavaliere—, ya que usted parece saber tanto, debería conocer que un planeta más no cambia las cosas, ni para la astrología ni para la conjunción planetaria que se está formando en el cielo durante todo este año. Debería usted saber que esa conjunción cósmica estará formada justo por los mismos planetas que figuran en el Astrario. Pero necesitamos precisar el punto culminante del proceso de alineación, es decir, el momento en el que la conjunción planetaria proyecte su máximo efecto gravitacional sobre la Tierra, para determinar el punto y el momento exacto de la sombra del eclipse sobre la superficie de la Tierra. Usted ha estado varios meses investigando por su cuenta, y con ese amigo suyo que sin duda conoce ese instante, no lo niegue, hemos registrado su casa y revisado sus notas. Así que sea comprensivo y colabore con su propia salvación. Estoy convencido de que si colocamos las manecillas del pequeño reloj de control del Astrario en la hora clave que usted sabe, el mecanismo habrá de detenerse en el momento de la alineación planetaria…
—Miren —respondió Alcover visiblemente agotado—, ya les he dicho que no sé de qué me están hablando, solo sé que si esperan que se detenga solo este viejo cachivache rodante, están ustedes tan listos como yo.
Fue entonces cuando Gastón comenzó a gestar su idea para salvar a su amigo. Pero antes de que pudiera reaccionar, quedó congelado de horror ante lo que acababa de ordenar aquel hombre de voz ronca parapetado tras sus gafas oscuras:
—Ya veo, ¿no quiere hablar, eh? Está bien. ¡Que traigan al chico! —rugió volviéndose hacia alguien que permanecía agazapado en las sombras. No transcurrió ni un minuto para que Garcelán viera confirmados sus temores.
—¡Canallas! —masculló Gastón impotente desde su escondrijo al ver aparecer a Nico.
El chico parecía cansado y asustado. ¿Es que ese maldito ruso no se detiene ante nada, ni siquiera ante una criatura inocente?
Nico, que seguía con la cabeza gacha, no había visto aún a su padre. Alcover, al ver entrar a su hijo en la enorme cripta subterránea del Astrario se había quedado mudo por la sorpresa. Hacía tiempo que había suspirado deshecho por la criatura. Cada día se preguntaba qué habría sido del chico. Y ahora… Eso no se lo esperaba. Luego, al cabo de unos instantes, Gastón escuchó el desgarrador grito de su amigo atado a aquel artefacto:
—¡Nico!
El niño alzó entonces la cabeza y vio a su padre allí, atado en medio de todas esas esferas rodantes.
—¡Papá, papá!
Pero el chico no había reparado todavía en la esfera solar que avanzaba inexorable, rápida y pesada como un torbellino acercándose cada vez más hacia la garganta de Alcover.
—¡Malditos locos bastardos, ¿qué hacen con mi hijo?! ¡Suéltenlo inmediatamente! ¡Nico!
—¡Papá, papá, ¿qué te están haciendo?!
El niño forcejeaba, apresado con fuerza por el ayudante impasible, como impasible y desalmado se mostraba asimismo el imperturbable Vicenzo Furno cuando preguntó de nuevo dirigiéndose a Pascual Alcover:
—Está bien, ya ve las consecuencias de su falta de colaboración. Ahora, se lo preguntaré de nuevo: ¿cuál es la hora que detiene al Astrario en el momento culminante de la conjunción planetaria?
—¡Malditos locos, dejen a mi hijo!
—¡Papá!
Gastón contemplaba con dolorosa impotencia cómo la velocidad de la erizada peonza impedía ver las cuchillas que de un momento a otro iban a segar la vida de su amigo, delante de su hijo.
—¡Sáquenme de aquí, yo no sé nada; todo era un juego! ¡Oh, Dios mío!
El Sol se acercaba a la Tierra con la milimétrica precisión de los planetas cumpliendo su ritual, el telúrico y antiquísimo ritual del sistema solar, y poco importaba que este fuese geocéntrico o heliocéntrico. Alcover estaba sentenciado.
Gastón no pudo aguantar más. Salió disparado hacia abajo reptando por las escalerillas de hierro oxidado. Resbaló varias veces, a punto estuvo de caer y estrellarse contra el fondo del pozo. Pero debía intentarlo. Era la única forma. La única manera de detener este cacharro planetario… Cuando llegó abajo tomó aire con toda la fuerza de sus pulmones, aprestó firme los pies sobre el suelo y se preparó para recibir el empellón. La pesada esfera del péndulo había llegado al borde de la pared opuesta del cono, reducía su velocidad hasta casi detenerse a pocos centímetros del muro, y justo en estos momentos regresaba pendiente del cimbreante cable ganando progresivamente una amenazadora inercia. Gastón, como un torero valiente, la esperó con desesperada paciencia, con saña temblorosa, con un odio contenido que fue endureciendo los músculos de sus brazos. Era una locura. En ese instante recordó una frase de El pozo y el péndulo: «Si hubiese cogido el péndulo e intentado detenerlo, hubiera sido como intentar detener una avalancha». La esfera pasó por el centro de su posición perpendicular a la máxima velocidad y se dirigió ineludible, mayestática, hacia el cuerpo en pie de Garcelán. Pero lo había calculado, la esfera reduce su velocidad en los extremos de su plano de oscilación, así que para no recibir un impacto demasiado fuerte, lo mejor era esperarla lo más lejos posible del centro. La esfera pendular se acercó dirigiéndose veloz hacia su estómago; en el último instante, cerró los ojos y se lanzó hacia ella como quien se tira al tren.
El empujón del péndulo le lanzó hacia atrás contra la pared de piedra. Se hizo daño en la cabeza. El estómago había recibido el impacto pero frenado por los brazos. Se quedó unos instantes sin aliento. Estaba en el suelo tratando de incorporarse cuando abrió los ojos y vio el péndulo oscilando sin concierto, tambaleante sin armonía como un vulgar ahorcado. La interrupción súbita de su isocronismo había logrado detener el mortal balanceo, y con ello, tal como esperaba, el reloj del Astrario acababa de pararse frenando en seco el giro y la rotación de los planetas. Lo supo de inmediato porque el sonido de carrusel ya no se escuchaba sobre su cabeza. ¿Habría llegado a tiempo de salvar a su amigo?
Mientras tanto, ¿qué había sucedido allí arriba?
En el último momento, Pascual Alcover, acuciado por el miedo, había lanzado un grito con una cifra, como el reo a quien van a fusilar vomita entre estertores sus últimas palabras.
—¡23 horas coma 28 minutos del 11 de agosto de 1999!
Al escucharle, Vicenzo Furno había deducido que aquello era la hora clave que andaba buscando; se había lanzado veloz hacia la esfera del pequeño reloj de control del Astrario, colocando las manecillas y los otros resortes temporales en las cifras dadas por el prisionero. Al cabo de unos segundos más de giro, el ruidoso mecanismo había detenido su movimiento, parándose justo cuando solo faltaba un centímetro para que la esfera erizada del Sol hubiese degollado sin remedio a Pascual Alcover.
—Está bien —dijo con satisfacción el cavaliere frotándose feliz las manos mientras contemplaba la disposición en que habían quedado los planetas detenidos, cimbrando aún en el aire—, está bien, veo que finalmente ha decidido usted colaborar. ¡Por fin conocemos la configuración astral del eclipse del milenio! ¿Así que esa es la hora? ¿Tendría la amabilidad de explicarme por qué?; siento curiosidad.
Pascual Alcover, que había cerrado los ojos en el último momento para no ver mientras moría el rostro de su hijo, los abrió de nuevo y tomó aire para tranquilizarse y recobrar el dominio de sus nervios deshechos por la tensión. No comprendía lo ocurrido. Aquello que había gritado en los últimos instantes no era ningún secreto, sino tan solo la hora oficial, según los cálculos astronómicos, en que se iba a producir el momento de mayor duración en la visibilidad del eclipse de sol. Pero si era verdad que aquellos dos hombres se lo habían creído y le iban a liberar por tan nimio dato, no era cuestión de que descubrieran antes o después que dicho dato horario, que había dicho in extremis, era perfecta y públicamente conocido.
—La clave —indicó Alcover con voz temblorosa por miedo a que aquel carrusel se pusiera de nuevo en marcha—, es la hora exacta según el Greenwich Mean Time, o GMT, en que se producirá el momento más álgido del eclipse, que será visible desde la Tierra el 11 de agosto. La duración máxima de la zona de sombra que proyecta la Luna se alcanzará a las 23.28 sobre Rumanía.
Toledo es un laberinto subterráneo, un legado inexplorado de varias épocas históricas, cuyas entradas parten desde sótanos y bodegas, que comunican con antiguos túneles, criptas y cuevas, pero cuya salida puede no encontrarse jamás. Es este un inframundo poblado de leyendas que afirman la presencia oculta de fabulosos tesoros árabes y judíos, hediondas sinagogas clandestinas donde se cometían atroces sacrificios humanos, como aquella crucifixión ritual y paródica del llamado niño de la Guardia a manos de un grupo de judíos resabiados por el decreto de expulsión de los Reyes Católicos. Pero algunas de esas leyendas poseen sin embargo visos de verosimilitud, los túneles y bóvedas existen, aunque la mayoría han sido tapiados y olvidados, y en algunos casos convertidos en locales de copas y restaurantes.
Tras comprobar con alivio que el Astrario se había detenido gracias a su repentina interferencia sobre la esfera del péndulo, Gastón había encontrado a ras del suelo, casi enfrente del angosto túnel por el que había desembocado al pozo, un nuevo pasadizo. Se trataba de un estrecho pero suficientemente alto pasaje abovedado por el que había percibido una débil aunque esperanzadora corriente de aire que contrastaba con la fetidez reinante en aquel embudo de piedra. Entró sin meditarlo, pues, qué otra cosa podía hacer si no. Ni pensar en subir de nuevo por las escalerillas y salir a la sala del Astrario; algo le decía que aquellos dos hombres, uno de ellos Pierre Rakosky, no iban a recibirle con muy buenos modos. Por otro lado, tampoco podía desandar lo recorrido hasta la cripta de las momias, puesto que el templo de San Andrés, como queda dicho, no se abriría hasta el sábado siguiente. No podría sobrevivir una semana sin comer ni beber aguardando para pedir socorro a que los feligreses entraran a misa.
Imposible saber cuánto tiempo anduvo perdido por ese laberinto pétreo, unas veces angosto y húmedo, otras con oquedades tan espaciosas que ni la imaginación podía abarcar. La oscuridad y el silencio, la angustia de la incertidumbre y el miedo de quedarse para siempre allí abajo enterrado en vida, le alentaban con una energía sobrehumana para escapar de aquellos subterráneos. Pero lo que más le atormentaba era el recuerdo confuso de los últimos acontecimientos: el Astrario, su amigo prisionero de Pierre Rakosky, la obstinada certeza del ruso y sus amigos sobre la realidad de la máquina aristotélica, la conjunción planetaria, el eclipse… Era como si todo aquello se hubiese escapado de algún libro fantástico, y amenazara con engullirle a un mundo de fábula a través del espejo.
Sucio de barro y tierra, lleno de rozaduras, sudado por el esfuerzo y el pánico, Gastón había acabado por desembocar en un túnel tallado toscamente en la piedra. Entonces le había parecido que de alguna parte le llegaba un agradable olor a tierra fresca y respiraba mejor. Al doblar por un recodo que ofrecía la cueva por la que transitaba agotado, una fuerte corriente de aire le dio en el rostro devolviéndole la esperanza. Aceleró el paso. Poco después distinguía a lo lejos un pequeño pero vivo punto de luz. Un último esfuerzo y trescientos metros más allá, salía por fin al exterior a través de un estrecho agujero abierto en el muro de sillería de una casa en ruinas, invadida por una espesa maleza.
Se incorporó, con los ojos dolidos por la luz, y oteó en derredor para ver por dónde había escapado de aquella inmensa tumba. Se quedó asombrado al comprobar dónde estaba. A su izquierda, allá arriba sobre el promontorio, se hallaba Toledo majestuoso, ceñido por las murallas de poniente, como si fuese una atractiva postal para turistas. Había caminado más de cuatro kilómetros por debajo de la tierra, hasta desembocar a las afueras de la ciudad, allá en la llanura.
Se sacudió como pudo el polvo y el barro acumulado en la ropa y emprendió el camino de regreso. Andaba henchido por el aire puro de la tarde, disfrutando con deleite renovado del olor de la hierba, el verdor de los campos, el cielo anaranjado, el sol radiante, el piar de los pájaros y la presencia de las gentes. Como un Lázaro que ha regresado de la tumba y afronta la vida con la intensidad de los condenados a los que se les ha conmutado la pena de muerte en el último instante.
Quiso saber la hora, pero en vano; acababa de darse cuenta de que había perdido el reloj, seguramente en el encontronazo con el péndulo. La tarde estaba avanzada, pero en los rescoldos de su constreñido pensamiento pequeñoburgués, dedujo que aún llegaba a tiempo de ir a trabajar, quizá disculparse por su retraso y su mal aspecto (olía a ciénaga), y entrar a su despacho de la biblioteca sin dar demasiadas explicaciones a sus compañeros. Luego, se quedaría por la noche a recuperar las horas perdidas. Iba pensando en ello cuando llegó a la puerta del Alcázar que da acceso a la biblioteca de Castilla-La Mancha.
Y entonces le vio. Estaba allí, sentado como tantas veces debajo del ángel de piedra blanca de Juan de Ávalos, que sostiene alzada y oferente una enorme espada metálica entre las manos; mirando hacia el horizonte de la llanura con aire absorto, Nico.