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El joven Balduino Letto, obedeciendo a su recién adoptado protector, había partido inmediatamente hacia España, donde había conseguido sin mayor problema un destino para continuar sus estudios en el seminario de Toledo, adonde llegó con poco equipaje. Los religiosos siempre viajan ligeros de equipaje. Dios, es decir, la Iglesia, siempre provee.
Para mantenerse y solventar sus necesidades corrientes, se le había aconsejado que se pusiese a disposición del párroco de San Andrés, un pequeño templo situado en la misma plaza que el seminario. El párroco resultó ser un hombre ya mayor, simpático, sencillo y bonachón, con la cara regordeta y enrojecida seguramente por una tensión arterial demasiado alta. Recibió con alegría a su futuro hermano en la fe, aquel maná que le llegaba del cielo en forma de ayudante a punto de tomar los hábitos, y pronto le cedió a Balduino muchas de las responsabilidades de la parroquia.
Balduino Letto trocó su vida ociosa, de la noche a la mañana, en una alegre vorágine de asistencias y ayudas a misas dominicales con la pequeña pero dinámica feligresía del templo, bautizos periódicos, bodas de cuando en cuando, aunque estas menos, pues los novios preferían para casarse recintos religiosos de mayor lustre que aquella vieja mezquita sacralizada con antigua techumbre de madera. Estaba dispuesto a todo por cumplimentar los deseos del misterioso viajero.
No tardó el seminarista en visitar la biblioteca pública del Alcázar, aquel inmenso cubo de piedra reforzado en sus cuatro esquinas por sendas e igualmente severas torres rematadas en lo alto por ese capirote de aristas piramidales de pizarra negra. Algunas hábiles preguntas, ayudado por la exhibición del sayal de profesante que vestía a todas horas, le llevaron muy pronto a conocer la identidad de la persona que buscaba, porque los toledanos son gente sencilla y de bien, acostumbrada desde hace siglos a respetar las vestimentas regias y eclesiásticas.
El hombre que buscaba se llamaba Gastón Garcelán, y en efecto trabajaba allí de bibliotecario, le confirmó un bedel. «¿Quería el reverendo padre (peloteó el funcionario ascendiendo de grado a Balduino) que le indicara dónde?». «No, no quiero molestarle en su trabajo; si es tan amable de decirme su dirección, ya le iré a ver a casa, ya sabe, se trata de una visita personal…». «Cómo no, padre». Asunto resuelto. El bibliotecario vivía en el segundo piso de una casa situada a medio camino entre el seminario y la catedral; no le costaría pues seguir sus pasos. Pero tenía que elaborar un modo de acercamiento que no despertara sospechas. Y hoy día, tal como están las cosas, un cura puede levantar todas las sospechas. ¿Qué hacer? ¿Desprenderse del sayal e ir de paisano en adelante? Imposible, en el seminario habrían sospechado de ese, nunca mejor dicho, cambio de hábitos.
Lo malo es que a todo esto, Balduino no lograba contactar con el Doktor Wagner para pedirle su sabio consejo, de modo que él mismo elaboró la estrategia a seguir. Muy sencillo, utilizaría las flaquezas humanas, tal como aconseja Nicolás Maquiavelo en El Príncipe, una de sus lecturas recomendadas sotto voce en el seminario de la Compañía de Jesús. Si ese Garcelán es hombre, lo que hoy día no es tan obvio como la apariencia deja ver, lo mejor para atraerle será una mujer. No hay nada que aparte más de su camino a la conciencia de un hombre, no hay dardo más venenoso para su espíritu, ni bacteria que corrompa más su corazón, que la cercanía femenina, pensaba el seminarista, que era él mismo un pusilánime con las mujeres. No es bueno que el hombre esté solo…, de mujer, se entiende. Le buscaría una buena hembra que le sedujera, y luego, sería fácil sacarle lo que fuera a través de ella.
Balduino estaba de suerte. Resultaba que una de las chicas del coro de aficionados que amenizaba las misas dominicales en la parroquia de San Andrés, y que vivía con su viejo abuelo enfermo en un enorme caserón antiguo, era una piadosa y reverente cristiana, fiel cumplidora y obediente de la Santa Madre Iglesia y sus pastores. Aquello le dio pie a Balduino Letto para comenzar a tejer la telaraña de su perverso plan, impulsado por una fiebre desconocida que al principio no supo reconocer.
La joven era una bella muchacha, quizá no con esa cimbreante flexibilidad y línea casi anoréxica que hoy lucen las modelos de pasarela, y todas las demás chicas se empeñan en imitar. Quizá las caderas de esta muchacha, muy bien dibujadas, tuvieran sin embargo algunos centímetros de más de lo que marcan los actuales cánones oficiales de belleza; y sus pequeños pechos, algunos centímetros de menos, colegía el joven seminarista asombrado por sus propias dotes de observación hacia el cuerpo femenino recientemente descubiertas, pero había que convenir que la chica era hermosa. Lucía un cabello negro levemente ondulado, un bonito rostro lleno de dulzura, aunque algo pálido, estilo prerrafaelista, una voz melodiosa, susurrante, de un diáfano vibrato cuando cantaba aquellas canciones litúrgicas en el oficio religioso.
La joven se llamaba, además, Blanca, nombre muy apropiado por el candor y la timidez que emanaba como el perfume de lirio de toda su presencia. Quizá fuera por ello, o por la herida que le había producido siendo niña la trágica muerte de sus padres en un accidente de tráfico, que a pesar de sus 22 años, la muchacha aún no tenía novio, ni siquiera acompañante esporádico, o por decirlo en el bíblico lenguaje pastoral que gustaba de usar el seminarista, Blanca aún no había conocido varón. Era pues la candidata perfecta.
Ya que Blanca era muy devota y aplicada en sus deberes como directora de aquel juvenil coro de iglesia que ella misma había formado hacía unos años, Balduino, como agregado del párroco de San Andrés, no tuvo mayores problemas en ir ejerciendo una creciente influencia sobre su víctima, máxime considerando que ella se confesaba a menudo con el viejo párroco en uno de aquellos confesionarios dobles antiguos, en los que por un lado se recibía en confesión a las mujeres y por otro a los hombres. La idea era canalla pero válida; ¿no dijo Maquiavelo que el fin justifica los medios? Balduino Letto suplantaría la personalidad del sacerdote en las confesiones para poder acceder al interior de la muchacha e ir conociendo mejor su espíritu con vistas al perverso plan. Algo le decía que su protector, el misterioso viajero alemán, no habría aprobado tales planes, pero el fuego de la juventud reprimida desde la infancia, estaba cobrándose en Balduino su parte en el alma aún no formada del seminarista ante las acometidas del mal. De hecho, sin que ni él mismo lo sospechara, fue cayendo (rebellioni carni, la rebelión de la carne) perdidamente enamorado de la chica.
Era aquel que le devoraba un fuego nuevo y puro, como la llama del Espíritu Santo, que le abrasaba las entrañas y le hacía pasar en vela las noches; incluso en una ocasión llegó a utilizar el flagelo para mitigar con el dolor físico de las correas de cuero sobre la espalda ese dolor más ardoroso pero silente que le laceraba el alma. Fue en vano, pues el seminarista no tenía madera de mártir ni carnes de místico. Definitivamente, pensaba en su zozobra espiritual, y en aquel in statu degradationis, en estado de degradación, se estaba condenando doblemente por caer presa del deseo sexual y por abocar a la perdición a una joven inocente y virgen, a aquel ángel de Dios que él empujaba del candor a la perversión, como se empuja a un cerdo de su pocilga al matadero para desollarle vivo.
Aquel domingo, después de la misa del mediodía, el seminarista se aproximó a la joven, que se entretenía con sus compañeros recogiendo los bártulos del coro.
—¿Cómo está tu abuelo, Blanca? —le preguntó Balduino sabiendo que la joven vivía entregada al cuidado de su abuelo, un anciano de más de cien años, que permanecía siempre acostado en la cama a causa de una penosa enfermedad.
—Como siempre, don Balduino, muy pachucho, y cada vez tiene peor la cabeza.
—Bien, bien… Oye, tengo que hablar contigo, ¿puedes quedarte ahora?
—Sí, don Balduino, lo que usted mande.
La araña había comenzado a tejer su viscosa trampa sobre la víctima.