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Aeropuerto Otopeni. Bucarest (Rumanía)

8.35 P.M. hora local

Gastón Garcelán intentó abrir los ojos. Le dolía la cabeza y estaba aturdido. Una náusea reptaba viscosa por sus entrañas. Comenzó a reiniciarse con la lentitud de un viejo ordenador; se acordaba de que tras rozarle el rostro el cabello pelirrojo de aquella niña, había perdido el conocimiento. ¿No estaba muerto? Abrió los ojos temeroso de lo que iba a encontrarse. Sentado ante él tenía a Jules Never, vestido con su anacrónica levita de siempre y su bastón negro entre las manos. Sería una alucinación. Pero no, porque Never habló:

—¿Cómo se encuentra? Ha sufrido un desvanecimiento debido a la fuerte presión psicológica que ha soportado, nada grave, por suerte. Es usted un hombre con fortuna…

—Si usted lo dice… —Garcelán se llevó la mano a las magulladas muñecas, maceradas por las cuerdas y las argollas.

—No se preocupe, se recuperará; ya le ha visto un médico.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó Gastón—; sonó un disparo, creí que estaba usted muerto…

—¿Yo?, ¡ja, ja, ja! —Rio Never de buena gana—. No, amigo mío; sé cuidar de mí mismo —y diciendo aquello levantó el bastón negro hacia Gastón—. Observe.

Gastón Garcelán miró asombrado. El bastón no era un bastón. La punta estaba hueca, era un tubo metálico. La empuñadura de plata ocultaba un mecanismo que alojaba la recámara, una bala y el resorte para dispararla.

—¿Así que le ha matado usted a él? —preguntó Gastón tumbándose hacia atrás y cerrando los ojos, aún espantado por lo que acababa de vivir en aquel tétrico castillo.

Jules Never no respondió.

—¿Y la niña? —musitó Gastón con tristeza, recordando su fatal destino.

Never hizo un gesto vago.

—No piense en eso —dijo—. Ahora relájese, nos disponemos a emprender un veloz viaje.

¿Relajarse? Gastón Garcelán se incorporó de nuevo y miró a Jules Never como quien está hablando con un fantasma. Iba a decir algo, pero desistió. En su lugar, paseó la vista a su alrededor tratando de situarse en aquel espacio iluminado con una luz demasiado blanca y brillante que le cegaba los doloridos ojos.

—¿Dónde estoy?

—En el Concorde.

—¿Cómo? —Gastón miró enfrente. Detrás de Jules Never había una estrecha puerta gris con un cartel que indicaba: «Cabina de control. Prohibido el paso». Luego se volvió hacia atrás.

—Ha estado un tiempo sin sentido… —informó Never—. Mientras tanto, le hemos traído al aeropuerto de Otopeni, en Rumanía y, voilá, acabamos de subir a un Concorde de la compañía Air France; buenos amigos míos.

Gastón se fijó entonces en la gran carlinga del avión, con capacidad para cien pasajeros, totalmente vacía.

—¿Ha fletado el Concorde para nosotros solos?

—Sí —admitió Jules Never no sin cierta satisfacción.

—¿Cómo?

—Con dinero, claro está.

—¿Pa… para que?

—Nos disponemos a perseguir por aire la sombra del eclipse.

—¿Pero por qué? Todo el mundo anda detrás de lo mismo, ¿están todos locos o qué?

—Luego le explico los detalles, ahora permita que le abroche el cinturón y póngase cómodo. Vamos a despegar.

—¿Pe… pero adónde vamos? —insistió Gastón.

—Hace unas horas que el eclipse del milenio ha comenzado a proyectar la sombra de la Luna sobre la Tierra. En concreto, después de barrer Terranova, ha rozado el extremo suroeste del Reino Unido, y ahora la franja de sombra ha rebasado Francia y luego Rumanía.

—Entonces todo ha acabado.

—No, ahora la sombra avanza a unos 2000 kilómetros por hora. Debemos despegar de inmediato para interceptarla, rebasarla y llegar antes que ella a nuestro destino. Este es el único avión comercial que puede volar a esa velocidad.

—¿Y para qué hemos de perseguir la sombra?

—No sé si está usted todavía en forma para escuchar esas explicaciones técnicas.

—Me encuentro perfectamente. ¿Cuál dice que es nuestro destino? —dijo Garcelán con la cabeza dándole vueltas.

—Volamos hacia Barcelona.

—¿Barcelona?

—Así es, la sombra del eclipse se desplaza por la superficie de la Tierra pero no en línea recta, sino de forma oblicua, en zigzag, debido a la inclinación del eje del planeta. Vamos a ahora hacia Barcelona, donde debemos completar cierto ritual en la catedral de la Sagrada Familia, y hemos de llegar allí antes que lo haga la sombra.

—¿Pero qué hay en esa catedral que le interese?

—Seguro que ha oído hablar estos días del péndulo de Foucault —indicó Never con ironía.

—¿Otro péndulo de Foucault? Esto ya empieza a ser una obsesión…

—Uno no, dos —corrigió Jules Never.

—¿Cómo?

—Existen dos péndulos de Foucault en las dos torres gemelas más altas de la Sagrada Familia.

—¿Qué? Yo estuve allí una vez de visita y nunca vi ningún péndulo.

El Concorde rodó a cuatrocientos kilómetros por hora por la pista seis, alentado por sus cuatro motores Rolls-Royce Olympus 593 Mk 620 de 38 000 libras de empuje, a punto de levantar las casi ochenta toneladas de peso muerto de la nave.

Después del delicado momento del despegue, Jules Never se desabrochó el cinturón de seguridad y siguió con sus explicaciones:

—Como usted ha estado investigando durante meses, aunque sin ser plenamente consciente de ello, el Apparatus, ese artilugio que buscaba Fierre Rakosky con tanto denuedo, y que él llamaba máquina aristotélica, es en realidad lo que se conoce científicamente como un atractor.

—Pero ahora que lo pienso —interrumpió Gastón—, usted no tiene el Apparatus, ese Vicenzo Fumo me lo quitó cuando yo, siguiendo la insinuación que usted me deslizó, me hice con él en el templo del reloj parado de París.

—El Apparatus no es necesario. El verdadero atractor… es usted.

—¿Cómo, que yo soy qué…?

—Pierre Rakosky sabía que usted era imprescindible para completar el experimento, pero desconocía por qué motivo. Le ató debajo del péndulo de la cruz invertida, según el ritual de la Sagrada Orden del Dragón, porque pensaba que así debía ser para que funcionase el experimento. Pero en realidad usted no debe ser asociado al péndulo, sino al atractor del péndulo.

—No entiendo nada.

—Permítame que le explique antes que un atractor es un elemento intangible que se da en las condiciones físicas en muchos aspectos de la naturaleza. El Apparatus es una imitación, un artefacto capaz, de emitir determinados impulsos radioeléctricos, que fue construido para colocar en la gran antena emisora, en este caso la Torre Eiffel, y sintonizar con él hacia el péndulo Inicial.

—¿El péndulo Inicial?

—Eso es. Pierre Rakosky, príncipe heredero de la Sagrada Orden del Dragón, creía que el péndulo Inicial, el principal de toda la red de péndulos repartidos por diversos lugares del mundo, era el que como usted ha tenido la mala fortuna de comprobar, el instalado por la Orden del Dragón en el castillo del conde Vlad Tepes.

—¿Entonces no es el que hay actualmente en el Conservatoire? —preguntó Gastón.

—¿El péndulo de Foucault? No, querido Garcelán, ese es el segundo que se construyó. El primero, ya se lo he dicho, es el que está desde el siglo XV en ese castillo maldito del conde Dracul. Pero además, igual que péndulos hay muchos, antenas también existe otra, no solo está la Torre Eiffel.

—¿Hay otra Torre Eiffel?

—No. Pero la antena a la que me refiero fue construida también por un contemporáneo y amigo del ingeniero francés. Ya sabe usted que Gustave Eiffel comenzó a edificar su torre en 1855, con el fin de que estuviese terminada para la gran Exposición Universal de París que debía celebrarse en 1889. Y justamente en 1855, Léon Foucault hacía la demostración pública con su péndulo en el Pantheón de París.

—Curiosa coincidencia…

—Pues por las mismas fechas, exactamente en 1883, un amigo de Eiffel, un arquitecto de Barcelona, desconocido hasta entonces, llamado Antonio Gaudí, comenzaba a edificar también el templo de la Sagrada Familia.

—No me diga que la Sagrada Familia de Barcelona es…

—La segunda antena, sí —afirmó Jules Never.

Se escuchó una voz a través de la megafonía:

—Atención, cabina de control a pasajeros, les habla el comandante. Fiemos alcanzado la altitud de 12 000 metros, espacio aéreo de Bélgica. Estamos entrando en la zona de sombra del eclipse. Por favor, abróchense los cinturones; puede haber turbulencias.

Gastón Garcelán y Jules Never se abrocharon los cinturones de seguridad y miraron por la ventanilla. El cielo, hasta entonces de transparente azul, había ido agrisándose paulatinamente en apenas segundos, como si se hubiese hecho de noche a toda velocidad, pero sin la belleza cromática de un ocaso visto desde el cielo. Al contrario, el ambiente era opresor. La sombra absorbía la luz y los colores como si fuese un hollín gaseoso.

—Entonces Gaudí…

—Sí —siguió Never—, su paisano también pertenecía a la Brouillard, era uno de los nuestros.

Con la misma inusitada celeridad, la negra grisalla atosigante fue disolviéndose y el cielo volvió a tornarse de un translúcido azul índigo.

—¡¿Increíble, le hemos ganado al eclipse?!

—Así es, y a más de 2400 kilómetros por hora. El comandante del Concorde va a la máxima velocidad posible. Pero deje que siga explicándole el motivo por el que estamos aquí.

—Adelante, no voy a escaparme.

—Le sonará el concepto de física cuántica…

—Algo —Gastón recordó de nuevo las enrevesadas explicaciones que le había dado Vicenzo Furno en el monasterio benedictino.

—Bien, pues a nuestros efectos, la Tierra es como un átomo gigante, aunque en realidad sea muy pequeña en relación con el tamaño del Universo. Los pendidos repartidos en lugares de todo el mundo previamente elegidos por los miembros de la Sociedad de la Niebla, funcionan como subpartículas atómicas, a la vez dependientes e independientes de la Tierra, según los principios del llamado punto fijo, pues el hilo del que cuelga el péndulo se prolonga teóricamente más allá de donde está atado hasta el infinito. Así pues, la Tierra tiene relación con los péndulos y los péndulos con la Tierra. Lo digo porque si quisiésemos influir sobre las condiciones del planeta/átomo, los péndulos/subpartícula deberían obrar al unísono de una forma sincrónica con el punto fijo del Universo.

—¿Eso es cierto? Quiero decir, ¿es científico?

—Ya en 1870, Pierce había relacionado el movimiento del péndulo con la longitud de onda. Entonces la comunidad científica se lo tomó a broma, pero en 1921, Stern-Gerlach lleva a cabo un experimento que demuestra la cuantización de los componentes de un momento angular interno, llamado cuantización del espacio, y en 1925 Goudsmit y Uhlenbeck descubren el efecto espín, o sea, de giro y polarización de las partículas subatómicas; mientras que tres años después, de eso ya le he hablado en otra ocasión, Wolfran Pauli combina ideas de estos dos que le he citado con el principio de relatividad de Albert Einstein, llamándole a su teoría función de onda.

—Vale, vale, le creo… —aceptó Gastón, que no tenía la cabeza para excesivas complejidades.

—Eran los gloriosos principios de la física cuántica y los efectos de la sincronicidad sobre los seres humanos. Y adivine quiénes estaban detrás de esos descubrimientos.

—¿La Brouillard? —aventuró Gastón.

—Cierto, la enigmática y secular Sociedad de la Niebla, en la que por cierto, usted está a punto de ingresar.

—¿Yo?

—Ahá, y por eso mismo ha de comprender antes estos conceptos que le estoy explicando. De modo que si me lo permite seguiré mi modesta disertación científica.

—¿Tengo otra opción?

—El caso es que durante determinados eclipses de sol, el péndulo sufre alteraciones en su velocidad de oscilación, como descubrió en 1954 mi paisano Maurice Allais, que era…

—No me lo diga: otro miembro de la Brouillard.

Jules Never sonrió, afirmó con la cabeza y siguió hablando:

—Allais descubrió que durante los eclipses de sol ocurridos el 30 de junio de 1954 y el 22 de octubre de 1959 sucedieron extrañas anomalías en el péndulo de Foucault.

—¿Qué anomalías?

—Desviaciones en el plano de oscilación.

—Eso es imposible —negó Gastón—. Hasta donde llegan mis conocimientos, el péndulo no se mueve arbitrariamente, sino que lo hace en dirección contraria al movimiento de rotación de la Tierra; el giro del péndulo, como demostró Foucault, se debe exclusivamente a la fuerza de la gravedad.

—Así es en teoría —afirmó Never—. Pero en la práctica, el péndulo se adelantó en aquellas y en otras ocasiones. Entonces Allais se embarco en un amplio estudio para conjugar distintos lugares con los sucesivos eclipses de sol, de modo que pudiese determinar en qué zona del planeta un péndulo obedecía la misma pauta durante dichos eclipses.

—¿Y…?

—El resultado es que la predicción para el eclipse de hoy era que su máxima incidencia iba a tenerla el péndulo de Foucault, situado en París.

—¿El del Conservatoire?

—Eso es.

—¿Por qué?

—Porque en esa vertical, según las investigaciones hechas por Maurice Allais, la sombra de la Luna se desplazará más lentamente, debido a que será el punto justo en que el Sol, la Tierra y la Luna se encontrarán perfectamente alineados, en lo que se llama en astrología una cruz cósmica.

—Asombroso —admitió Gastón a pesar del escepticismo que le embargaba.

—¿Sí?, pues escuche, porque resulta que el eclipse de hoy es astronómicamente igual al ocurrido en 1912… durante el hundimiento del Titanic.

—¡No puede ser…!

—¿No buscaba usted concordancias y hechos significativos?

—Entonces el hundimiento del Titanic

—La Orden del Dragón usó el viaje del transatlántico para devolver la vida al malvado conde Dracul, provocando de forma indirecta las alteraciones en los sistemas de navegación y de radio que motivaron el naufragio.

—¿Pero por qué utilizaron el Titanic?

—El barco iba equipado con un Apparatus dentro del féretro del conde Dracul. La Orden del Dragón captó el eclipse que hubo ese día mediante el péndulo del castillo de los Cárpatos, remitiendo la fuerza cósmica a la Torre Eiffel, que a su vez conectaba con el Apparatus a bordo del Titanic en conexión radioeléctrica parásita. El conde Dracul se insufló de nuevo del poder cósmico del eclipse; es algo que necesita a lo largo de los siglos para seguir viviendo eternamente. Él y todas esas malditas criaturas Nos Feratu condenadas por la maldición de la sangre lanzada por Cristo mediante su divina resurrección hace casi 2000 años.

Gastón respiró hondo tratando de digerir aquellas alucinantes revelaciones.

—Ya ve —sonrió divertido Jules Never—, y usted que pensaba que esto no era más que un juego…

—Atención, les habla el comandante. Abróchense los cinturones de seguridad, repito, abróchense los cinturones. Faltan pocos minutos para aterrizar en el aeropuerto El Prat de Barcelona.