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Rumanía,
7.20 P.M. hora local
La capilla del castillo del conde Dracul se encontraba en lo alto de un torreón octogonal, en la parte más elevada del impresionante risco donde se enclavaba la fortaleza. Era un gran espacio ovoide de piedra realizado en un macizo estilo gótico, que a la luz de las velas y antorchas que habían diseminado por todo el templo, ahora relucía dorado por el fulgor de los iconostasios, la orfebrería, los complicados paramentos litúrgicos del ritual bizantino ortodoxo, todo alrededor abigarrado de santos rusos, relicarios…, Sobre el centro del altar, como una fantasmal presencia, reinaba el frontispicio negro del cenotafio de Vlad Tepes, el conde Dracul, alumbrado por candelabros, incensarios, decenas de velas votivas, cirios devocionales; decorado con exvotos del mil formas antropomorfas, y rodeado de iconos de vírgenes y cristos de pan de oro, tapices, mosaicos, vitrales y estucos.
Colgando del centro de la capilla funeraria, pendía un artefacto satánico. Una gran esfera verdosa de bronce sujeta por su parte superior a un cable que la mantenía pendiente de las nervaduras góticas de la techumbre; estaba rematada con una cruz bizantina soldada por debajo de la gran bola metálica. Pero lo terrorífico de aquel instrumento es que la parte inferior de la cruz invertida acababa en un afilado vástago que destellaba siniestro a cuatro metros del suelo.
Dos encapuchados con las capas de la Sagrada Orden del Dragón, luciendo en el costado el negro símbolo de la esfera y la cruz invertida, ataron a Gastón Garcelán justo debajo del afilado estilete en unas argollas de hierro que había empotradas en las losas de piedra del piso. Gastón miraba aterrorizado la parte inferior del mayestático péndulo, parduzco por el orín, pendiente sobre él como una espada de Damocles, vertical y a plomo con su gran esfera de metro y medio de diámetro repujada suspendida por el tensionado cable.
Entraron ceremoniosos varios encapuchados precedidos por Pierre Rakosky imbuido de toda su solemnidad con la capa roja arrastrando principesca por las losas de piedra. Detrás de él, otros dos encapuchados llevaban sujeta a Natacha Mijailovsky vestida con una túnica blanca bordada con entorchados de oro. Desde su incómoda postura, Gastón apenas podía levantar nada más que la cabeza del suelo, y eso con mucho esfuerzo. Vio pero no conoció a aquella niña de unos doce años, pálida y pelirroja, que parecía no encontrarse nada bien.
Los encapuchados acompañaron a la chica hasta el borde del altar de granito negro de la capilla. Entonces, cogiendo a la niña por los hombros y los pies, la elevaron por el aire y la colocaron encima del altar, quitándole la túnica blanca. Natacha se quedó allí desnuda tumbada. Demasiado joven aún para resultar deseable, pero ya una hermosa promesa de mujer que sollozaba de miedo y vergüenza. Otros encapuchados estaban desvistiendo de sus paramentos de gala a Pierre Rakosky, que parecía como drogado y ausente. Gastón pudo ver de refilón cómo le dejaban completamente desnudo, viendo por primera vez al hombre enorme y musculoso que era aquel ruso, con el pene todavía lacio entre sus fornidos muslos.
Como broma, aquello era demasiado. Un momento… No iba a… ¡Dios mío, no iría a…! No, no se atrevería a hacer eso…
—¡Por Dios, no, nooooo! —gritó Gastón debatiéndose con la garganta desencajada de espanto al ver que Pierre Rakosky se le acercaba ya con su pene mucho más estimulado, sujeto como un ariete por su mano derecha.
Al llegar a su altura, el ruso miró hacia abajo con una sonrisa sardónica y le dijo:
—No se preocupe, amigo Gastón, no es usted quien me interesa. ¿Acaso tengo aspecto de homosexual?
Entonces, al mismo tiempo que Rakosky se dirigía hacia el negro altar de la capilla, ya con el grueso pene en toda su erección, Gastón comprendió. No era posible aquella depravación. Pero ¡¿por qué, por qué, por qué…?!
—¡Nooooo! —La jovencita gritó entonces con todas las escasas fuerzas de su débil vocecita.
—Alteza imperial —declamó Rakosky solemne—, antes de que la sombra del eclipse llegue a nuestra posición y el péndulo os transmita la vivificadora fuerza de la cruz cósmica del cielo, hemos de asegurar nuestra futura descendencia. Todo monarca debe velar por la transmisión de su genealogía y su sangre. Con su permiso, alteza, relajaos y disfrutad, si es que valoráis en algo este acto humano necesario aunque primario.
—¡Noooooo!
Gastón y Natacha gritaron al unísono. Y el sonido reverberó con mil ecos en la capilla del conde Vlad Tepes, sepultado detrás de su cenotafio. ¿O no estaba sepultado…?
La aberración se había consumado.
—¡Atad a la zarevich en la cruz! —ordenó Pierre Rakosky a los encapuchados, mientras otros le ayudaban a vestirse de nuevo con sus paramentos rituales.
Natacha, sin sentido, desflecada como una muñeca de trapo destrozada por un perro rabioso, cubierta de sudor y miasmas aborrecibles, fue sujetada con ataduras a la cruz invertida del péndulo, cabeza abajo y con los brazos estirados al travesado horizontal, como un bello Cristo femenino.
Gastón, que había oído todo sin poder ver nada, lloraba desolado, indefenso, horrorizado e impotente por no haber podido ayudar a aquella chiquilla indefensa. Rakosky la había violado salvajemente, como si fuese un cuadrúpedo en celo lejos de toda compasión, lejos de todo rasgo de humanidad. Mientras los encapuchados habían asistido impasibles a la escena.
—¡Poned el péndulo en movimiento! —gritó el ruso.
Dos de los encapuchados se adelantaron hacia la esfera y empujaron con fuerza. Además del peso del péndulo y la cruz de bronce debían desplazar también el de Natacha, que ya había recobrado el conocimiento y sollozaba desconsolada y traspasada por el dolor. La mole metálica osciló hacia el lado en que la desplazaban y luego regresó en dirección opuesta balanceándose isocrónica por encima de Gastón.
No pasó mucho tiempo hasta que comprobó que, al igual que en el tétrico relato de El pozo y el péndulo, de Edgar Allan Poe, la esfera, conforme se desplazaba en su ir y venir en el centro de la capilla, había iniciado al mismo tiempo un movimiento paralelo de descenso. La cortante parte inferior de la cruz invertida, donde seguía anudada Natacha, avanzaba amenazante hacia su cuerpo. Las lágrimas de la hermosa muchachita, atada con los brazos en cruz cabeza abajo, caían como una lluvia martirial sobre el pecho y el rostro de Gastón Garcelán. Entretanto, la luz opalina que entraba por los vitrales góticos de la capilla ovoide había ido tintándose de negro, y ahora las velas y las antorchas iluminaban con más fuerza el espacio atosigante del oblongo templo gótico.
—¡Invoco al espíritu no muerto de la Sagrada Orden del Dragón! —profería Rakosky como un enajenado. Y luego, dirigiéndose a Gastón:
—Es necesario que usted muera para que ella viva.
Gastón se debatía inútilmente tratando de desasirse de las argollas metálicas que le mantenían anclado al suelo, mientras la cruz invertida seguía su fatal descenso a medio metro tan solo de su cuerpo. Sentía ya el aire rozándole el rostro cada vez que en su trayectoria implacable el péndulo pasaba por encima de su cabeza. Hacía un rato que la niña había dejado de llorar. Gastón miraba desde su posición el cuerpecito ultrajado y sanguinolento entre los trémulos muslos blancos.
Unos minutos más, y Gastón iba a morir destrozado, abierto en canal desde la frente hasta la ingle por el punzante pináculo de la cruz invertida, ante la mirada horrorizada de aquella muchachita crucificada como una santa mártir.
—¡Voy a morir! ¡Noooo! ¡Sáqueme de aquí!
La cruz invertida oscilaba ya a diez centímetros de Gastón, que había perdido los nervios y gritaba histérico y fuera de sí.
—Por favor, amigo Garcelán, mantenga la dignidad. Es lo menos que puede hacer en un momento como este —le aconsejaba melifluo Pierre Rakosky—. En unos instantes todo habrá terminado.
—¡Suéltele ahora mismo, maldito loco!
Lo dijo alguien que había irrumpido de pronto en la capilla. Gastón trató de ver quién, pero no pudo.
Los encapuchados se volvieron sorprendidos hacia la entrada por donde acababa de aparecer un intruso. Gastón hizo entonces un supremo esfuerzo con su espalda tensa, volviendo la cabeza hacia donde había sonado la voz, esa voz…, impulsado por los últimos rescoldos de esperanza. Lo que vio le pareció un sueño. Quizá es que desvariaba por el miedo. Aquel hombre que acababa de llegar era, era…
—¡Jules Never!
Nadie se movió, ni siquiera Pierre Rakosky. Jules Never avanzó con rápidas zancadas hasta el centro de la capilla y apostándose firme en el suelo, obró como el propio Gastón había hecho con el péndulo en el pozo del Astrario. Never empujó la esfera de forma tangencial a su trayectoria. Gastón rezó para que igual que había sucedido en la cripta de Toledo, la esfera detuviera también su descenso vertical, pues los cabellos pelirrojos de Natacha ya le rozaban el rostro de lo cerca que la cortante cruz estaba de su cuerpo.
Mientras el péndulo oscilaba perdiendo su majestuoso movimiento de vaivén, Pierre Rakosky reaccionó ante la repentina interrupción.
—Vaya, vaya, ¿a quién tenemos aquí? Pero si es nada menos que el famoso escritor francés de novelas de anticipación, como ahora se dice: monsieur Julio Verne.
Rakosky, desprendiéndose de su gran capa roja, la dejó caer al suelo como un clavel gigante y se quedó de pie retador. Luego, con calculada parsimonia y autosuficiencia, extrajo de su funda una pistola que llevaba al cinto. Gastón miró inquieto hacia arriba. Se diría que el péndulo aún descendía, quizá motivado por el peso adicional de Natacha, que seguía con sus preciosos ojos azules abiertos pero inexpresivos. ¿Estaría muerta? Pierre Rakosky, esgrimía con soltura su pistola apuntando a Jules Never.
—Me muero de curiosidad —dijo con sarcasmo el gigantón ruso—. ¿En cuál de sus inventos novelados ha llegado hasta aquí? ¿En globo, en bala gigante, en el Nautilus, o quizá atravesando un volcán apagado?
—¿Y si le dijera que he llegado navegando de incógnito en las bodegas del Titanic?, como usted hizo en aquella ocasión matando a cientos de personas inocentes, maldito monstruo no muerto —respondió valiente Jules Never, ofreciendo el pecho al inminente disparo de aquel malvado ser.
Pierre Rakosky palideció apretando las mandíbulas.
—¿Así que ha descubierto quién soy? Bien, no importa —dijo Rakosky amartillando la pistola—, usted y su discípulo el señor Garcelán están a diez segundos de la muerte.
Era cierto. Ahora Gastón confirmaba horrorizado que el péndulo no se había detenido, tan solo se había retrasado la velocidad del fatal descenso. Sus bandazos sin concierto de aquí para allá no iban a impedir que el vástago punzante de la cruz invertida le sajaran esta vez sin ninguna delineación. La punta metálica ya rozaba su camisa.
Jules Never alzó entonces su bastón negro con empuñadura de plata.
—Maldito monstruo. Voy a hacer que mueras para siempre —dijo apuntando el bastón hacia Rakosky.
—Oh, vaya. ¿Y cómo va a conseguir tal cosa? ¿Con ese garrote? —preguntó el ruso pagado de su situación superior gracias al arma de fuego.
—Sí —respondió lacónico Never.
La punta afilada de la cruz tropezó con un botón de la camisa de Gastón. El pequeño objeto de nácar saltó por los aires mientras la cruz se bamboleaba a un lado.
Se escuchó la fuerte detonación de un disparo.
El botón cayó repicando levemente en el suelo de piedra. El péndulo regresaba hacia el cuerpo de Gastón, sobre el que esta vez sí iba a cobrar su impuesto de sangre. «Ahora vendrá la cuchillada», se dijo. «Luego, la negrura». Acababa de perder el sentido.