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Quizá nada habría sucedido si Gastón no hubiese echado a rodar los dados de aquel juego de coincidencias. Puede que las cosas pudieran haber ocurrido de otro modo si no hubiese acudido aquella tarde a casa de su amigo.

—Ven después de comer a tomar café —le había ofrecido Alcover al cabo de un tiempo sin verse ni llamarse—. Creo que ya he resuelto tu binomio palabra/número vampiro-1839.

—¿Ah, sí?, pues ya era hora, creí que te habías perdido; ¿y qué has concluido? —preguntó Gastón dudando, pues por unas cosas y por otras habían pasado más de dos meses, y su amigo, en todo ese tiempo, no le había llamado, ni tampoco había dado señales de poder resolver el enigma propuesto.

—Tú ven; ya verás… He tenido ayuda para resolver tu extraña coincidencia. Y por cierto, ya me explicarás luego qué narices significa todo esto.

—¿Ayuda? —Ahora el intrigado era Gastón.

—Sí, cuando vengas te la presentaré.

«La», Alcover había dicho «la». ¿A qué se había querido referir —se estaba preguntando inquieto Gastón tras colgar el teléfono—, a una nueva computadora quizá? O tal vez a una persona. Porque incluso Pascual podía relacionarse con una persona y no solo con sus computadoras. Bueno, puede que no, pero entonces, ¿quién le había ayudado? ¿Acaso, rompiendo más normas (una de ellas era que el juego ha de jugarse sin ayuda externa), había sido capaz de introducir a un tercero?

Gastón Garcelán acudió intrigado a la cita con su amigo Alcover, otra vez más acompañado de Rebeca, de quien no se había podido librar. Nada más abrirle la puerta, y mientras atravesaban el pasillo de la casa hasta la habitación del fondo, donde Pascual Alcover tenía su sancta sanctorum, con el equipo de música y el teclado Spectrum conectado a la pantalla de un viejo televisor de blanco y negro a lámparas de vacío, Garcelán intuyó que algo no marchaba como siempre. Había estado acudiendo a esa casa desde la infancia, y por más que parezca un detalle sin importancia, el pasillo olía a tabaco; y ni los padres de Alcover ni Alcover fumaban. El misterio se desveló al entrar en la habitación. Allí, ocupando precisamente la silla en la que habitualmente se sentaba Gastón en sus visitas desde hacía tantos años, se encontraba aquel ser. Era una mujer, aunque realmente, a él le pareció más bien un huno.

Se trataba de una muchacha mayor, alta, pelirroja, con una melena descuidada y hosca, vestida con unos pantalones vaqueros no muy limpios, un jersey de cuello alto excesivamente amplio y unas sandalias de cuero crudo, horrendas. El atuendo se completaba con uno de esos fular de seda y lentejuelas tan típicos de los hippies, también en color lila y un colgante metálico que reproducía unas hojitas de marihuana. La muchacha tenía la cara enrojecida, no se sabría decir si por naturaleza sanguínea o a causa del güisqui que estaba bebiendo (sujetaba el vaso de tubo con hielo con la misma mano que el cigarrillo, dándole al gesto un cierto aire masculino), y no llevaba ni pizca de maquillaje ni color de labios. Sus caderas escuálidas se perdían entre las costuras de los vaqueros y los amplios bajos del jersey, todo lo contrario que Rebeca, que había acumulado su carne cetácea, como un lastre, en la zona del trasero y los muslos, y nada parecía haber quedado del barro primigenio de la costilla de Adán para haberle moldeado siquiera unas medianas tetas y darle armonía a su plano busto.

—Victoria…, este es mi amigo Gastón, y esa su novia Rebeca —dijo Pascual Alcover sin darle excesiva importancia a la presentación, por mucho que Gastón, mientras buscaba y se acercaba otra silla, no le quitara ojo a aquella demacrada pelirroja de aspecto progre. ¿Era esa… cosa la que había ayudado a Pascual a resolver el enigma propuesto? En efecto, así lo parecía, pues mientras él, todavía no repuesto de la aparición, miraba con ojos de incertidumbre y recelo a su novia, que sin embargo no se mostraba ni poco ni mucho preocupada por la inusual presencia femenina en casa de Alcover (incluso se había atrevido a darle dos besos), quizá porque ante la manifiesta delgadez de la tal Victoria, ella, Rebeca, quedaba como una modelo de alta costura. Cuando Gastón acompañó a Pascual a la cocina para traer la bebida y los vasos, preguntó en voz baja:

—¿De dónde la has sacado?

—Hace poco que acaba de llegar de Ibiza, por lo visto ha estado allí varios años viviendo con los hippies.

—Coño, Pascual, tú, con lo que eres, ¿te has ligado una hippie?

Pascual Alcover se alzó de hombros, como indicando: los caminos del corazón son inescrutables. Y luego, ausente o más bien indiferente a todas esas consideraciones sobre el efecto que había causado su pareja, puso el Acualung de Jethro Tull y entró en materia.

—Bien, Gastón, creo que tengo la clave de tu acertijo. Mi conclusión general es que el vampirismo era una superstición popular que estuvo vigente en Europa a lo largo del siglo XVIII y buena parte del XIX —hizo una pausa de efecto buscando la aprobación de la audiencia.

Garcelán asintió levemente mientras se servía un cubalibre de ginebra, a la vez que miraba de reojo a Victoria, temiendo quizá que se convirtiera en una vampiro y se abalanzara sobre él o su novia con las fauces ansiosas de sangre.

—Luego descubrí un dato más reciente. En 1818, el doctor Polidori escribe su célebre obra El vampiro, un texto clásico, que iba a influir más tarde sobre toda la literatura del género, incluyendo el famoso Drácula, del irlandés Bram Stoker. Sin embargo, lo sé, esa no era la fecha exacta que me habías indicado. Estaba en un lío, hasta que de pronto apareció ella. Por cierto —indicó cambiando el tono de voz, como haciendo un paréntesis—, a Victoria la conocí hace un mes en un seminario que daba un psicólogo chileno sobre los peligros del psicoanálisis de Freud.

—¿Peligros? ¿Qué peligros? —preguntó interesada Rebeca, que estaba estudiando enfermería y acababa de dar el módulo de psicología.

—Seguramente se refería a lo cara que es la terapia —dijo Garcelán por hacerse el gracioso.

—Pues no, el ponente decía que el origen de esa técnica deriva de su propia etimología: Psico-Anal-Isis. O sea, un método para desvelar los secretos del subconsciente o, metafóricamente, desvelar a la diosa Isis, por medio de darte por culo con raras explicaciones psicológicas inventadas por Freud —y añadió como buscando aprobación—: ¿verdad, amor?

¡Amor, la había llamado amor! Gastón se estremeció en la silla. ¡Su entrañable amigo Pascual salía, pues, con aquella sílfide mongol al menos diez años mayor que él! Por su parte, ella ni se inmutó al escuchar que la nombraban.

—Ya sé que incumplí las normas del juego al pedirle ayuda a Victoria, pero es mi novia, ¿no? —Dejó caer como indicando que Rebeca también estaba presente en las sesiones—. Ella fue la que me sugirió que averiguara los nombres de todos los vampiros que se conocen del siglo XIX hasta encontrar uno que hubiese vivido o tuviese que ver algo con el año indicado…

Gastón se removió inquieto.

—¿Pero es que los vampiros existen? —preguntó Rebeca con acento de incomprensión, torciendo la boca con asco. Momento en el que Victoria se volvió hacia ella y la miró con la expresión de ser el mismísimo Nosferatu.

—Bueno, me refiero a vampiros literarios, o en todo caso a personas enfermas que creen serlo —justificó Alcover.

La pelirroja asintió mirando a su «amor».

En esos instantes, revolviendo su inexistente culo en la silla y lanzando una bocanada de humo precedida por un trago de güisqui, Victoria habló. Había permanecido muda como un misterioso oráculo céltico, pero sin duda decidió tomar la palabra en ese momento de la conversación para apoyar y ampliar lo que hasta entonces había dicho su «amor»; Pascual ahora la miraba con absurdo embeleso, encogiendo la nariz y achinando los ojos a causa de la neblina que anegaba a esas horas el cuarto, tras la combustión de un paquete entero de cigarrillos por parte de Victoria.

—Fue fácil —indicó ella poco expresiva y con un cierto acento extraño en la pronunciación, como si le patinara el embrague en las erres—, todo cuanto hice fue estudiar las referencias que había de casos de vampirismo en el siglo XIX. Comprobé que hay varias, porque como dice Pascual, ese era un fenómeno entre literario y social que estaba entonces de moda; el vampiro era una figura literaria y romántica, propia del gusto por la Edad Media y sus misterios que acompañó al romanticismo. Pero —añadió la pelirroja con su amanerada forma de expresarse— el hecho más resaltado en cuanto a la eclosión de la literatura vampírica y romántica fue protagonizada en 1818 por Lord Byron y un grupo de excéntricos amigos que habían apostado para ver cuál de ellos escribía la mejor novela de terror gótico y romántico…

—A qué cosas se dedica la gente… —deslizó Rebeca con doble intención. Victoria pareció no haberla escuchado, porque siguió adelante.

—Con un poco más de indagación descubrí que en esa época, precisamente en torno al año 1839, existía en España un presunto vampiro llamado Onofre, a quien apodaban el Murciélago, famoso porque se había infiltrado en el ejército carlista y se dedicaba a morder a los militares.

Gastón Garcelán no pudo evitar dar un bote en la silla y poner unos ojos como de lechuza cuando escuchó el nombre del vampiro español. ¡Era cierto!, la tal Victoria había dado con la clave del enigma que a él le rondaba en la cabeza y le inquietaba desde que leyera las cartas de campaña del coronel Ambrosio Grimau.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Pascual Alcover dándose cuenta de la reacción de su amigo—, parece que has visto un fantasma.

Fue entonces cuando Gastón reveló a todos los allí presentes lo que sabía. Y como en una confesión pública, o como cuando algo nos sienta mal, y lo mejor que podemos hacer es vomitarlo, comenzó a contar aquella extraña historia que había leído en los papeles personales del viejo militar.