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Estaba dispuesto a creerlo todo. Ya no tenía dudas de que aquello era cierto y no fruto de la elucubración, de una espeluznante ruleta rusa que disparaba casualidades. Gastón ya no pensaba que estaba jugando, o mejor dicho, estaba seguro de que al entrar en el juego se había tropezado con una realidad superior escondida a los ojos de todos, descubriendo un nuevo orden dentro del caos. Los datos estaban ahí, en los libros, en las pistas visibles todavía, pero si nadie las había visto antes era porque la gente carecía de capacidad de interrelación.

Tan ensimismado caminaba, bajando de los barrios altos de Toledo, que no se dio cuenta de que en una confluencia de estrechos callejones, se cruzaba con aquel hombre joven vestido con un sayal negro de seminarista, a paso vivo y la mirada fija en el suelo. Ni escuchó cómo el hombre, con las manos en los bolsillos de la sotana, murmuraba una oración mientras se encaminaba justo en la misma dirección de donde venía Garcelán.

Tras la conversación con la vieja anticuarla, su mente se había quedado en una especie de estado cataléptico. Ya no le quedaba espacio para nada que fuera de este mundo. Por eso cuando llegó a casa no se asomó a la habitación de Nico para ver si estaba bien o necesitaba alguna cosa; ni mucho menos para darle un beso… Gastón era incapaz de esas manifestaciones de afecto. Sin duda, pensó fugazmente recordando a Colette, habría sido un mal padre. Mejor así, se dijo mientras se desnudaba, y se metía en la cama con una borrasca de datos azotando el esquife de su mente atormentada. Durmió mal. Pero durante la noche su memoria se había vaciado de datos y conjeturas, y de mañana se encontró en la calle, ni siquiera recordaba cómo se había levantado, ignorando de nuevo a Nico, vistiéndose de nuevo igual que un autómata y saliendo en busca del pan de cada día.

Quizá si hubiera regresado con la bolsa del pan, los cruasanes y las magdalenas, se hubiera dado cuenta entonces de que Nico no estaba en su habitación. Pero Gastón no regresó aquella mañana a casa. Ni tampoco acudió al trabajo en la biblioteca del Alcázar.

Ahora, caminando a oscuras y a trompicones entre los muertos, intentando orientarse en aquella fétida tumba, revivía sus últimos minutos pasados al aire fresco. Esto es lo que había sucedido aquella mañana: en la panadería, como en muchas otras ocasiones, había coincidido con Blanca.

—Ven, voy a enseñarte algo, quizá te sirva para tu investigación —le había dicho ella, y él la había seguido.

Habían llegado hasta la plaza del Seminario, y ella había sacado una llave y había franqueado la puerta del templo de San Andrés. Gastón ni siquiera se preguntó por qué Blanca poseía una llave de la iglesia, después de todo, era la directora del coro. Además, mientras caminaban hacia el templo ella le había ido hablando del asunto, aunque él entonces no le había prestado mucha atención. Minutos después estaba enterrado vivo.

La iglesia de San Andrés es una de las más antiguas de Toledo. Tiene su origen en una antigua mezquita, de la que aún hoy pueden apreciarse restos de la decoración mahometana en algunos muros. En el exterior, detrás del ábside, hay un angosto pasaje trasero llamado callejón de los muertos, porque antaño se accedía por ese lugar a la cripta funeraria del templo. Dicha cripta está hoy clausurada, y allí abajo reposan decenas de momias de sacerdotes y monjas, que algún capricho del subsuelo se ha ocupado de mantener en estado incorrupto. La cámara mortuoria está situada detrás del retablo del altar, debajo del ábside, en una especie de sótano por el que se accede desde un lateral del altar mediante una trampilla de madera cerrada con un candado.

Gastón había mostrado alguna vez a Blanca su curiosidad por descender a tan lóbrego lugar, sin embargo, hasta hoy, ella le había disuadido, indicándole que el viejo párroco era remiso a enseñar ese sitio a los miles de turistas que llegan atraídos por el morbo de la leyenda de las momias, que figuran incluso en las guías al uso. Vienen con sus cámaras de vídeo en ristre, se comportan como si quisieran visitar una ferial casa de los horrores. Así que el cura se niega a perturbar el sueño eterno de sus antepasados muertos, y allí abajo no se desciende nunca, como no sea para mostrar el milagroso efecto a algún ilustre visitante, casi siempre religioso.

Poco imaginaba aquella mañana Gastón que iba a conseguir su deseo sin proponérselo. Blanca le había dicho que por fin podía mostrarle la cripta que tanto le interesaba, y a él le había parecido un poco raro, pero nada tenía que sospechar.

Blanca le había indicado el camino y le había abierto la trampilla de acceso. Debajo del portón, entre polvo y telarañas, aparecía una destartalada y medio podrida escalera de madera. Más allá, la oscuridad y un denso olor a tierra húmeda y tumefacta. Gastón había descendido con cuidado entre el crujir de los peldaños, adentrándose en aquel Hades. «¿Tienes un encendedor o una cerilla?», había preguntado al llegar abajo, pues allí no había instalada luz eléctrica. Ella había tomado de una mesita cercana la caja de cerillas que usaba el sacristán para encender las velas del altar. Ese fue su último acto de compasión. Después de arrojar la caja de cerillas hacia la negra boca de la cripta, Blanca cerró la trampilla dando un portazo, puso el candado y salió de la iglesia. Poco antes de clausurar la puerta del templo, que no volvería a abrirse hasta el fin de semana, ella aún pudo oír los gritos de extrañeza y llamada que le dirigía Gastón. Enterrado vivo entre los muertos.

El espectáculo era espeluznante. Decenas de cuerpos acartonados con la piel reseca y pegada a los huesos le miraban con fijeza acusadora. Tanteando el suelo de piedra y tierra Gastón había encontrado la caja de cerillas y había encendido una para tomar conciencia de su situación. Ojalá no lo hubiera hecho. Las momias estaban de pie, apoyadas en las paredes, como la araña que espera paciente y quieta que caiga una mosca en su trampa. La cerilla se apagó quemándole los dedos, y Gastón, con manos temblorosas por el pánico al comprender que había sido enterrado en aquella tumba ancestral, encendió otra.

Las momias seguían allí, surgían sus horrendas facciones y sus melladas sonrisas sardónicas de entre la oscuridad más impenetrable, en aquel pozo de miserable podredumbre donde él había sido apresado por su bella y candorosa amante sin estrenar. «¿Pero por qué? ¿Qué le he hecho yo?», se preguntaba desolado, sin comprender que el motivo de su condena y castigo era lo que no le había hecho. Así son los hombres en su torpeza y su incomprensión del espíritu femenino.

Como pudo, impulsado por el sentido de supervivencia, recompuso su ánimo. Era martes, debía encontrar una salida, o moriría de hambre y de sed hasta que llegara el sábado por la mañana en que abrieran para celebrar la misa. A la luz de las cerillas, que disminuían con rapidez, trató de inspeccionar el perímetro de la tumba. La cripta, excavada en el suelo de roca, era bastante amplia. Por todas partes y recovecos aparecía una fantasmal variedad de cuerpos resecos que congelaban el latido del corazón. Parecían vivos, amenazadores. Algunos, vestidos con hábitos religiosos, ahora convertidos por el limo pútrido de la carne en harapos infectos, tenían las manos atadas a la altura del vientre, reventado hacía años o siglos por los gases internos de la putrefacción. Gastón contemplaba lleno de pánico las espantosas muecas de los rostros, con las bocas abiertas inhumanamente, las manos crispadas tendidas hacia adelante, como si… como si igual que él, aquellos desgraciados hubiesen sido enterrados vivos allí abajo.

«Debo sobreponerme, apartar de mí estos pensamientos. Veamos, ¿cuál es la situación?, ¿de qué dispongo? La situación es que estoy bien jodido, porque aunque grite nadie me va a oír, y de lo que dispongo es de… ¡mierda!, la última cerilla acaba de consumirse. No desesperar. Pensar. Fumar. ¿Fumar?, pero si no tengo tabaco. Lo que daría ahora por un Gitanes… Bueno, está bien, calma, evaluar la situación y el lugar. Acudir a la cultura, los libros… eso nunca falla. Soy un documentalista, un intelectual, luego reflexionemos… ¿Dónde estoy? En una cripta, eso es evidente. El callejón que rodea la iglesia se llama de los muertos debido a la presencia de esta cripta, a la que antiguamente se accedía por otro lugar. Eso quiere decir que ha de haber otra salida, o entrada. Tengo que encontrarla. Si existe una salida, un túnel, una apertura, debe de notarse por el aire fresco que penetra. Sí, eso es; una corriente de aire es la que sin duda hace que vuestros asquerosos cuerpos se mantengan secos como salchichones de montaña. Con perdón».