28

Blanca y su abuelo vivían en un caserón medieval de robustos sillares y anchos muros, donde el salitre y el musgo competían por invadirlo todo. El inmueble, incrustado entre dos estrechos callejones sin apenas sol, debido a la altura de los edificios adyacentes, hacía esquina a una diminuta plaza con un olmo centenario. La zona no era invadida de turistas gracias a que por un capricho de ese caótico urbanismo de los sarracenos y los judíos, para llegar a aquel lugar, antiguo promontorio en cuya cima puede que alguna vez existiera un alminar o una mezquita, había que ascender por un tramo de empinadas escaleras de piedra, que subían en semicírculo entre dos muros de huertos y postigos, jalonados por la hiedra.

La relación entre Gastón y Blanca no habría ido más allá de algunos corteses saludos en el trayecto urbano habitual de ambos (muy a pesar de Blanca, que para cumplir el extraño encargo de espionaje de Balduino Letto, habría tenido difícil acercarse a Garcelán sin peligro de resultar demasiado evidente), de no ser porque providencialmente para la chica, una de esas veraniegas tormentas torrenciales que se forman en la meseta, había comenzado a descargar de pronto justo cuando ambos salían de la panadería del barrio, y ahora caminaban cada uno hacia su casa charlando como buenos vecinos. El aguacero les había cogido bruscamente al llegar frente al callejón escalonado que subía a la placita del olmo. Blanca, corriendo para no mojarse, había invitado a subir a Gastón, que ascendió raudo tras ella sin tiempo para pensar.

—¡Vamos, corre —gritó Blanca bajo la cortina de agua—, vivo aquí arriba!

Trotaron tan veloces por las escaleras mojadas, que Gastón resbaló y casi se rompe la crisma. Pero Blanca le tendió su mano, él la aferró y al final no se hizo más que un ligero rasguño en la muñeca al chocar contra un tubo de hierro de drenaje.

—¿Te has hecho daño? —preguntó solícita la chica.

—No es nada.

Llegaron a la puerta de la casa empapados y jadeantes por la ascensión semicircular, pero alegres y riendo, como unos niños traviesos que pisando charcos descubren lo divertido que hay en ponerse perdido de agua turbia. Blanca abrió entre risas el recio portón de madera y entraron.

—Te sacaré una toalla —dijo ella dejándole plantado en la casi total oscuridad que reinaba en el incierto espacio interior. Gastón aguardó allí sacudiéndose la lluvia de la ropa y pensando lo fácil que había sido enterarse, incluso acceder a donde vivía la chica que planeaba conquistar cuando sus investigaciones le dejasen un rato.

De repente escuchó el grito:

—¡La Bestia del Apocalipsis está a punto de nacer!

Gastón supuso que se trataba del abuelo de Blanca. Ella le había advertido que su enfermedad le había afectado a la cabeza.

—¡¿Quién anda ahí?! —Se escuchó de nuevo.

Gastón sintió que el abuelo le había oído y estaría inquieto por la extraña presencia en la casa. Pensó que debía presentarse. Escuchó para ver de cuál de las habitaciones había surgido la voz. Estaba muy oscuro allí dentro. Olía a la lluvia exterior, y se escuchaba intermitente y granulado el repique del agua en la fuente externa.

—¡El Anticristo llega! —Escuchó Gastón, y entonces dedujo de dónde había salido la voz, ahora más ahogada, como un fuelle viejo.

Se dirigió a una de las puertas que había a la derecha del zaguán y la empujó con cuidado. Dentro estaba todo igual de oscuro. Pero notó una presencia al topar con los pies de madera de una de esas viejas camas torneadas antiguas.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el anciano desde la cama, aunque Gastón no conseguía verlo bien.

—Soy yo, un amigo de Blanca.

Gastón escuchaba el resuello arrítmico de la respiración, los quejidos guturales y los chasquidos del viejo somier de muelles. Comenzaba a percibir vagamente los contornos de la habitación. Olía a medicinas, a zotal y a aire enrarecido. ¿Por qué estaría todo tan cerrado?, se preguntó Gastón.

—¿Un amigo…? —El viejo pareció dudar, como si fuese raro que su nieta pudiese tener amigos.

—Acércate —murmuró el viejo.

El ambiente estaba muy cargado allí dentro.

—¿Quiere que abra una ventana? —se ofreció Gastón.

—¡Noooooo! —gritó fuera de sí el viejo—. Deja en paz las ventanas, ¡no quiero luz, no puedo ver la luz! ¡Acércate!

Tanteando en lo que para Gastón ya era penumbra, pues poco a poco se le acostumbraban los ojos a aquella negrura interna, se acercó al cabecero de la cama. Entonces lo vio. Era horrible. Ante sí tenía una especie de cadáver medio putrefacto, asqueroso y repelente. El viejo, desnudo sobre la cama, parecía un leño retorcido y pálido. La cadavérica cabeza estaba desprovista de pelo por completo. Los ojos inyectados en sangre y pus, la boca como un desgarrón sin labios, con los dientes fuera y las encías sangrantes; el pecho hundido con los costillares salientes…

—¡Ahhh, ven aquí! —El viejo alargó una huesuda y fría mano, como de muerto y cogió a Gastón por la muñeca. Le aferró con una fuerza inexplicable y le atrajo hacia la maloliente cama. Le miraba con sus ojos de horror como si hubiese capturado a un animalillo.

—Verá yo… he de irme, Blanca… —balbuceó Gastón tratando de zafarse de la presa.

—No tengas tanta prisa —el anciano gimió adoptando un tono lastimero, pero no soltaba la muñeca—, ¿no tienes compasión por un pobre viejo enfermo?

—Creo que debería irme, yo…

—Ah, ¿pero qué es esto? —El anciano decrépito acababa de descubrir la rozadura en la muñeca de Gastón—. Has de tener cuidado. La sangre es un precioso tesoro. La mía, ya lo ves, está contaminada, pútrida por la enfermedad de los Nos Feratu.

Gastón sufrió entonces tal conmoción que casi se desmorona allí mismo, sujeto por el brazo. ¡El viejo era un vampiro!, le vino a la cabeza de golpe. La enfermedad que sufría era entonces una de aquellas porfirias, como la que había aquejado al coronel Ambrosio Grimau.

—¿Un… Nos Feratu? —preguntó Gastón tartamudeando presa del pánico y del asco.

—Escucha —resopló el enfermo—, ten mucho cuidado, los no muertos caminan por la tierra; han descubierto el terrible secreto de los eclipses y ahora trascienden el tiempo… No te fíes de nadie. Adoptan seudónimos, nuevas apariencias y personalidades…, quieren el secreto de la resurrección… Escucha, ¿has leído a Borges?

—¿A Borges? —preguntó Gastón extrañado.

—Sí, Borges, el argentino iniciado… ¿Sabes lo que dice?

Gastón negó con la cabeza.

—El dragón es capaz de asumir muchas formas, pero todas son inescrutables… —apostilló el viejo con voz de ultratumba.

—Bueno, yo… —Gastón quería marcharse de allí.

—Hazle caso a un pobre viejo que ha vivido mucho.

—No está usted tan viejo —dijo Garcelán haciéndose el simpático.

—Yo trabajé con Gaudí —le susurró a Gastón tratando de decírselo al oído como una confesión.

—¿Con Gaudí, el arquitecto? —preguntó Gastón incrédulo, aunque tratando de no mostrarse descortés. El viejo asintió:

—Nadie lo sabe, pero Gaudí era adepto a una sociedad secreta…

El viejo tosió expulsando miasmas purulentas. Respiró con ahogado resuello, se recuperó, y dijo:

—¿Quieres hacerme un favor? ¿Quieres acercarme la cuña? Está ahí —indicó con un movimiento de cabeza hacia la mesita de noche.

—Me lo estoy haciendo encima —se quejó el anciano.

Gastón, todavía sujeto por su mano izquierda, le alargó la cuña al viejo.

—¿No vas a ponérmela tú? —le preguntó el abuelo.

—Es que… —Gastón dudó, pero no podía negarse. Reprimiendo la repugnancia, encajó con la mano derecha libre, el objeto de plástico debajo de las caderas consumidas del viejo.

Se escuchó el ruido de una poderosa meada salpicar contra el plástico de la cuña. Un olor inaguantable había comenzado a esparcirse por la habitación. Gastón reprimió un acceso de náusea.

—Bueno —dijo de pronto el viejo con aquella comisura putrefacta que tenía por boca, con los colmillos salientes como los de una hiena—, ¿no vas a retirarme la cuña? Está llena.

Gastón tomó aire como si fuese a sumergirse en una fosa séptica, y alargó la mano hasta la entrepierna del anciano. Localizó el objeto de plástico, que estaba caliente, y tiró de él. En la cuña, en un líquido incalificable, flotaban mucosas y miasmas como peces muertos y podridos en su cieno. Luego, con voz cansada y como en estado catóptrico, el enfermo había murmurado antes de caer dormido, como una postrer oración, las palabras del Credo:

—Creo en la resurrección de los muertos, y en la vida en el mundo futuro, amén.

Gastón Garcelán salió tan atónito como empestuzado de la habitación del abuelo de Blanca. Ella llegó a continuación portando una fragante toalla seca para él, sonriendo primorosa y ajena a la conversación que él acababa de mantener con el anciano. Cuando regresaba a casa, una vez transcurrida la tormentosa nube, Gastón iba dándole vueltas en la cabeza a lo que le había deslizado el pestilente enfermo. «¿Sería cierto que aquel adefesio pútrido había trabajado con Antonio Gaudí? Pero qué tonterías estoy pensando —se reprochó—, si eso fuese así, ¿cuántos años tendría ahora ese achacoso viejo?».

Sin embargo, aquello le había traído a la memoria una interesante conversación mantenida hacía años con aquel misterioso tipo experto en masonería que tenía por compañero cuando trabajó en la biblioteca Arús de Barcelona:

—Antonio Gaudí era un ocultista, pero llevó su filiación en secreto, nadie ha podido saber con seguridad a qué doctrina era fiel, o si era fiel a alguna, más allá de la de su amigo y mecenas el conde Eusebio Güell. Su emblema oculto era una A y una G, que representaban en apariencia las iniciales de su nombre y su apellido. Pero los conocedores del secreto saben que la A representa el compás con las puntas hacia abajo, de gran tradición masónica. Además en el anagrama de Gaudí, en la A existe un detalle significativo. De su vértice parte una línea perpendicular que atraviesa la línea horizontal de la letra y acaba rematada en un punto… Con ello se forman otros dos significados ocultos: la cruz, que al mismo tiempo es la escuadra (también un símbolo masónico), y el péndulo, representado por el punto que remata la línea vertical. El péndulo es la plomada, otro de los elementos más representativos de la masonería.

»Por su lado, la G encierra aún mayor profundo simbolismo, entre esoterista, científico y matemático; es la G de la tradición masónica, que es la letra griega gamma, la inicial de la Geometría, la quinta ciencia de las llamadas artes liberales, la quintaesencia de lo manifestado. En numerología, la gamma vale 3, mientras que la lambda, simbolizada por una línea vertical rematada por un punto, vale 30. La suma de ambas es 33, el número de grados de la masonería, la edad de Jesucristo en el momento de su muerte, el número de peldaños que tiene la escalinata del parque Güell y la cifra que se obtiene siempre sumando en cualquier sentido los números grabados en el cuadrado mágico realizado por Gaudí en el pórtico de la Pasión de la Sagrada Familia. Algunos creen que ese cuadrado mágico no es más que un capricho del arquitecto, un pasatiempo gracioso. Pero el cuadrado mágico oculta la quintaesencia de la vida, representada en la antigüedad por la cuadratura del círculo. Se trata de la representación numerológica de la sucesión de Fibonacci, cuya representación gráfica es la espiral del mismo nombre. Una espiral que recuerda a la G…

»Gaudí siempre reconoció que se inspiraba en el gran libro de la naturaleza. Y es cierto, porque la espiral de Fibonacci se da en efecto en numerosos seres vivos, la concha del nautilus es la más aproximada, pero también la serie de Fibonacci se encuentra en las escamas de una piña, que están colocadas en espiral alrededor de su eje en un número siempre igual a la proporción o número áureo, como se le llama también a la sucesión. Las leyes sobre la herencia investigadas por Mendel, la concha de muchos moluscos, la forma en que las abejas colocan las celdillas de un panal, gran cantidad de flores, como el girasol, estrellas de mar, los templos góticos, la proporción humana, lo que queda demostrado con el célebre dibujo de Leonardo da Vinci del hombre inserto en el pentáculo… Todos estos son paradigmas naturales o artificiales de la sucesión de Fibonacci.

»Gaudí aplicó el número áureo, el 1,61803…, a sus construcciones, pero principalmente en la Sagrada Familia. Basta observar las escaleras en espiral que ascienden a las torres. Esta obsesiva forma helicoidal es una sucesión de Fibonacci gigantesca realizada por el arquitecto con un fin preciso: convertir la catedral en un enorme resonador de energías telúricas y fuerzas naturales que rodean todo el planeta. Las torres eran captadores de esas energías, las espirales de su interior las multiplicaban y aceleraban como un rudimentario pero eficaz ciclotrón, proyectándolas y concentrándolas en la cripta donde él había planeado enterrarse a su muerte, quizá pensando en recibir tales energías.

»Si uno entiende un poco sobre el arte secreto de la alquimia, enseguida se dará cuenta de que lo que pretendía Gaudí con esta compleja construcción era completar un edificio para realizar los rituales de iniciación herméticos, como los que celebraban antiguamente las órdenes militares, las hermandades ocultas y las sociedades secretas. Toda la catedral gira en torno a la cripta, y es lo que primero construyó Gaudí. Porque… qué es una cripta sino un símbolo de transmutación alquímica, de la descomposición de la materia burda y la liberación del espíritu; el renacimiento a una nueva vida a través de la iniciación. En síntesis: la resurrección.

»Pero aún hay más: Antonio Gaudí había estudiado alquimia, cábala y también astrología, de esa forma sabía que ciertos eclipses, como ahora está investigando la NASA, provocan anomalías inexplicables en el movimiento de un péndulo de Foucault. Un investigador francés, Maurice Allais, descubrió que ciertos eclipses modificaban el plano de oscilación del péndulo. Eso es teóricamente imposible, porque como investigó Foucault, no es realmente el plano de oscilación del péndulo el que se mueve en el sentido de las agujas del reloj, sino que es la Tierra la que lo hace en sentido contrario, y nosotros con ella, la que gira en torno al péndulo, como demuestran todos los péndulos de Foucault repartidos en distintos museos científicos del mundo. Pero como te digo, Maurice Allais detectó que ciertos eclipses hacen girar teóricamente al péndulo pasando de una oscilación de 11 grados por hora hasta adelantarse 10 grados más por influencia del eclipse. Es como si la Tierra aumentase su velocidad de rotación. Parece que ciertos eclipses, no todos, ralentizan el espacio cuántico alrededor del planeta donde proyectan su sombra.

»Al girar el planeta más rápido, en un movimiento teórico como el de una partícula subatómica, o sea, cuántica, los individuos que lo habitan también lo harían, de modo que el pensamiento del ser humano se aceleraría por encima de la velocidad de la luz. Fíjate que si el pensamiento (o sea, la percepción de la realidad), que según la física cuántica también es material, como lo es la luz, acelerara por encima de la velocidad de la luz, una persona, al pensar, es decir, observar la realidad más rápido que la luz, no envejecería nunca en relación con dicha realidad material que le circunda. Esto lo explica bien la teoría de la relatividad de Einstein.

»Pero Allais descubrió que ese efecto no ocurre con todos los eclipses ni en todos los sitios del planeta, tan solo sucede en determinadas conjunciones astrales y el efecto de cuantización se limita a ciertos lugares y a determinado momento durante el paso de la sombra. Pero, estarás pensando, ¿cómo ocurre este asombroso efecto sobrenatural en el cuerpo humano de carne y hueso? ¿De qué forma un determinado eclipse puede afectar al quantum, es decir, a la estructura subatómica y molecular de una persona? La clave está una vez más en el cuadrado mágico de Gaudí. Te lo explicaré: si se superpone por encima del cuadrado la espiral de Fibonacci, la suma numérica que se obtiene da un valor numerológico que suma 60. Y el sesenta es el número del carbono 60 (C60), molécula descubierta en 1985, que tiene propiedades únicas todavía inexploradas por la ciencia en relación con la química y la física. Gaudí sabía que reproduciendo la espiral de Fibonacci en sus torres, la Naturaleza resonaría en consonancia en el punto central del gran edificio condensador, modificando la composición y el quantum de la sutil estructura geométrica que compone el C60, llamada la molécula de la vida, pues todo en nuestro planeta está compuesto por ella.

»Así, al cabo de una cierta cantidad de tiempo múltiplo de 3 (como los tres días previos a la resurrección de Jesucristo), quien fuese enterrado en la cripta de la Sagrada Familia regresaría de nuevo a la vida y ya no moriría nunca más. El arquitecto dejó en su testamento que su epitafio a grabar en la losa sepulcral debía indicar tan solo sus iniciales, A y G, y una frase en latín: eadem mutata resurgo, aunque cambiado, resurgiré. Sin embargo, no sé si por mala fe o mala interpretación, lo que se grabó en la tumba del arquitecto, como sabes es: Antonius Gaudí i Cornet, y una larga parrafada en latín sobre su lugar y fecha de nacimiento, que ya no recuerdo, pero que al final hace referencia a la resurrección: hominis resurrectionem mortuorum expectant.

»En fin, que no todos los eclipses causan esa alteración cuántica en la molécula de la vida; solo lo hacen aquellos que cumplen la sucesión de Fibonacci en períodos de múltiplos de tres. Tomando como referencia uno de esos eclipses especiales, como por ejemplo el del día de la resurrección de Jesucristo, y aplicándole la fecha de la sucesión de Fibonacci, en teoría se podrían obtener las fechas de los eclipses que en el futuro también tendrán esa cualidad sobrenatural de modificar el quantum, de las partículas.