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Barcelona,
10.45 P.M. hora local
Gastón Garcelán despertó como de un anónimo y remoto sueño. Todo sonido había cesado. Estaba tumbado en posición fetal en un duro y frío suelo como de hielo. Sentía aún el dolor del costalazo y el picor de ojos. Había caído (¿desde qué altura?), por el hueco rectangular del sepulcro que se abría a ras del suelo de la cripta. La lápida de mármol marrón y el Apparatus habían saltado por los aires, la losa se había resquebrajado explotando como una bomba en todas direcciones. ¿Dónde estaba Jules Never? Y Vicenzo Furno… Se incorporó. Sentía todavía las magulladuras de la metralla, el polvo en la boca y en las fosas nasales, y el dolor de cabeza por el insistente sonido de los péndulos. Pero ya no se escuchaba nada. La vibración había cesado, y en su lugar, un denso silencio envolvía el invisible espacio de la tumba. Porque se encontraba dentro de la tumba de Antonio Gaudí. Pero si así era, de dónde provenía aquel extraño fulgor. Flotaba disuelto en el ambiente informe de aquel frío espacio inasible una niebla blanquecina, como irreal, que parecía brotar de todos lados como una secreción mística; un cierto olor a incienso y carbón litúrgico penetraba ahora en los pulmones de Gastón atosigados con los restos del polvo de la losa sepulcral. Si el sonido de antes era doloroso, ahora el silencio era opresor.
Y la niebla. La niebla… ¡La Brouillard! Lo último que le había dicho Jules Never antes de ser abatido de un disparo por Vicenzo Furno era que se encontraba allí para su graduación en la Sociedad de la Niebla. ¿Eso es lo que iba a ocurrir? ¿Un acto de graduación ocultista dentro de una tumba, como en los antiguos rituales masónicos? Sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Avanzó a tientas notando cómo aquella niebla se destejía y se abría a su paso, para cerrarse después y envolverlo en ella igual que un sudario. Unos metros delante suyo acababa de distinguir un vago contorno que sobresalía poco más de un metro por encima del suelo. Eran los rasgos difusos de un objeto oblongo de unos dos metros de lado. Se acercó. Era como un brocal rectangular. ¡No! ¡Era un sepulcro! Miró hacia abajo y el horror le saltó a los ojos. A dos metros de profundidad, allí debajo, yacía un cadáver reseco. Todavía se le podían ver los largos cabellos de la cabeza y de las barbas. La podredumbre había descompuesto las vestiduras, y estaba irreconocible. ¿Quién era? ¿Antonio Gaudí?
La espesa niebla bituminosa comenzó a disolverse. Al principio, Gastón Garcelán notó cómo su naturaleza gaseosa se condensaba y parecía convertirse en un rocío que lo empapaba todo sin mojarlo. En eso, una ráfaga de luz que llegaba recta como proyectada por un foco de cañón desde más allá del espacio incognoscible, causó una paulatina licuefacción, como si la poderosa y concentrada luz estuviese haciendo retroceder las sombras de la niebla con su radiación. La lucha de ambos elementos causaba una reverberación similar al efecto lumínico que provoca en el aire la proyección de un fenaquistiscopio.
Y entonces ocurrió lo inesperado. Todavía no se había repuesto de la impresión, cuando comenzaron a sonar los aplausos. Repentinamente, el haz luminoso se expandió y la luz se abrió en abanico abarcando zonas que hasta entonces habían permanecido en la sombra debido al contraluz.
Entonces los vio.
Gastón sintió que una arcada le acudía a la boca y que el corazón le reventaba en el pecho; el suelo cedía bajo sus pies. Sin darse cuenta, se estaba clavando las uñas en las palmas de las manos. Se ahogaba.
Allí estaban todos, como un público entregado que acaba de ver una obra. Aplaudían, pero en la mente de Gastón reinaba un silencio inexplicable y gélido. No pudo soportar más la tensión. Se hundió. Las lágrimas se le escapaban abundantes rebosando de sus ojos asombrados y superados por aquella visión fantasmal y cruel. Sentados en las carcomidas butacas de nogal revestidas de una casi desecha tela roja. Allí estaban: Victoria, Pascual Alcover, Nico cogido de la mano de Natacha Mijailovsky, Louis, Blanca, su abuelo, María Salón, Vicenzo Furno, Jules Never, Pierre Rakosky… y Richard von Wagner.
Gastón suspiró con los pulmones faltos de aire. Allí estaban todos… aplaudiéndole sonrientes y cordiales. Unidos unos con otros con esa camaradería de los actores de reparto en el descanso de la obra.
Pero, un momento. Si aquello era una reunión de viejos conocidos, faltaba Colette, ¿dónde estaba?
Dejaron de aplaudir. Richard von Wagner le miró compasivo.
—¿Por qué yo? —preguntó Gastón casi sin aliento en el pecho.
—Por azar —respondió Von Wagner—; el azar es el principio creador del Universo, así lo consigna la física cuántica.
—Pero el libre albedrío… —comenzó a protestar Gastón con un gemido doloroso y decepcionado.
—Déjeme que le diga algo, señor Garcelán: la gente cree que puede elegir solo porque tiene varias opciones. Con frecuencia ocurre que si tienes muchas opciones crees que eres libre. Pero la única libertad posible es la libertad de elegir, eso cualquier tonto puede entenderlo. Sin embargo, he ahí la paradoja, al elegir ya no somos libres, entra en juego la voluntad. Y la voluntad deja de ser un acto de libertad, porque es una acción consciente, mediatizada por estímulos exteriores. La auténtica libertad, en cambio, existe por sí misma, de manera subconsciente. Es el estado más natural del ser humano, pero lo hemos olvidado, llenos de cosas superfluas entre las que elegir, confundiendo el ser con el tener… Mire a los animales salvajes; son libres. Un águila es libre, muere libre sin entregarse a nada ni a nadie. Pero paga con orgullo el duro precio de la supervivencia en esa libertad. En cambio, una gallina se cree más lista porque vive bajo techo y la alimentan sin que ella tenga que buscarse el sustento. Piensa además, para mayor convicción de que está obrando como debe, que es útil y cumple una finalidad, porque pone huevos a cambio de la comida… pero al final su dueño termina matándola igualmente antes de que envejezca demasiado, para comérsela. Y encima, la gallina nunca sabrá lo que es la libertad.
»¿Entiende lo que le estoy sugiriendo, señor Garcelán? La libertad y la voluntad son dos cosas distintas, se puede ejercer una o la otra, pero no las dos a la vez. Pero si uno quiere ser exclusivamente libre, no quiere nada. Uno es libre de elegir una u otra cosa, pero al elegir, escoge la que debe. Sin embargo, el deber es una excrecencia de la voluntad, una trampa social. Y cuanta mayor certeza se tiene de que se elige libremente, más se elige lo que se debe. Y así, la voluntad propia se transforma en voluntad colectiva, en masa.
¿Qué significaba todo aquello?, se preguntaba Gastón confuso. ¿A qué venía esa lección filosófica no pedida?
—¿Qué quiere de mí? Yo no soy perfecto —sollozó Gastón.
—Nadie quiere que sea usted perfecto. El bien y el mal no existen, son dos polos de la realidad cuántica. Ser perfecto es una ilusión, no se puede conseguir en este mundo dual. Las religiones nos satanizan obligándonos a seguir esos aberrantes métodos de conducta moral imposible. La vida, en cambio, no le pide a usted que sea perfecto, sino tan solo diferente. Su obligación, señor Garcelán, es ser lo que puede llegar a ser, nada más…, pero nada menos. Distánciese de la masa. Sin duda habrá leído a Heráclito, ¿no? Ha de ser usted un Aristoi, no un Polloi. Ha de convertirse usted en un aristócrata.