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Gastón vivía en París en la margen izquierda del Barrio Latino. Por las mañanas iba a trabajar a la biblioteca hasta las tres de la tarde. Luego almorzaba y dormía la siesta, único vínculo que le quedaba con las costumbres españolas; y a las cinco y media ya estaba acomodado tras los ventanales de algún café, estudiando los papeles que había expoliado de la caja de cartón de la casa campestre del coronel Grimau, cotejando datos, fechas y hechos con textos que él mismo sacaba de la biblioteca; buscando como siempre concordancias, asociaciones de sucesos fortuitos enlazados con conexiones aparentes, casuales… Como excusa, se engañaba a sí mismo pensando que preparaba su tesis doctoral.

Y así es como dedujo que Ambrosio Grimau había intentado ponerse en contacto en Francia con uno de aquellos conventículos mitad esoteristas mitad científicos y artísticos de su época. ¿Los Compañeros, quizá? Quienes fueran, al parecer, el coronel los había conocido por casualidad. Según aquel mazo de viejas cartas, había sido repasando viejos informes franceses sobre la guerra de España, cuando se había tropezado con el dato. Un español, Fernando Lesseps, había estado de cónsul de Francia en Barcelona en el año 1842. Coincidiendo ambos, Grimau y Lesseps en París, se habían hecho muy amigos, y uno al otro (sin que quedase claro en las cartas quién a quién) se habían aproximado a uno de aquellos cenáculos medio literarios y medio ocultistas tan en boga por entonces. Se reunían cerca del Instituto Latino, en la trastienda de la Librairie du Merveilleux, un círculo cultural y esotérico de gran tradición, ya que se decía que había sido fundado en 1888 por ese ocultista y médico llamado Gerard Encausse, más conocido como Papus. Coincidencias, concordancias, casualidades…

—Bueno, ¿y qué? ¿Eso te sorprende tanto? —le preguntaba Colette en medio de esas conversaciones nocturnas sumergidos ambos dentro de la gran bañera antigua que tenía Gastón en su apartamento, rodeados de velas encendidas y varillas de incienso, fumando Gitanes y bebiendo pastís, con la ventana abierta al fresco del verano y a los efluvios del Sena.

—¿Cómo te crees que comenzó la Revolución de 1848? Pues por una de esas casualidades que a ti tanto te asombran —le estaba contando Colette, mientras él le acariciaba el cuerpo desnudo y mojado, enjabonándole suavemente sus preciosos piecitos de niña.

—¿Ah, sí? Yo creía que habían sido esos sans culottes.

—Esos vinieron después a recoger la cosecha cuando ya estaba todo hecho.

—¿Entonces?

—Escucha y aprende: la Revolución la provocó un loco que se había escapado del hospital psiquiátrico de la Salpetriére. Con el arrebato típico de un endemoniado se agenció un tambor (o algún avispado se lo puso en las manos), y sin venir a cuento se lio a tocar como un poseso en medio de la calle Rennes. En aquel entonces, la medicina no distinguía entre la locura y la posesión diabólica. Bueno, pues el caso es que el gentío de la calle, contagiado por el tumulto, porque los franceses nos movemos mucho a toque de tambor, azuzado por el frenesí, el ruido y bullicio, el loco va sumando y arrastrando tras de él cada vez a más revoltosos, gente de la calle, mendigos, borrachos, pillos, ya sabes. Después de un rato de pasacalle, a esas alturas ya se ha armado una turbamulta imparable, y entonces alguien, sin más intención que la de continuar con la divertida francachela, empieza a gritar abajo el Rey y el Papa. ¿Por qué?; sencillo, porque los señores feudales y los obispos son desde siempre los opresores del pueblo llano, y cuando se bebe de más, uno se acuerda de quien le jode y no tiene pelos en la lengua.

—Ya, quieres decir que aflora el subconsciente colectivo —indicó Gastón haciéndose el entendido.

—Eso es, y así es como lo arrasaron todo a su paso, treparon a La Bastilla, símbolo del poder del Rey y por tanto de la opresión de los ricos y los nobles, la incendiaron, y así con todo lo que encontraron.

—Uff, tus sans culottes parecen hooligans más bien —bromeó Gastón pellizcándole el culo.

Colette cogió la pastilla de jabón y se la arrojó a la cabeza.

—Eres un escéptico y un guasón, no te tomas nada en serio. Y por cierto, a ti que te gustan tanto los hechos significativos, en ese hospital psiquiátrico que te digo había estado Sigmund Freud.

—Interesante descubrimiento, ¿cómo lo has averiguado?

—Oye, que una también se interesa por el lado oscuro.

—Me interesa mucho tu lado oscuro, muéstramelo —le susurraba él al oído, mientras ascendía con la pastilla de jabón desde los pies a la entrepierna cálida y húmeda de Colette.

—Quita, eso luego, después de la lección si te portas bien.

Gastón se resignó. Cuando ella decía que no, era que no.

—¿Pero Freud estuvo en ese hospital como paciente? —preguntó él por seguirle la corriente a ver si así cedía.

—No, gracioso, como alumno; quería aprender hipnosis, que era la especialidad del director del centro.

—Pobres pacientes, no me extrañaría que ese loco del tambor fuera un hipnotizado erróneamente por Freud —señaló Gastón.

—No lo creo, porque él no aprendió nunca a hipnotizar, no servía. Por eso, resentido, abandonó Francia, regresó a Austria y creó el psicoanálisis, basado (en qué otra cosa si no) en la palabra; porque no olvides que era judío.

—Sigue, me gusta lo que estás contando; ¿sabes?, eres mejor que yo con esto de los paralelismos y las coincidencias. Ven, ponte, así, eso es, apoya la espalda en mí.

—¿Qué pretendes?

—Hipnotizarte enjabonándote los pezones. Quizá lo consiga…

—Para ya, tonto, que me estás excitando.

—Es igual, tú sigue; me gustas más cuando te excitas.

—A mí también me gusta más cuando me excito —decía ella ronroneando como una gata satisfecha.

—Vale, estábamos en que Freud se rebela contra los hipnotizadores, mesmeristas, esos embaucadores, conspiradores, y recurre a la palabra hablada y la fuerza telúrica del Verbo, a la palabra desencadenada en la conciencia del paciente con la que el terapeuta indaga viajando hacia atrás en el subconsciente, como una vía de exploración al interior de la mente de las personas… —alardeó Gastón con rebuscado tono de experto.

—Oye, casi me lo explicas tú a mí… —dijo ella divertida por tal monserga.

—No, no, perdona, es que me dejo llevar por la costumbre. Sigue, sigue tú, anda. Mientras, yo sigo con los pezones.

—Como te coja eso y te lo retuerza…

—¿Retorcérmelo? ¡Viste!, vos debés tener algún complejo freudiano de matar al padre… Pero vos no te preocupés, que sho voy a curarlo con mi terapia —bromeó Gastón imitando el acento de un psicólogo argentino.

—Pues ya que lo dices… Freud era un fanático, un obseso por el sexo y los complejos de poder, y encima era cocainómano y misógino. Cuando Adolf Hitler se convierte en el jefe del III Reich, Freud tiene que dejar Viena, perseguido como todos los demás intelectuales judíos, en su caso acusado además de intentar husmear en las mentes arias de la nueva Alemania.

—¿Es cierto eso?

—Freud quería imponer sobre las masas la supremacía de unos pocos que conocían los secretos ocultos del individuo, es decir, esa especie de secta religiosa de seguidores del psicoanálisis que había fomentado para mayor gloria suya. Pero el nazismo no creía en más superioridad que la dictada por las leyes naturales, y para darle el tinte científico a su tesis, se había ceñido a la teoría de la evolución de las especies de Darwin, en la que se afirma que las razas superiores han de regir sobre las inferiores. Resumiendo: Freud defendía la ley del más sabio y el nazismo la ley del más fuerte. Eran irreconciliables.

—Ya veo —musitó asombrado Gastón, revolviéndose en la bañera algo molesto por la erudición de aquella chica.

—Pero ni los psicoanalistas ni los nazis —continuó Colette— se dieron cuenta de que en aquellos grupos esotéricos y pseudocientíficos de los siglos XVII y XVIII que habían provocado la Revolución Francesa se estaba incubando la semilla de una nueva religión.

—¿Qué religión?

—El socialismo. Por primera vez en la historia, los muchos se habían rebelado contra los pocos, esgrimiendo la autoridad de la mayoría, que es la autoridad de la democracia, frente a cualquier otra consideración racional o natural.

—¿Cómo sabes tú todo eso? —inquirió serio Gastón.

—Te sorprendería saber lo que se aprende en los colegios de monjas hoy día.

—Sí, ¿eh? Bueno, de todas formas me encanta tu capacidad de síntesis —concluyó Gastón deseando terminar ya con aquella conversación que le asombraba y le molestaba a la vez—. Pero bueno, ¿qué te parece si salimos de la bañera? Me estoy reblandeciendo.

—Mientras no se te reblandezca eso…

—¡De ninguna manera, eso se pone bien duro cuando hace falta!

—Ya salió el orgullo torero español.