11

Una aburrida tarde de viernes en la biblioteca pública, tarde lluviosa que se hacía eterna y de la que no se veía la hora de acabar la jornada laboral, Louis había ido en busca de Gastón a su pequeño despacho de auxiliar bibliotecario.

—No te lo vas a creer, hay un tipo ahí fuera que me ha preguntado por la colección de libros de Israel Absalon.

—¿Tenemos una colección de…? Un momento, ¿Israel Absalon? Ese nombre es judío.

—Obviamente.

—¿El viejo judío muerto? ¿Se refiere a esos libros?

—Parece que sí.

—¿Quién es, cómo sabe lo de los libros?

—No lo sé, puedes verle tú mismo, está en la sala de lectura.

—¿Qué le has dicho?

—¿De los libros que pertenecían al judío muerto? Que todavía están sin clasificar.

Escondidos tras una columna de la planta superior de la sala de lectura, ambos bibliotecarios espiaban a un hombre muy alto, quizá superior a los dos metros, que se hallaba acodado sobre una de las grandes mesas bajo la luz amarillenta de la lámpara, revisando, más bien escrutando, un desgastado volumen y tomando notas en un cuadernito negro que parecía un misal. Tenía un aspecto impresionante, nada convencional. Los cabellos negros desparramados por los hombros, lisos y peinados con la raya en medio. Llevaba puesto un largo y recio abrigo marrón verdoso con trabillas en las hombreras, dos filas de botones en la pechera y cinturón de gruesa hebilla metálica.

—Qué tío más raro, ¿cómo se llama? —preguntó Gastón.

—Y yo qué sé, nunca lo he visto antes por aquí.

—¿No has mirado su ficha?

—No creo que esté registrado; simplemente ha entrado, ha preguntado por la colección y luego sin decir nada se ha dado la vuelta. Cuando he venido a avisarte ha debido de tomar ese libro que tiene ahora. Lo que sí puedo decirte es que ese tipo tiene acento extranjero.

—¿Qué acento?

—Pues no sé, desde luego no parecía meridional.

—No tiene aspecto de serlo, con ese pelo y ese abrigo con cuello de piel de lobo o algo así… —describió Gastón.

—Pues me he fijado, y debajo lleva una especie de dormán color escarlata con entorchados, como un militar antiguo —añadió Louis.

—¿Crees que deberíamos avisar a la policía?

—¿A la policía, por qué?

—No sé, es muy raro, ¿no? ¿Cómo sabía…?

—Bah, a lo mejor es un conocido del judío ese —concluyó Louis.

Los dos compañeros habían vuelto al despacho a esperar el final de la tarde y el comienzo del fin de semana. Para cuando salieron de allí, el hombre del pelo largo y el abrigo marrón no estaba, y ellos habían olvidado el asunto.

Al otro día, sábado, aprovechando que no tenía que ir a trabajar y que Colette había ido a pasar el domingo con unos parientes que vivían en el campo, a unos ochenta kilómetros de París, Gastón había decidido comprobar el curioso dato que según Colette aparecía en esa novela sobre el péndulo de Foucault. No es que Gastón se hubiera creído lo de la conspiración templaría para acabar con la princesa Diana, pero es que además, desde el tiempo que llevaba viviendo en París no había visitado las alcantarillas que hizo famosas Víctor Hugo en Los miserables.

Cogió el metro Alma-Marceau y se plantó frente al número 93 del Quai d’Orsay, por donde se accede a las cloacas, cerca del Pont de l’Alma. No es precisamente barato entrar, el billete cuesta 25 francos. En un folleto que le habían dado junto con el ticket decía que de los 2100 kilómetros de alcantarillas que hoyan París por debajo, 480 metros están abiertos al público. Gastón había imaginado que en la visita al subsuelo estaría solo y podría disfrutar de un rato de tenebroso paseo por las entrañas de la ciudad, y con un poco de suerte ver alguna señal de los templarios clandestinos ocultos en el intrincado laberinto de pasadizos, bóvedas, sótanos, colectores y acequias inmundas. Pero no era así la cosa. Desde la misma entrada aquello era un río de turistas, en especial japoneses, filmando y fotografiándolo todo. Ni siquiera olía a cloaca propiamente dicha, aunque sí a poca ventilación, tal como en el túnel del metro. Por descontado, no había templarios ni señales o inscripciones simbólicas de secretas logias masónicas, ni rosacruces, sino de trecho en trecho, algún anuncio publicitario descolorido.

Iba a marcharse ya, decepcionado y agobiado por el tumulto, cuando le vio. Allí, entre la jauría de sonrientes japoneses y sonrosados alemanes, destacaba por su palidez grisácea, su gran estatura e inusual atuendo, el visitante del viernes en la biblioteca. A pesar del sofoco reinante llevaba puesto su largo abrigo con cuello de piel abrochado con sus dos filas de botones. Miraba abstraído a su alrededor, casi inexpresivo, con el pelo largo y, ahora que se fijaba, una barba de perilla alrededor del mentón de su cetrino rostro inquietante. Le pareció a Gastón que el sujeto gigante le había mirado fugazmente con unos ojos negrísimos y profundos, como los de un hipnotizador. Unos ojos que llevaba semiocultos tras unas gafas redondas de cristales rojos que le daban un vago aspecto lobuno y feroz. Pero quizá no había sido más que uno de esos cruces de mirada involuntarios. Luego, simplemente, la riada de turistas había hecho que le perdiera de vista.

Al salir de los subterráneos, Gastón caminaba pensativo por el casual encuentro cuando el teléfono móvil disparó su señal de mensaje en el buzón de voz. Se detuvo y escuchó. El pulso se le aceleró y una ola de calor le subió de repente hasta el rostro. El mensaje era de un hombre que le saludaba por su nombre y le citaba para dentro de una hora en cierto café próximo a la casona del judío muerto. Sin duda, había sido grabado en el tiempo que había pasado dentro de las cloacas por falta de cobertura telefónica. La voz grabada hablaba con evidente acento extranjero, quizá ruso, checo o polaco, pero no era, por así decirlo, un acento natural, sino uno de esos que suenan demasiado forzados, como los actores de una mala película deficientemente doblada; o mejor, con esa manera que tienen los escritores mediocres de evidenciar la nacionalidad rusa de un personaje, recurriendo a la fonética para hacerle hablar pronunciando la erre bien marcada.

¿Qué podía hacer sino acudir a la extraña cita? Aquel misterio le estimulaba. Por eso se dio prisa en recorrer la distancia que le separaba del lugar indicado por la voz rusa o lo que fuera. Quince minutos antes de lo consignado, Gastón ya estaba en el café. A la hora en punto aparecía por la puerta el hombre del abrigo, entrando con grandes zancadas y luego deteniéndose en mitad del local para otear desde su altura superior por encima de las cabezas de parroquianos y el humo del tabaco. Vio a Gastón, que desde la mesa del fondo le miraba con la incógnita y el interés reflejados en el rostro. Cuando se acercó a él, el hombre improvisó una leve inclinación, que debido a su estatura resultó incluso deferente, a la vez que Gastón hacía un amago de levantarse para saludar, pero sin completar del todo la maniobra, dejándose caer de nuevo en la silla.

El gigante se desabrochó el abrigo y lo colocó sobre una silla libre. Llevaba debajo aquel dormán de aspecto militar; en la mano, una chistera totalmente fuera de lugar y de tiempo, y un rebuscado broche de oro y piedras preciosas uniendo el cuello de su anticuada camisa. Parecía que se hubiese vestido para una fiesta de disfraces, pero algo en la forma de llevar tan peculiar atuendo, hacía ver que aquel gigantón no iba disfrazado, sino que esta era su forma habitual de vestir.

—Buenas tardes, señor Garcelán. Me disculpará mi manera de contactar con usted, pero el asunto en el que me hallo inmerso requiere toda discreción.

Efectivamente, el tipo hablaba como una película mal doblada o como una novela mal escrita. Se quitó los guantes de piel amarillos y los dejó sobre el abrigo. Como es antigua costumbre en Francia, ahora totalmente en desuso, previamente había colocado la lustrosa chistera en el suelo, al lado de la silla. Una vez sentado, tendió por encima de la mesa su mano grande, huesuda, arrugada y adornada con gruesos anillos de oro y pedrería.

—Me llamo Pierre Rakosky.

A todo esto, Gastón, con el café delante, seguía mudo de asombro, mirando alternativamente el grueso abrigo verdoso, que parecía un oso pardo agazapado sobre la silla; los anillos de oro con escudos grabados o piedras brillantes engastadas y los fríos ojos negros hundidos debajo de espesas cejas y detrás de las gafas redondas de cristales rojos, dando un inquietante aspecto a su rostro de hombre sin edad, porque ¿cuántos años tendría aquel tipo? ¿Cuarenta y cinco, cincuenta? Puede que más, era difícil precisarlo. Su expresión cambiaba según recibiese la luz, o según el perfil y la actitud que mostrara.

—Seguramente se estará usted preguntando para qué le he citado. Bien, se lo aclararé, usted no me conoce y…

—Sí le conozco —interrumpió Gastón, al tiempo que un camarero se acercaba para tomar nota. «Vodka», pidió lacónico el recién llegado, deteniendo su introducción hasta que el mozo se marchó.

—Ah, sí, ¿me conoce?

—Le vi ayer en la biblioteca —afirmó Gastón.

—Es cierto, estuve allí; ya veo que es usted un buen… ¿cómo se dice?… fisonomista; ¿pero cómo es posible eso?, yo no le vi. Ah, ya, no me lo diga, algún compañero, claro… comprendo —le dio un trago al vaso de vodka nada más depositarlo el camarero sobre la mesa. Luego lanzó una exhalación sonora de placer.

—¡Aaaah!, ahora es otra cosa. Yo soy del Este, ¿sabe?, pero en este país de usted, el condenado clima húmedo es mi perdición.

—Señor… —Gastón, sin aclararle que él no era francés, intentó acortar el exordio de aquel hombre. Iba a decir su nombre, pero no lo recordaba ya, ni creía que aun así supiera pronunciarlo.

—Pierre Rakosky —adelantó el otro dando un nuevo trago al vaso de vodka.

—Pues bien, señor Rak…, quisiera saber lo que desea, para qué me ha citado, si no le importa.

—¡Ah, sí, sí, sí, sí!, ustedes los latinos y su tradicional prisa, diría mejor… ¿cómo se dice?… vehemencia. No, ya veo que no saben tomar ni disfrutar una copa con un camarada; conversación, calor humano…

—Señor Rak…

—Está bien, está bien —Pierre Rakosky levantó la mano como pidiendo disculpas—, al grano, como dicen ustedes, ¿no?

—Si es tan amable —remarcó Gastón.

—Muy bien, desde luego… Ya habrá adivinado usted por mi visita a la biblioteca y el discreto encuentro que tuvimos en las alcantarillas que me intereso por algo que usted sabe.

—¿Yo? Oiga, si se refiere a los libros de ese viejo fallecido, nosotros no…

—No, no, no, no. No me refiero a los libros de ese… ¿cómo se dice?… intrigante de Absalon, por otro lado un simple eslabón de la cadena, un don nadie, ¿se dice así, eh? Ya se habrá dado usted cuenta de que los libros que tenía ese conspirador de retretes no eran excesivamente… ¿cómo le diría?… principales; ¿se dice así?, no, mejor importantes, valiosos; y no estoy hablando desde el punto de vista económico.

—¿Entonces?

—Ah, se interesa usted. Bien, bien, le diré algo. Ese chiflado cabalista judío de Absalon andaba con malas compañías, gente poco recomendable, no quiera usted saberlo…

—No quiero, eso no es asunto mío.

—Ah, bien, bien, bien, discreción, mejor así… Pero mejor le hablo de… Verá usted, quisiera saber qué han hecho ustedes con el Apparatus.

—Perdón, ¿con el qué?

—El Apparatus —repitió.

—No sé qué…

—Oh, bien, ya veo, entiendo. Claro. Me olvidaba de… En fin, olvidaba que estoy hablando con alguien del Sur, donde se regatea siempre el precio. La… ¿cómo se dice?…, la mordida, o si lo prefiere, la comisión; ¿se dice así? Pero por mí no lo haga, ¿sabe?, tengo dinero, no moneda del Este, no, le hablo de dólares americanos, ¿eh? Sí, sí, lo admito, ahora soy yo el que tiene prisa por llegar al asunto, es cierto, sí, pero mire, zanjemos esto. ¿Cuánto quiere por el Apparatus, la máquina de Aristóteles? No es un libro, ustedes solo trabajan con libros, ¿no? ¿Entonces? Hay acuerdo, ¿no? Usted pone el precio.

—Oiga, no sé de qué me está hablando —afirmó Gastón—. En aquella casa no había más que muebles viejos, unos pocos libros, la mayoría sin valor, como usted ha dicho, y en todo caso, mucha mierda.

—Ah, claro, mierda. Sí, sí, sí, entiendo.

—Sí, eso es, no había ningún… «aparatum» ni ninguna máquina de Aristóteles, ni de Platón ni de ningún otro.

—¡Ah, ja, ja! —Pierre Rakosky batió palmas mecánicamente dos o tres veces, como un niño pequeño aplaude en el circo—, ya veo, ya veo, el humor, claro, la… ¿cómo se dice?… ironía; ya salió. No, si me parece bien…, me parece bien. Pero, al grano, sé que el Apparatus, derivado de la máquina de la Lógica de Aristóteles estaba allí, lo había conseguido ese hebreo por medio de sus sucias artimañas de raza, lo quería para impedir que nosotros… O quizá para venderlo al mejor postor, puede incluso que al Islam…, sé que esos perros infieles van detrás de hacerse con él… En fin, ya se imaginará usted, tratándose de un judío…

—Mire, señor —intervino Gastón, molesto por tanta verborrea y sospechando que aquel hombre no andaba bien de la cabeza—, creo que ya hemos hablado bastante. Le agradezco su interés, pero ya le he explicado que en aquella casa solo había libros, que yo sepa, y en cualquier caso, si a usted le interesa alguno, no tiene más que pasar por la biblioteca para verlos; rellena una ficha, se da de alta y…

—Oh, ah, ya, claro, claro, entiendo. Cómo no, la burocracia, el popeleo, se dice así, ¿eh?

—Papeleo —corrigió Gastón dando un suspiro de resignación. Cuando se lo contara a Louis no se lo iba a creer.

—Claro, claro, era eso, hay que registrarse…, bien entendido, entendido —mientras decía esto había cogido con su mano derecha uno de los gruesos anillos de su mano izquierda y tiraba de él hacia fuera. Cuando por fin lo sacó del dedo, depositó la joya junto a la taza de café de Gastón. Era dorado, grande como un albaricoque, y llevaba engastado un rubí del tamaño de un garbanzo.

—Verá, amigo mío, camarada, si me lo permite. Este anillo perteneció a una casa imperial. Vale más de 300 000 dólares. ¿Cree que servirá para hacerme sin burocracia ni popeleo con el Apparatus?

Quizá fue por la sorpresa de aquella acción inesperada, o por la visión del oro y el brillo del rubí, el caso es que Gastón reaccionó de manera diferente. ¿Qué objeto era ese que buscaba con tanto afán su estrafalario interlocutor? Ni él ni Louis habían visto nada parecido a una máquina en la casa del judío muerto. ¿A qué se estaba refiriendo el tipo? ¿Y si hiciera como que sabía en efecto lo de ese Apparatus…? —se dijo Gastón—, quizá así aquel raro personaje siguiera hablando de qué se trataba. A Garcelán le comenzaba a picar la curiosidad ante tanta insistencia.

—¿Para qué sirve esa máquina? —preguntó fingiéndose más dispuesto a colaborar.

—Ah, le interesa, ¿eh? Sabía yo que estaba tratando con un hombre inteligente; no hay más que ver cómo se atiene a razones —dijo el gigante acariciando con un dedo el anillo y empujándolo suavemente hacia Gastón—. El Apparatus deriva de la máquina de la Lógica de Aristóteles, que es el primigenio mecanismo teórico para descubrir… ¿cómo se dice?… las esencias, las conexiones, las claves, los secretos, las lenguas perdidas que se hablaron en Babel…, pero sobre todo, el efecto de los astros sobre las personas, y no estoy hablando de esa cosita del zodiaco…

—Ya; ¿podría ser un poco más concreto?

—¿Concreto? —El extranjero parecía sorprendido—. Le hablo de conexiones entre nosotros y los astros, ¿y usted me pide que sea más concreto? Le hablo del número y de la palabra como vínculo de Sabiduría; la aritmética y la gramática conjugadas, las claves ocultas del lenguaje y la matemática para decir sin decir o para decir otra cosa de lo que aparentemente se dice, o no decir lo dicho sino todo lo contrario, para decir así lo indecible y encontrar lo inencontrable…

—Vale, vale, oiga, no me líe —interrumpió Gastón—; ¿qué tiene que ver todo ese trabalenguas con las conexiones entre nosotros y los astros?

—¡Pero camarada, ¿usted vive en París y me pregunta por las conexiones entre lo conocido y lo desconocido?! ¡Santa ignorancia! Usted, perdone, pero vive en el lombo.

—Limbo.

—Bien, eso. ¿Y qué cree que buscaban si no su paisano? Eugéne Ducretet y el mío, Aleksandr Stepanovich Popov, intentando unir… ¿cómo se dice?… ¿telegráficamente la Torre Eiffel con el Pantheón?

Gastón Garcelán quedó de pronto paralizado al escuchar eso. El extranjero acababa de nombrar la Torre Eiffel. No pudo evitar un vahído de emoción. Sin embargo, hizo un esfuerzo por disimular su impresión. Debía permanecer frío, atento, evitar mostrarse demasiado interesado. No sabía realmente aún ante quién estaba, pero le empujaba el interés por ver adonde conducía aquella entrevista sorpresa, saber cuánto sabía su interlocutor. ¿Pero saber qué? ¿Cómo se reconoce lo que se quiere saber cuando no se sabe lo que se quiere? ¿O cómo se sabe lo que se quiere si no se le reconoce?

Gastón lanzó un anzuelo:

—Ahora que lo dice, quizá pueda ayudarle. ¿Qué aspecto tiene esa máquina?

—¿El Apparatus? Oh, camarada, es una evolución del Organon de Aristóteles, claro está. Le supongo a usted un hombre culto, así que no le repetiré los detalles del principio que lo hace funcionar. Ya sabe que Aristóteles describe diez categorías con las cuales todo se puede expresar: sustancia, cantidad, cualidad, relación, tiempo, lugar, situación, condición, acción y pasión. Y el Organon, quién lo duda, es el método, la máquina que trabaja con las combinaciones de todos los elementos; más uno no nombrado: el undécimo elemento.

—¿El undécimo elemento?

—Así es, camarada…, la ¿cómo se dice?… la aleatoriedad, el azar; o si lo prefiere, la casualidad, término poco preciso y vulgar; así que yo lo designaría más bien con la palabra anglosajona serindipity.

Gastón no podía creer lo que oía. ¿Era posible que el tal Rakosky y él estuvieran jugando al mismo juego sin saberlo? ¿Era el Organon un método para generar coincidencias y concordancias, una máquina de lo improbable que convertía lo probable en posible? Las ideas le volaban en desbandada por la cabeza.

—Pues bien —seguía el extranjero—, el Apparatus, no me pregunte cómo, hace descubrir las combinaciones de números, letras y categorías que contiene inscritos. Resultado: el Apparatus calcula lo invisible, lo no manifiesto. ¿Y para qué sirve eso?, se preguntará usted. Perdóneme, pero he de ser necesariamente… ¿cómo se dice?… críptico en este punto. Solo le diré que lo que en apariencia no existe para nuestros sentidos, es simplemente porque no ha podido ser calculado, nombrado. Y yo busco eso precisamente, lo que está oculto a la mayoría.

—Sí que es enigmático —dijo Gastón pensativo.

—No puedo darle más datos. Lo que quiero conseguir gracias al Apparatus es una, ¿cómo diría…?, una operación de fe, no es lugar para no creyentes.

—Luego es un lugar.

El extranjero carraspeó nervioso y miró de soslayo a su alrededor, como si temiera la presencia de algún espía.

—Quizá me he expresado mal… —dudó—; en todo caso, ya he hablado demasiado. Y ahora, camarada, ¿me dirá dónde está el Apparatus?

Gastón se sentía un poco aturdido por aquella sarta de datos y revelaciones tan inverosímiles como interesantes para su perpetuo juego de concordancias. Puede que estuviera dando demasiado crédito a un desconocido trastornado. La prudencia, que es como la clase media denomina a la mediocridad, terminó por aflorar. Con un dedo, apartó de sí el anillo de rubí, acercándolo de nuevo hacia su dueño.

—Lo siento —dijo Gastón dando por zanjada la entrevista—, me temo que no puedo serle de ayuda; en casa del judío no había nada como lo que usted describe.

El lunes siguiente, Gastón Garcelán le había contado a Louis toda la conversación mantenida con Rakosky, aunque omitiendo, sin saber muy bien por qué, el encuentro aparentemente fortuito en las alcantarillas. Se había tropezado al extranjero por la calle, mintió Gastón. Louis le había amonestado, «te estás obsesionando», y había añadido:

—¿No te creerás todo lo que te dice un desconocido por ahí?; esto es París, aquí hace siglos que pulula lo peor de toda Europa. ¿No has leído Los misterios de París, de Eugenio Sue? Si lo que te gustan son los misterios, aquí tendrás muchos, si lo que buscas son secretos, complots, conspiraciones y tramas ocultas, aquí te abordará gente que te jurará estar en el meollo de todos los conventículos ocultos y las manos negras. Es una ciudad llena de aprendices de brujo, intrigantes y abyectos.

—Pero esa máquina de la Lógica tiene su lógica, aunque no estuviera en casa de Absalon… —indicó Gastón.

—¿El qué, el Organon? Pues claro, pero eso no quiere decir que funcione, no es más que un juguete teórico de la antigüedad, un ábaco para entretenerse haciendo permutaciones. Normal que pudiera haber una cosa así en casa de un judío. Vamos, hombre —descartó Louis—, todo eso que te ha dicho tu ruso de pacotilla no es ningún secreto.

—¿Ah, no?

—Como deberías saber —ilustró Louis—, el llamado Organon o Instrumento de Aristóteles es un método que usa diez categorías para describirlo todo, siempre que se haga la correcta combinación, o sea, como él dice en su Metafísica, «A difiere de N por la forma, AN de NA por el orden, Z de N por la posición», y así. Pero lo que no dice Aristóteles es cuál es la combinación correcta que revela la esencia oculta de todo. Porque no la sabe.

—Bien, puede que tengas razón —admitió Gastón—, ¿pero y eso de la conexión electromagnética entre la Torre Eiffel y el Pantheón?

—Creo que ese ruso te ha tomado el pelo, no sé si para divertirse o más bien porque estará chalado, ¿no viste el aspecto que tenía? Por cierto, ¿sabes qué libro era el que estaba ojeando el viernes por la tarde? Pues una copia facsímil del Nuctemeron.

—¿Tenemos ese libro?, me suena al Necronomicon —repuso Garcelán con evidente incredulidad.

—Es un ejemplar muy raro atribuido a Apolonio de Tiana. El original está guardado en la caja fuerte, pero disponemos de una copia para investigadores, aunque hasta ahora no la había consultado nadie.

—¿Pero de qué va? —preguntó Gastón.

—El Nuctemeron no es en realidad una obra independiente, forma parte, a modo de apéndice, de algunos pocos ejemplares que se conservan en todo el mundo del Dogme et Rituel de la Haute Magie, de Eliphas Levi. Y ya imaginarás —estaba añadiendo Louis— que esa no es precisamente una lectura científica.

—El ruso me dijo que estaba buscando el undécimo elemento —señaló Gastón.

—No te digo… Un lunático —concluyó Louis.

De regreso a casa, Gastón Garcelán le había contado su encuentro con el enigmático personaje también a Colette.

—Vaya, te dejo solo un fin de semana y me la pegas con un ruso —bromeó ella.

—Pero lo curioso es que se interesara por ese ocultista también judío, Eliphas Levi, que por cierto, era otro de los que frecuentaban esa Librairie du Merveilleux.

—¿No has dicho que ese ruso ojeaba el Nuctemeron? —preguntó ella.

—Bueno, sí, pero no sé de qué va ese libro. Louis me explicó algo, pero sigo sin enterarme. ¿A ti te suena de algo? —Gastón, por primera vez, estaba pidiendo ayuda a Colette, reconociendo así la superioridad de sus conocimientos.

—Solo sé que de él extrajo Gerard Encausse su seudónimo, Papus.

—¡¿Cómo?! —exclamó Gastón—. ¡Ese sí me suena, precisamente fue él quien fundó el grupo que se reunía en la Librairie! Lo dice el librito que encontré en casa del judío muerto, el del Doktor Wagner.

—Oye, cálmate, te encuentro un poco exaltado —pidió Colette.

—Así que ese Papus también andaba metido en esto…

—No es de extrañar, ese sí que puede decirse que era un iniciado. Supongo que sabrás que estudió cábala y alquimia, y con todo eso aún le quedó tiempo para las cosas serias, pues en 1894 se licenció en Medicina en la Universidad de París.

—¿Lo ves? —Gastón relacionaba los datos.

—Además —añadió ella—, se sabe que fue médico y confidente del zar de Rusia; luego, al comienzo de la Primera Guerra Mundial, se alistó en el cuerpo de sanitarios del ejército francés, y allí murió, en 1917 de una rara enfermedad de la sangre.

—¡¿Una enfermedad de la sangre, dices?! —El corazón de Gastón saltaba alocado.

—Sí, ¿qué pasa?; creo que anemia, tuberculosis, no sé, algo de eso. ¿Por qué lo preguntas? Te estás poniendo muy raro Gastón.

—Por nada, por nada… —él no quería revelarlo, pero acababa de acordarse de aquellas enfermedades de la sangre, las porfirias, que había sufrido el coronel Ambrosio Grimau, incluso de la mordedura del presunto vampiro el Murciélago. Y Papus había pertenecido al mismo grupo ocultista que Salvá i Campillo, el médico que había curado a Grimau… Demasiadas coincidencias.

—Seguro que ya estás estableciendo paralelismos —adivinó Colette. Garcelán cambió de registro para no revelar sus pensamientos.

—Sí, porque el ruso citó también a Eiffel…

—¡Ja, ja, ja, ja, pues claro! —Rio encantadora Colette. Su risa tenía la facultad de ponerlo todo en su sitio—. Mira por la ventana, Gastón, estamos en París, desde todas partes se ve la Torre Eiffel. Maupassant desayunaba casi todos los días en el restaurante de la Torre: «Es el único lugar de París desde donde no la veo», decía, porque el monumento no le gustaba.

—Puede ser, pero te repito lo que ya te dije: a mí todo eso de las conexiones electromagnéticas me confirma que algunos andaban tramando algo grande, a escala mundial; si no, fíjate, ya tenemos dos tótems gigantescos: la Torre y la Estatua de la Libertad. Luego intentan la conexión, de modo experimental, escala reducida, entre la Torre y la cúpula del Pantheón. Por cierto, ¿qué hay allí?

—¿En el Pantheón? —preguntó ella—. Es una tumba, un mausoleo donde están enterrados casi todos los líderes de la Ilustración y la ciencia: Rousseau, Víctor Hugo, Émile Zola, Voltaire, incluso Madame Curie.

—¡Lo ves, se trata de un símbolo!, esa gente trabaja con símbolos, investigan lo oculto, lo telúrico, ¿pero es que no lo entiendes?

—¿El qué? —preguntó Colette confusa.

—Pues que intentan establecer una red de conexiones en todo el mundo, por eso, otro de ellos, Fernando Lesseps, se dedicaría más tarde a abrir pasos entre los continentes realizando los canales de Suez y de Panamá, me pregunto si para que fluya la energía o para…

—Ya estás desvariando como siempre —le regañó Colette un poco harta de la paranoia de aquel muchacho.

—Quizá, pero algo me dice que si el ruso ese nombró a Ducretet y a Popov y su experimento electromagnético entre pináculos de París, es por alguna razón, no casualmente. Y creo que voy a indagarlo; esta noche me quedaré después de la hora de salida en la biblioteca a ver qué averiguo.

—Como quieras, corazón —suspiró resignada ella—. Cuando termines de jugar a Sam Spade en busca del halcón maltés, si no es muy tarde, puedes pasar por mi apartamento a contarme lo que hayas encontrado.

—Pasaré a algo más que eso —dijo él guiñándole un ojo.

—Me gusta tu sentido del deber.

—Primero el trabajo y luego el placer.

—Sí, eso ya lo he notado —concluyó ella con cierta expresión sombría.