13
Después de aquel encuentro de madrugada, Gastón pasó unos días meditando en las últimas palabras que el gigante ruso le había dicho, y que habían sonado a insinuada advertencia. Luego, no sabría decir si por temor o por hastío, lo olvidó todo. Simplemente se sumió en la rutina de su trabajo, las noches de bañera y sexo con Colette; pequeños placeres cotidianos como el Gitanes, el pastis, los cafetines… París le reabsorbió para su causa.
Una tarde, al regreso del trabajo, callejeando por los barrios de costumbre, se tropezó de nuevo con la iglesia del reloj parado. Alzó la vista recordando la posición curiosa en que se habían detenido por última vez las manecillas, las doce y media en punto. Pero para su perplejidad, Gastón comprobó que ahora el reloj de la sucia esfera de zinc y las saetas de hierro oxidado marcaba las once y veinte. Esa no era la hora correcta, así que intrigado por el hecho, decidió esperar un rato para ver si es que habían puesto en marcha el reloj, pero se les había olvidado ponerlo en hora. Al cabo de diez minutos las saetas no se habían movido de su obstinada posición. El reloj seguía parado pero en otra hora. Cómo era posible —se preguntaba Gastón—, si la maquinaria estaba parada, que hubiese avanzado hasta cambiar de posición. La iglesia gótica tenía un aspecto decrépito de abandono y ruina, con la piedra renegrida, los tejados invadidos por la hierba salvaje, las grandes puertas de madera cerradas y muy sucias. Estaba claro que allí no se celebraban misas ni ninguna otra liturgia desde hacía mucho tiempo.
Dando la vuelta por el callejón lateral de la pequeña placita donde estaba enclavado el templo, encontró una estrecha puerta de madera con los cristales tan sucios que parecían opacos. En el marco tenía un antiguo timbre negro de baquelita. Gastón oprimió el pulsador y un sonido cascado de electroimán se escuchó dentro con estridente eco. Al cabo de un rato la puerta se abrió. Apareció en el umbral un hombre mayor de aspecto pulcro, incluso atildado. Lucía una abundante cabellera y una poblada barba, ambas casi totalmente blancas por la edad. Sin embargo, sus ojos claros eran joviales, más que eso, juveniles. Vestía una anacrónica levita negra según los usos de principios de siglo para la moda elegante de un gentleman, camisa blanca de cuello alado y corbatín anudado con un elegante lazo azul, y se apoyaba en un bastón negro con rebuscada y artística empuñadura de plata. Todo él parecía sacado de una de esas antiguas fotos color sepia.
Se saludaron. Con agradable voz dijo llamarse Jules Never. Gastón le pidió disculpas por la molestia y le explicó su curiosidad por el reloj de la torre. Pronto se dio cuenta de que aquel anciano caballero disfrutaba de un humor envidiable en sintonía con sus ojos vivarachos y encendidos. Parecía además ser un buen conversador, aunque su acento y su léxico eran antiguos y algo amanerados, demasiado literarios, como sacados de una novela romántica, quizá Proust, o mejor Gerard de Nerval.
—Ahora mismo me disponía a tomar el té —dijo el anciano.
—Ah, entonces no le molestaré; ya pasaré otro día…
—No, no, se lo digo por si le gustaría acompañarme, y de paso le cuento lo que le interesa sobre el reloj.
La casa que habitaba Jules Never se componía de unas cuantas habitaciones no muy grandes, adosadas al muro medieval del templo. Todo en el interior era sencillo, espartano, antiguo y bastante envejecido, pero aun así, flotaba un aire de cierto decoro trasnochado y decimonónico.
—Me atiende una beata, ya sabe usted cómo son —justificó Never aludiendo al orden y la limpieza—, por ganarse el cielo hacen lo que haga falta, incluso cuidar a un pobre viejo como yo.
—Usted no es viejo —terció amable Gastón.
—Oh, muchas gracias; ¿eso cree? Bueno, después de todo, un caballero nunca envejece; madura. Pero, siéntese, por favor. ¿Té o café?
Jules Never le sirvió, mientras hablaba una cháchara sin freno, cambiando locuaz de un tema a otro, a la vez que devoraba con apetito la merienda.
—Ah, es usted español; bien, bien, un noble pueblo que no se deja doblegar fácilmente. Yo, aunque soy francés, les admiro. Ni nuestro gran Napoleón Bonaparte pudo con ustedes.
—¿Conoce usted España? —le preguntó Gastón por cortesía.
—Conozco muchos sitios… —dijo desenfocando sus ojos claros, como si los recordase todos de golpe. Había algo nostálgico o bucólico en su acento—. He viajado por todo el mundo, créame ¡por todas partes! ¿Qué pensaría si le digo que he estado incluso en el futuro? —le preguntó Jules Never acercándose y bajando el volumen de la voz.
—Pues…
—¡Ah! —gritó Never como si hubiese caído de pronto en algo olvidado—, pero usted preguntaba por el reloj de la torre. Pues sí, está parado, hace años; luego iremos a verlo, si quiere. Cuando yo llegué aquí, funcionaba. Luego, declararon el templo en ruina (hubo algunos desprendimientos de las cornisas y el obispo no quiso correr riesgos), y el relojero dejó de venir. Ahora lo cuido yo.
—¿Es usted relojero?
—En cierto modo… Soy, por decirlo así, el guardián del tiempo —si el tal Never quería resultar inquietante, lo estaba consiguiendo—. No, en serio, soy una especie de vigilante.
—¿Cómo?
—Se lo explicaré: el templo está desacralizado, cerrado al culto, y el obispado pensaba clausurarlo. Yo pedí permiso para mantenerlo abierto a los visitantes amantes del arte gótico, y me lo concedieron. Total, esta vieja iglesia solo sirve ahora como tumba de alguien que se hizo enterrar junto al altar mayor. Pero bueno, otra vez me voy por las ramas; usted venía a saber por qué el reloj se mueve si está parado, ¿no es eso?
Gastón afirmó.
—Pues sí, se mueve —indicó Never dicharachero—, incluso un reloj parado depende de las leyes físicas, no está totalmente muerto como pueda pensarse. Sí, ya sé que le parece raro. El reloj permanece por un lado fijo, pero por otro lado no es así, pues se desplaza junto con todo el planeta, y además, todo gira a su alrededor como un giroscopio gracias a las pesas de péndulo que lo mueven. ¿Ha oído usted hablar del péndulo de Foucault?
—Algo… —Gastón recordó al instante la novela del escritor italiano de la que le había hablado Colette.
—Verá usted, lo que hizo Léon Foucault en 1851 fue demostrar definitivamente la rotación de la Tierra mediante un péndulo gigante. Suspendió un hilo metálico de 67 metros de largo, en cuyo extremo inferior había atado una esfera de hierro de más de 20 kilos de peso, y el extremo superior lo había atado al techo de un templo. La esfera, por su parte baja, tenía un pequeño puntero, casi a ras de suelo, que rozaba una capa de arena húmeda que previamente se había extendido en el piso, de tal forma que a cada oscilación del péndulo, el puntero marcaba el recorrido en la arena. Pronto se descubrió que el surco oscilaba y realizaba un dibujo, un trazo cambiante conforme la tierra rotaba sobre el suelo del templo del Pantheón, de cuya cúpula estaba suspendido el péndulo.
—¿En el Pantheón ha dicho? —Gastón se había estremecido.
—Sí, Foucault colgó su péndulo de la cúpula del interior del Pantheón, un lugar amplio, para que todos pudieran contemplar el experimento. Desde entonces, a ese simple ingenio técnico se le conoce como péndulo de Foucault.
¡El Pantheón —Gastón estaba exaltado por el nuevo descubrimiento que le devolvía a sus olvidadas investigaciones—, el mismo edificio desde donde habían transmitido Ducretet y Popov con su artilugio de telegrafía sin hilos! Sin duda —pensaba excitado—, la conexión de todo ello era más que telegráfica. Gastón le preguntó a su anfitrión por qué el científico francés había elegido ese lugar para su experimento con el péndulo, y Jules Never le había contestado con una extraña sonrisa de condescendencia, fingiendo que no le había escuchado.
—Ande, pruebe estos bizcochos, los hace la beata de la que le he hablado.
Luego, tras la merienda, fueron juntos a la torre. Desde allá arriba bajaban los cables de acero como grandes péndulos rematados por una pesa de piedra como lastre en el extremo.
—Perdone que no pueda subir a mostrárselo y que se lo cuente todo desde aquí abajo, pero hace años que mis piernas ya no pueden ascender por esas tortuosas escaleras de caracol de piedra resbaladiza que llevan hasta la máquina. La imagino oxidada, manchada por el detrito de las lechuzas, quizá sirva ahora como nido de estorninos y golondrinas, entre engranajes que tiran para un lado y para el otro, y que ahora se niegan a avanzar, puede que porque no se ponen de acuerdo en la dirección de giro… no sé…, perdone, no me haga mucho caso, son cosas de viejo —Never murmuraba extasiado apoyado en su bastón y mirando hacia arriba por el oscuro hueco de la torre.
Gastón le había hecho un gesto de indulgencia y comprensión, y el buen hombre se había animado a seguir.
—El tiempo no es lineal, sino circular. Como el círculo, o como la esfera, el tiempo no tiene ni arriba ni abajo, ni antes ni después. Piense en esto: si usted quisiera regresar a una fecha concreta del pasado, lo primero que debería conocer es en qué fecha se encuentra en el momento de la partida, para así poder descontar los días, los meses y los años hacia atrás desde un punto dado en el tiempo. ¿Conforme?
—Es lógico —asintió Gastón, entretenido por los razonamientos de aquel peculiar hombre vestido al estilo de otras épocas.
—¡Pues no señor! No podría hacerlo ni aunque tuviera la mejor máquina del tiempo, la de H. G. Wells…
—¿Cómo es eso? —Gastón le seguía la corriente, suponiendo que el anciano quizá estuviese algo trastornado por la edad.
—Se lo plantearé de otro modo. ¿En qué fecha cree usted que se encuentra ahora mismo?
—Pues es obvio… —Gastón iba a decir el dato pedido.
—Ya, ya —interrumpió Never—, usted me contestará con el número y el día de la semana, el mes y el año en que nos encontramos hoy mismo.
—Claro.
—Bien. ¿Pero de qué calendario?
—¿Cómo dice? —El asunto se estaba tornando interesante para Gastón.
—Sí, ¿qué calendario usaría usted como punto de referencia para su viaje al pasado? ¿El juliano, el gregoriano, el islámico, el budista, el azteca…?
—¡Tiene razón! —exclamó Gastón—. Entonces, ¿qué podríamos hacer para saber la fecha real en la que nos encontramos?
—¡Ah…, eso es! —secundó complacido Jules Never—. Usted ha venido a ver el reloj, ¿no? En realidad no está parado, como usted piensa, sino que atrasa en relación con el movimiento de la Tierra a través del espacio. La Tierra se aleja a gran velocidad de su momento anterior, luego los relojes del planeta no pueden seguirla.
—Sigo sin entender…
—Nuestro planeta está ahora mismo girando alrededor de su eje a 1666 kilómetros por hora; alrededor del Sol a 107 244 kilómetros por hora; junto a todo el sistema solar a 777 600 kilómetros por hora dentro de la Vía Láctea, galaxia que a su vez se desplaza a 2 880 000 kilómetros hora por el espacio. Si suma las cantidades, dan una velocidad global de 3 966 510 kilómetros por hora. ¿Entendido?
Gastón hizo un ademán asertivo, aunque trataba de aunar toda aquella información en su cabeza.
—Pues bien —continuó Jules Never—, según la teoría de la relatividad, formulada en 1905 por Einstein, los relojes en movimiento atrasan respecto a los que están en reposo. Para demostrarlo creó la llamada paradoja de los gemelos: si uno de los dos hermanos viaja en una nave espacial a una velocidad próxima a la de la luz y regresa a la Tierra cuando según su calendario han pasado veinte años, se encontrará con que su hermano es sesenta años más viejo. La teoría de la relatividad juega a favor del gemelo que ha viajado a más velocidad.
—Ya entiendo.
—Pero ¿y si en lugar de viajar a más velocidad hacia el futuro se quiere viajar hacia el pasado? Imagine por un momento que yo vengo del futuro, eso querría decir que conozco lo que va a suceder y puedo obrar en consecuencia. Es decir, puedo hacer trampa al volver al pasado y cambiar la historia del mundo.
—Es cierto, ¿y qué cambiaría usted? —Gastón había comenzado a tomarse en broma las argumentaciones de su anfitrión.
—Oh, bueno, no sé, cualquier cosa… Quizá aquella muchachita que se resistió a mis cortejos. Pero, en fin… puede que sea mejor así. Pero mire, en realidad, no siempre se trata de cambiar algo. Puede que, al contrario, lo que alguien intente si puede dominar esta técnica es que no cambie determinado suceso del pasado.
—¿En qué está pensando? —preguntó Gastón entre escéptico e intrigado.
—Le pondré otro ejemplo: imagine si alguien consiguiera evitar o impedir la muerte de Cristo en la cruz; eso querría decir que no resucitó, y que por tanto no sería el hijo de Dios, y el cristianismo no se habría fundado sobre el milagro de la resurrección. ¿Qué consecuencias tendría eso en el presente? La Iglesia Católica se iría al garete; la bancarrota para la multinacional más grande del mundo. Miles de curas mendigando en la calle…
—¿Quiere decir que a la Iglesia no le interesa que nadie regrese al pasado? —Gastón había comenzado a inquietarse de nuevo.
—Claro. Pero no se preocupe. Ya se lo he explicado, para regresar al pasado desde un punto concreto del presente (o sea, del futuro) hace falta saber en qué punto temporal se encuentra exactamente quien desea hacer ese viaje, de lo contrario se arriesgaría a aparecer en una época pasada pero no en la correcta. Así que antes que nada, haría falta conocer el año cero de la humanidad.
—¿Y cómo se calcula eso?
Jules Never se inclinó hacia Gastón, como temiendo ser oído por alguien, por mucho que estuviesen absolutamente solos en la torre del templo.
—Le interesa, ¿eh? Ahora no se sabe, pero se averiguará en el futuro. De hecho, yo vengo de allá.
—Ah.
—¿No me cree?
—Oh, no…, quiero decir que, bueno… —Gastón se rascó la cabeza confuso por aquella conversación.
—Puede que ahora no lo entienda, pero usted y yo no nos hemos encontrado por casualidad; en realidad nos conocimos en el futuro, aunque yo entonces jugaba otro papel —aseguró Never.
—Quiere decir que se ha reencarnado…
—En todo caso sería una reencarnación hacia atrás. Pero sí, le estoy hablando de una especie de postencarnación… si lo quiere ver así.
Después de ese inverosímil contacto con el anacrónico Jules Never y su reloj semiparado, a Gastón Garcelán le abordó la certeza de que había llegado la hora de regresar a España. Sin saber por qué, algo le decía que era tiempo de volver.
Las dos semanas que siguieron, las pasó como un autómata, una sombra de sí mismo, haciendo los preparativos y resolviendo las cuestiones burocráticas y laborales para el traslado a España. Colette lo había comprendido, incluso le había dicho que sabía que ese momento llegaría y que estaba preparada para ello. Era un espíritu independiente y libre, no sufriría por su ausencia, y eso es precisamente lo que le molestaba a Gastón.
Como regalo de despedida, Colette le dio una de sus bonitas bufandas de cachemira; ella misma se la puso al cuello antes de darle el último beso de adiós en el aeropuerto de Orly.
—Ojalá encuentres tu camino en la vida —le susurró.
Solo Louis le había preguntado el porqué de su repentina decisión, y luego le había recriminado que fuera a abandonar a su novia, no entendía cómo podía ser tan impasible ante los sentimientos de las personas… Pero Garcelán se había encogido de hombros por toda respuesta, como quien obedece a un isocronismo que no determina uno, sino leyes y fuerzas invisibles que influyen misteriosas, y nada puedes hacer por llevarles la contraria, pues no somos más que unos engranajes que giran solo por la rotación de otros engranajes, y que a su vez transmitimos el movimiento a otros, y esos a otros… Eternamente.