17
Gastón Garcelán y Pascual Alcover habían mantenido en casa de este algunas reuniones más de fin de semana para seguir adelante con su recuperado juego, hasta que un día Victoria había llamado por teléfono a Gastón a Toledo y le había pedido, sin que lo supiese su marido, que pusiera fin de una vez a todo aquello. Esta vez parecía hablar muy en serio. Su voz sonaba preocupada, incluso temerosa. Gastón se había ofrecido a ir a visitarles y hablar de ello, pero ella lo había rechazado taxativa, y él se dio cuenta de que Victoria pensaba que su presencia no causaba buena influencia sobre Alcover, y de que ella había decidido cortar aquellas conversaciones, incluso a costa de la vieja amistad de ambos. Tampoco era de extrañar —pensó—, las mujeres casadas se vuelven posesivas hacia su marido y su familia en general. De modo que si quería seguir jugando a aquello, que en realidad para él no era un juego, debía hacerlo solo, le había dicho Victoria categórica, dando por zanjadas las visitas a la familia.
Al día siguiente Gastón recibió una carta de Louis, su antiguo compañero de la biblioteca de París. Le invitaba a su boda. ¿Por qué no? Un reencuentro con los viejos escenarios le haría bien. Así que pidiendo adelantados unos días de las vacaciones de verano, se plantó en París.
Le agradó sentir de nuevo la anchura de horizontes de la ciudad. Nada más llegar se decidió a hacerle una visita a Colette. Este era en realidad el motivo inconfesable por el que se había decidido a acudir a la boda de su compañero. Ahora Gastón estaba frente a su puerta preguntándose cómo lo recibiría ella después de tanto tiempo sin llamarla ni escribirle ni una sola vez. Pero Colette no estaba en casa.
Louis se casaba con una chica estupenda, harían buena pareja. La boda, sencilla y con mucho encanto, había dado paso al banquete en un pequeño hotel muy recoleto y romántico a orillas del Sena. Todo estaba transcurriendo apacible y normal. Incluso a Gastón le había bajado un poco la fiebre de sus obsesivas fantasías.
Poco antes del banquete, mientras los invitados esperaban a los novios en el vestíbulo, Gastón había encontrado en una de las mesas del hotel un folleto abandonado allí que informaba de una exposición en el Conservatoire des Arts et Métiers, el famoso Museo de las Ciencias de París. ¡Qué casualidad!: la exposición era con motivo del bicentenario de la invención de la pila de Volta. Notó que se le erizaba el cabello. Como si fuera un cleptómano, se guardó el folleto en el bolsillo, y durante el banquete no pensó en otra cosa que en leerlo y ver hasta cuándo duraba aquella muestra. Parecía como si alguien lo hubiese dejado allí para que él lo encontrara.
Se sentía al mismo tiempo ilusionado por el hallazgo y traspasado por una especie de fatalidad que le obligaba a seguir adelante con aquella historia. Era una sensación agridulce de sentirse vivo, por momentos se sentía una pieza imprescindible en aquel caos de la vida cotidiana sin aparente sentido. Cuando terminó la cena y se despidió de los novios, sacó el papel, y de camino a su hotel, vagando por las solitarias calles, como un sonámbulo, fue leyendo el contenido de aquel casual encuentro. En efecto, se trataba de una exposición de artilugios de ciencia antiguos realizados por científicos del Renacimiento. La muestra se titulaba De l’étincelle á la pile, y reunía un catálogo de invenciones del pasado, todo con motivo del aniversario de Volta. Tenía que ir.
Al otro día, Gastón se duchó, tomó un café en el bar del hotel, y con la prisa que le apremiaba por visitar aquella exposición, se encaminó hacia el número 60 de la calle Réamur, por donde se accede al Museo de las Ciencias. Cuando llegó y vio la verja de hierro cerrada se desoló. Un cartel indicaba: «Musée des Arts et Métiers. Ouvert du mardi au dimanche. Heures d’ouverture: de 10 á 18 heures. Fermé les lundis et jours fériés». ¡Qué fatalidad! Así pues, los lunes cerraban el museo.
Gastón caminaba ahora vagando sin rumbo mientras trataba de serenarse y pensar. «¿Qué hacer? Debería regresar mañana a España; mi avión sale muy temprano, era lo previsto en un principio. El miércoles tengo que estar en el trabajo, pero…». Cavilando las opciones entró en un bar y pidió un pastis. «Ya no podré ver la exposición de Volta y su pila, y quizá habría encontrado allí una clave, algún resquicio para saber el porqué de todos esos experimentos electromagnéticos; qué intentaban comunicar o emitir Popov y Ducretet desde la Torre Eiffel al Pantheón… ¡Un momento! —Detuvo su pensamiento en seco—. ¡Claro, el Pantheón! Quizá eso sí esté abierto, también es un museo, pero es monumento nacional, puede que no cierren ningún día de la semana».
Cuando llegó, miró con asombro casi infantil la gran cúpula de ochenta y tres metros de altura. Recordaba lo ilustrado en su día por Colette, cuando él le preguntó por aquel monumento francés: El Pantheón nació en 1764 bajo el reinado de Luis XV, originariamente como templo de Santa Genoveva, patrona de la ciudad. Pero en 1791 fue transformado en un templo laico que sirvió para enterrar en él a los hombres de la Revolución, la Ilustración y la Ciencia.
Ahora Gastón estaba de suerte; el monumento nacional de hombres ilustres estaba franco. Entró y se orientó enseguida hacia la cripta subterránea. En un opresor ambiente de lujosa catacumba neoclásica contempló con la absorta reverencia de un turista foráneo las lápidas de los prohombres progresistas de Francia. Allí estaban entre otros Malesherbes, Mirabeau, Monge, Fénelon, Carnot, Berthollet, Laplace, David, Cuvier, Lafayette, Voltaire, Rousseau, Bichat, Zola, Hugo, Jaurés… y la única mujer: Marie Curie.
Gastón se estaba ahogando de estar allí abajo en la cripta. Sudaba copiosamente cuando decidió salir. Entre las columnatas y frisos del antiguo templo se encontró mejor. Mientras tanto, todo el enorme atrio se había llenado de visitantes. Miró hacia arriba, buscando la luz y la atmósfera de la gran cúpula; justo allá arriba, desde aquel mismo lugar, el ruso Aleksandr Stepanovich Popov y el francés Eugéne Ducretet habían recibido las señales emitidas desde la Torre Eiffel, o viceversa, mediante su aparato de telegrafía sin hilos. ¿Por qué? ¿Qué tenía de particular aquel edificio? Recordó que Jules Never le había dicho meses atrás que allí era donde Bernard Léon Foucault había realizado su primer experimento con el péndulo, sin embargo, Gastón no vio péndulo alguno por ningún lado.
Mientras se hacía esas y otras conjeturas bajó la vista que volaba junto con su imaginación por aquellos espacios blancos y enormes. Al hacerlo, al mezclarse su visión con el gentío que trasegaba el atrio del templo de aquí para allá, le vio. O más bien, le pareció verlo. Fue de soslayo, apenas de pasada, y a continuación se perdió entre la masa. Como quien contempla una aparición, a Gastón le parecía haber visto a Pierre Rakosky.
Al día siguiente, muy temprano, Gastón tomó el avión hacia España. Regresaba todavía más abrumado por los acontecimientos. Había partido hacia París con la idea de desentrañar alguna secreta pista, y le parecía haberse topado con ella cuando encontró en el hotel el folleto de la exposición sobre Volta en el Museo de las Ciencias. Las circunstancias parecían confabularse contra él y aplicarle sus propias y perversas reglas. Era como si el juego de coincidencias estuviese cobrando vida propia y amenazara con suplantar su voluntad para imponer la suya.
El compañero de asiento de Gastón Garcelán en el avión de regreso a España era un tipo extraño. Vestido como un personaje literario de principios de siglo. Tenía una cara ancha y surcada de eso que se llama arrugas de carácter. Unos ojos intensos, claros pero de mirada poderosa, un cabello rubio, revuelto y algo más largo de la moda actual. Su rostro arrebolado revelaba una naturaleza sanguínea, parecía en conjunto uno de esos turistas alemanes o austríacos que piden en España las cañas de cerveza de a litro y se las beben como el agua…
—¿Spanien? ¿Ha disfrutado de su estancia en París? —Le abordó el hombre en francés pero con acento alemán.
—¿Perdón? —Garcelán se vio sorprendido por el abordaje imprevisto de su vecino.
—Regresa usted de París, ¿Nein? Ah, wunderbar, la ciudad de Isis y de los nautas, de la grandeur… El corazón de Europa; allí se han fraguado los mayores acontecimientos del continente. Perdón, me presentaré: soy Richard von Wagner.
—Yo Gastón Garcelán. ¿Es usted alemán? Habla muy bien el…
—Ja, soy alemán. Pero soy eso que llaman con tan mal gusto los burgueses y los horteras, un ciudadano del mundo.
—¿Y a qué se dedica?
—A investigar.
—¿Es usted detective? —preguntó Gastón.
—Nein, no exactamente, ¿acaso lo es usted?
—Oh, perdón; lo siento, no hago otra cosa que preguntarle —se disculpó Gastón.
—Ah, pero no se preocupe —restó importancia el alemán—. En realidad quiero decir que soy tan detective como lo pueda ser usted.
—¿Yo?
—Ja, ¿acaso usted no lleva meses, por no decir años, investigando?
Gastón Garcelán se quedó pasmado por la sorprendente pregunta.
—¿Cómo sabe que…?
—Bueno —el alemán hizo un gesto vago con la mano—, entre nosotros…
—¿Y qué investiga?, es decir, si puedo preguntárselo —el corazón de Garcelán palpitaba acelerado. ¿Quién demonios era aquel tipo?
Lo escrutó tratando de averiguar algún rastro de su identidad. Tenía ante sí a un hombre de unos cincuenta o quizá sesenta años, vestido con un estilo de profesor anticuado, como un Lord Byron. Destacaba un pañuelo anudado al cuello de su camisa de alas. El estilo decimonónico se completaba con pantalón claro y zapatos del mismo color, como si aquel hombre acabase de llegar de unas vacaciones de Córcega, Niza o el Sorrento. Portaba una vieja carpeta de piel marrón reforzada con cantoneras de cobre, como la de un rancio pasante. Mediana estatura, de ademanes recios y modales mesurados, brillaba en su chaleco pardo la cadena de oro de un reloj de bolsillo, con la que jugueteaba entre los dedos de su mano izquierda, y sonreía con la franqueza de un gentleman bien educado. Aunque algo en él te hacía poner en guardia a causa de su mirada clara intensa y analítica. Semejaba, en fin, el personaje sacado de un libro antiguo, pensó Garcelán, similar, por cierto, a Jules Never. ¿No sería otro de esos Compañeros?
—Si permite que se lo diga, caballero —terció Von Wagner de buen humor—, estoy precisamente investigando cierto asunto que le concierne.
Garcelán, molesto por el misterio insolente que contenía aquella aseveración, contestó poco cortés:
—Lo dudo, no creo que sus asuntos y los míos tengan ninguna coincidencia.
El hombre sacó una tarjetita del bolsillo de su chaqueta y se la tendió a Gastón. La tarjeta llevaba impreso su nombre: Herr Doktor Richard von Wagner, y debajo la ocupación: Dramatiker.
—¿Dramaturgo —preguntó Gastón—, no ha dicho que era investigador?
—Ja, ¿y no es lo mismo? Investigo la naturaleza del alma humana.
Luego extrajo una pluma Montblanc de laca negra, anotó con ella un número al dorso de la tarjeta y se la tendió a Gastón.
—Estudio el caso Romanov —dijo de improviso adoptando una sonrisa maliciosa y descarada, mientras sus mofletes arrugados se arrebolaban como una amapola.
—¿El caso Romanov? —repitió Garcelán ocultando otro golpe de sorpresa. El zar, Papus, los Compañeros…
—Ja. Investigo por mi cuenta el asesinato no resuelto de Nicolás II y su familia.
—No investigue más —intervino Gastón—, los culpables fueron los bolcheviques.
Su compañero de asiento le miró fijamente con su sardónica sonrisa y sus chispeantes ojos claros; en su ancho rostro se percibía un cierto aire de placentera despreocupación o calculado nihilismo.
—Nein —negó Wagner—. Me refiero al responsable, al cerebro que planeó el crimen —indicó como sin darle demasiada importancia.
—Han pasado, ¿cuántos…? ¿Ochenta años? ¿Qué hará usted cuando lo encuentre, meterlo en la cárcel? —preguntó sarcástico Gastón.
Herr Doktor volvió a mirarle entre divertido e impasible.
—Evidentemente, no. Pero la humanidad tiene derecho a saber de quién partió la orden del magnicidio.
—¿No fue idea de Lenin? Vamos, que yo sepa —opinó Gastón por seguir aquella conversación en pleno vuelo.
El presunto dramaturgo alzó los hombros.
—¿Quién sabe? Quizá usted lo descubra… —dijo entonces volviéndose hacia la ventanilla.
—¿Yo?
—Ja —Von Wagner giró de nuevo la cabeza hacia Gastón—, tengo entendido que es usted muy bueno para las investigaciones, algo así como un Hércules Poirot. Además, quizá comparta con usted documentación valiosa para elaborar su tesis doctoral.
—Un momento, ¿cómo sabe que…? —Gastón estaba a punto de levantarse de su asiento y salir corriendo y pedir socorro a una azafata.
—Usted conoce a ciertas personas… Como Pierre Rakosky, por ejemplo —sonrió Herr Wagner con su acostumbrada malicia indiferente.
Ahora sí que Gastón empalideció al oír ese nombre.
—¿Qué quiere usted de mí? —preguntó a continuación Gastón tenso y seco, poniéndose en guardia.
—Tranquilícese, solo le pido su colaboración, nadie va a ser juzgado; como usted acaba de sugerir, quedan pocas personas vivas relacionadas con todo eso. Me guía tan solo el afán de esclarecer aquellos sucesos tan desgraciados para Rusia. Toda nación tiene derecho a enterrar a sus muertos, pero también a conocer a sus asesinos.
—¿Para qué, a estas alturas? —interrumpió Gastón envarado—. Creo que remover el pasado no contribuye nada a la reconciliación popular en Rusia.
Herr Doktor pareció reflexionar sobre eso antes de contestar:
—Reconozco que uno de los motivos de mi investigación es para saber si existen descendientes vivos de los Romanov.
—¡¿Descendientes vivos de los Romanov, lo dice en serio?! —exclamó jocoso Gastón—. Vamos, hombre, eso es imposible, murieron todos.
—Ja. Quizá. Sus cuerpos fueron encontrados en 1975 en una fosa enterrados, descuartizados y quemados por ácido sulfúrico…
—¿Lo ve?
—Menos los del zarevich Alexei y la duquesa María —completó Herr Wagner.
—Bueno, y aunque ambos infantes se hubiesen salvado, ¿cómo iban a demostrar sus descendientes que forman parte de la dinastía imperial después de tantos años? —objetó Gastón.
—Está muy claro: con la prueba del ADN.
—¿Se ha practicado la prueba del ADN a los cadáveres? —preguntó sorprendido Gastón.
—Ja, el gobierno ruso la autorizó el año pasado.
—Bien, pero, aun disponiendo de esa prueba, ¿cómo piensa averiguar usted quién ordenó su muerte?
—Cuando esto salga a la luz pública va a estremecer los cimientos de la historia.
—¿Va a salir a la luz pública?
—Quizá lo escriba, sí —reconoció Von Wagner—. Sería un wunderbar libreto. ¡Maravilloso!
Gastón parpadeó nervioso, aquel tipo parecía una aparición surrealista, similar a la que le había parecido la presencia de Jules Never en el arruinado templo gótico de París. Le estaba pareciendo que aquel alemán era un personaje de novela. No era la única vez que tenía esa impresión, lo mismo que con Wagner y Never le había sucedido también con María Salón. Aquel Richard von Wagner parecía recién salido de un libro antiguo, hablaba como un tropos literario, el típico personaje secundario destinado a darle al lector la información complementaria de la narración. Un recurso un poco pobre, usado por los escritores mediocres.
—Supongo que tendrá alguna prueba sólida para iniciar su investigación —terció Gastón por ver dónde terminaba todo aquello.
—Ja, de momento, las balas.
—¿Cómo?
—Desde 1898, el ejército zarista usaba como arma corta de reglamento el revólver Nagant, fabricado en 1895 en la factoría belga de Emile y Léon Nagant, en Lieja. Pues bien, las balas disparadas por uno de esos revólveres fueron las que mataron al zar Nicolás. Los once soldados soviéticos que dispararon el 18 de julio de 1918 contra la familia imperial iban equipados con armas del ejército zarista. ¿Quién se las había proporcionado?
Gastón escuchaba perplejo.
—Ahora solo falta determinar quién dio la orden, y por qué —agregó el alemán.
—¿Y entonces, Pierre Rakosky qué pinta realmente en todo esto?
—Tenga cuidado con ese hombre, pertenece a una funesta secta religiosa —advirtió Von Wagner.
—¿Qué secta?
—La Iglesia Ortodoxa Rusa en el Exilio.
—No la había oído nombrar nunca.
—En cambio, usted conoce bien el símbolo de esa secta —le indicó Herr Wagner.
—No entiendo.
—La esfera y la cruz invertida.
Gastón se estremeció en su asiento.
—Es más que un símbolo zarista —ilustró el Doktor—, es una metáfora de lo que significa Rusia para el mundo, y de otra cosa… —hizo una pausa, miró por la ventanilla, y añadió:
—Rusia se encuentra dividida por los Urales entre Europa y Asia, lo que en términos filosóficos puede traducirse entre los continentes de la razón y la intuición; y en términos psicológicos entre los hemisferios izquierdo y derecho del planeta. Por este motivo Rusia tiene una función simbólica de integrar la razón y la intuición, la ciencia y la religión.
Aquel tipo, pensaba Gastón, tenía la facultad de que todas las tonterías que decía sonaran como verosímiles y posibles.
—Ya, bueno —abordó Gastón desechando con su tono de voz esa enrevesada explicación—, lo que no entiendo es qué tiene que ver ese Rakosky con el zar.
—Ese hombre pretende reinstaurar la monarquía en Rusia por medio de una descendiente del zarevich Alexei, para así magnificar su secta religiosa ante la Iglesia Patriarcal de Moscú, a la que odia por haberse aliado con el Gobierno durante la época soviética. De hecho —agregó Herr Wagner—, los de la Iglesia Rusa en el Exilio prefieren a los católicos que a los ortodoxos rusos actuales, representados por el patriarca Alejo II.
Gastón suspiró algo abrumado por tanto nuevo dato:
—Pero el zarevich Alexei Romanov murió asesinado junto a su familia, usted acaba de decirlo…
—Nein —negó el alemán—. Yo no he dicho que muriera, lo que he dicho es que su cuerpo no apareció, cuando salieron a la luz los restos, lo que ha dejado la puerta abierta a la especulación de una posible descendencia imperial clandestina.
—Sí, pero de ahí a que sobreviviera… —comenzó a objetar Gastón.
—La versión popular dice que el joven príncipe no fue alcanzado por las balas de los soldados, que los proyectiles rebotaron contra su perro, que llevaba en el regazo, o contra el recio abrigo de su padre, con el que lo había cubierto momentos antes del tiroteo para que no pasase frío. Luego, cuando los cuerpos fueron cargados a un camión para enterrarlos en una mina cercana al pueblo de Kopiatki, el zarevich saltó del remolque en plena noche y tuvo la suerte de ser encontrado por los soldados del ejército blanco del zar, que estaba acampado en la zona.
—Me parece muy rocambolesco —descartó Gastón—; además, todo eso me suena a sebastianismo.
—Yo no doy ni resto verosimilitud a esa historia, de hecho sé que la versión más probable sobre la descendencia de los emperadores asesinados es la rama dinástica que proviene del duque Wladimir, biznieto del zar Alejandro II, por tanto, legítimo descendiente de los Romanov.
—No sabía nada de ello —confesó Gastón.
—Ja, es cierto al menos que el duque Wladimir se estableció en España y tuvo una hija un poco díscola que desde muy niña se marchó a vivir de hippie en Ibiza, donde tuvo un hijo de padre desconocido, y…
Gastón dio un respingo en la butaca del avión, girándose violentamente hacia su interlocutor sin poder evitarlo.
Von Wagner continuó como si no se hubiese dado cuenta de la reacción:
—… ni siquiera le dio tiempo al duque a revelarle a la hija su verdadera ascendencia imperial. Hace poco, el duque murió en un accidente fuera de España. De la madre nunca más se supo.
—Un momento, un momento, vamos a ver si me centro… —Gastón estaba a punto de sufrir un ataque; le había cambiado el color de la cara—, usted se está refiriendo a…
—Señores pasajeros, estamos iniciando la aproximación a Madrid. El comandante ordena que se abrochen los cinturones y permanezcan en sus asientos. En breves momentos tomaremos tierra en el aeropuerto de Barajas. Muchas gracias.
El anuncio de la azafata de vuelo había interrumpido la conversación. Herr Doktor había hecho luego un gesto como si el protocolo del aterrizaje fuese motivo para suspender la conversación. Se había recostado sobre el respaldo cerrando los ojos como en una concentración oriental. «Hay gente muy rara por ahí», se dijo Gastón alzándose de hombros y tratando también él de relajarse y reponerse de aquella intempestiva conversación. «Debe haber alguna razón oculta para todo este embrollo», se dijo respirando hondo para recuperar la serenidad perdida.
Ya en la terminal del aeropuerto, el alemán se había despedido precipitadamente de Gastón dándole un fuerte apretón con sus rudas pero al mismo tiempo tiernas manos.
—Adiós, mein Freund, quizá nos volvamos a ver.