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Castillo del conde Vlad. Montañas de Bran.

Extremo oriental de Rumanía

6.15 P.M. hora local

Hacía días que aquellos hombres malos la tenían retenida por la fuerza, desde que fuera secuestrada ante su familia en la catedral de San Pedro y San Pablo, el día de su confirmación. Desde entonces, a Natacha Mijailovsky le habían repetido aquella martingala increíble: que ella era la zarevich, la princesa heredera del antiguo imperio ruso, descendiente del zar Nicolás II, asesinado en Yekaterinburg al comienzo de la revolución bolchevique. «¿Estaban locos aquellos hombres malos?», se preguntaba compungida la niña, viendo cómo su malestar se agravaba por momentos debido al ajetreo del largo viaje al que había sido sometida desde su rapto.

—¿Cuándo voy a volver a casa? —preguntó Natacha al hombre vestido con una extraña capa blanca que había ido a buscarla a su habitación.

—Su casa, alteza, es la Santa Rusia. Pronto volverá a la Patria con toda su gloria y poder —le dijo con áspera voz extranjera.

Natacha siguió al fornido hombretón, que abría paso por los tenebrosos corredores del castillo alumbrando la densa oscuridad con una antorcha humeante. Hacía un frío que helaba el alma, sobre todo cuando pasaban junto a alguna de las ventanas de grueso alféizar que daban al vertiginoso precipicio. Entraron en la sala capitular de la fortaleza, donde en una gran chimenea ardían grandes trozos de encina caldeando el ambiente. La estancia, más larga que ancha, muy espaciosa y alta, estaba decorada con algunos enormes tapices rectangulares que mostraban sin pudor crueles batallas en las que había participado la Sagrada Orden del Dragón contra los enemigos de la Iglesia Ortodoxa; o en otros, diabólicas escenas de faunos, sátiros y diablos persiguiendo y haciendo el amor en posturas y gestos aberrantes con asustadas doncellas desnudas. Natacha miró aquellas imágenes, y al momento bajó turbada la bella cabecita pelirroja hacia abajo.

Arrimado a la chimenea de piedra, sentado abstraído en un gran trono de madera oscura tallado de arriba abajo, que reproducía en la parte superior del alto respaldo un dragón coronado de dos cabezas, se encontraba un hombre de largos cabellos lacios negrísimos y gafas redondas de cristal rojo, cuyo reflejo del fuego hacía invisibles sus ojos. Pierre Rakosky, hundido en el sitial acolchado de terciopelo púrpura, observaba absorto la danza de las llamas que devoraban la olorosa encina. Se había desprendido de su gran abrigo pardo de aspecto militar, y en su lugar vestía ahora una larga capa de vivo color rojo, y debajo de ella un dormán escarlata oscuro con ricos entorchados en oro y plata.

—Príncipe, la muchacha está aquí —indicó el hombretón que custodiaba a Natacha Mijailovsky.

Rakosky se volvió hacia los que acababan de entrar. Levantándose del sitial, aquel gigantón se puso de rodillas ante la asombrada jovencita.

—Alteza imperial —proclamó ceremonial—, la Sagrada Orden del Dragón y el Santo Sínodo de la Iglesia Rusa en el Exilio le presentan sus respetos. Hoy, el gran día de la oscura señal en los cielos, su alteza será coronada zarina de todas las Rusias.

Natacha abrió con sorpresa e incredulidad sus bellísimos ojos azules llenos de lágrimas, y tosió con su leve vocecita entrecortada por la fiebre, salpicando de saliva la comisura de su hermosa boca. El humo de la gran chimenea la atosigaba.

—No se preocupe, alteza —agregó el gigantón con preocupación—. Yo, príncipe de Rumanía y Sumo Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa en el Exilio, dirigiré en persona la ceremonia y el ritual cósmico que os sanará. El espíritu del Dragón caerá protector y vivificador sobre su alteza como el águila bicéfala imperial de la patria rusa, sanándoos de toda enfermedad y de toda mácula. Entonces seréis proclamada emperatriz, tal como anuncia la profecía del icono de Kazan. La auténtica Iglesia Ortodoxa Rusa volverá de su exilio a la madre patria para compartir con su alteza la gloria de los nuevos tiempos, así como yo compartiré con vos el trono de Rusia para vengar a nuestros enemigos seculares, los judíos, los falsos ortodoxos, los católicos y los bolcheviques.

—Excelencia, la zarevich está cada vez peor —alegó el hombre que escoltaba a la muchacha—. Los hermanos de la Orden dudamos si podrá soportar el ritual; es demasiado duro…, quizá habría que…

—¡¿Qué?! —rugió Pierre Rakosky haciendo vibrar con destellos infernales su rojo atuendo— ¿Suspender el experimento?

Alzó su brazo amenazador en el aire apuntando con su dedo enjoyado al que había hablado.

—Mi querido maestre de la Sagrada Orden del Dragón, ¿sabes cuánto he esperado a que llegara el día de hoy? ¡Seis siglos! ¿Tienes acaso idea de cuánto tardará en ocurrir una nueva alineación planetaria de las características de esta? ¡Cientos de años! Estoy harto de esperar. El tiempo es mi tortura ¿Y tú me dices que suspenda el experimento? El poder del eclipse sanará a la zarevich, para eso estamos aquí. Vamos, maestre, ordenad que la lleven a la sala del péndulo y conducidme a donde está el prisionero.

Por lo general, en esta época del año, aun siendo verano, un feo cielo gris rema en la comarca de los Cárpatos a cualquier hora del día o de la noche. Las nubes lo cubren todo en sucesivas capas a cual más ominosa. Sin embargo, unas pocas veces, el viento gélido de las alturas descorre aquel triste telón y entonces una pálida luna, visible en estas latitudes durante todo el día, surge por un rasgón entre el velo negro del cielo, y asoma solitaria allá arriba con su pálida semblanza abriéndose paso ciclópea hacia la privilegiada y azulina tierra de aquí abajo. Sin embargo, hoy la luna no iba a ser clara, sino oscura y siniestra. Pronto la diabólica influencia del eclipse derramaría su perdición sobre estas malditas montañas de Bran, escenario de horribles leyendas de un conde no muerto.

Gastón Garcelán se sobrecogió con el cuerpo tiritando de miedo y de frío. Nunca había sufrido de vértigo, pero ahora, asomado a la ventana de la celda donde había sido confinado tras una hora de viaje por empinados caminos y peligrosos barrancos de torrenteras abismales, se aferraba a la gruesa reja de hierro. A sus pies se abría un abismo del que no se podía distinguir el fondo. La débil claridad del día era causa de la espesa niebla que todo lo envolvía con su frío aliento de muerto.

El castillo del conde Dracul le había impresionado vivamente ya al contemplarlo desde la lejanía. Conforme el vehículo militar se acercaba rugiendo por escarpados y estrechos caminos y pasos de montaña que rebordeaban los precipicios de la gran mole rocosa en cuya cima se enclavaba la fortaleza, a Gastón se le había ido encogiendo el estómago. El castillo de piedra negra, quizá por efecto de los hongos tumefactos y la húmeda vegetación que lo invadía, ofrecía un aspecto infame y pútrido.

Tras descender del vehículo militar, el comando le había dejado libre en una explanada de la fortaleza y se habían marchado. Un hombre mayor vestido con ropajes medievales le había salido al paso para recibirle.

—Bienvenido al castillo del príncipe Vlad de Rumanía —se expresaba en correcto inglés pero con el fuerte acento rumano—. Su excelencia me pide que le transmita que ha sido usted rescatado de manos de ese hombre del Vaticano para prestarnos su valiosa ayuda.

Gastón Garcelán esperaba pues en la celda casi vacía que le habían asignado en aquella lóbrega fortaleza.

Así que esos hombres del comando le habían salvado por orden de un príncipe, y le habían llevado al castillo del conde Dracul. ¿Para eso le habían arrancado de las garras de Vicenzo Furno, para meterlo en aquella húmeda habitación donde desesperaba sin saber qué demonios estaba sucediendo? Pues no parecía que hubiese ganado mucho con el cambio. Aquí el frío mordía con más saña que en el monasterio benedictino. Escuchó estremecido el eco de los lobos aullando a lo lejos. ¿Y quién es ese príncipe?, que yo sepa —se estaba diciendo Gastón—, en Rumanía no hay monarquía y está abolida la nobleza, mientras que esto se supone que es el castillo del conde Dracul. No entiendo nada.

Entonces oyó el cerrojo de hierro de la puerta de la celda y se volvió sobresaltado. Acababa de entrar un hombre alto, maduro pero de impecable porte, fornido, con barba rala y canosa y vestido con una capa blanca sobre la que figuraba bordada en negro al costado izquierdo… ¡sobre la que figuraba la esfera y la cruz invertida! El hombre, aparejado con los diversos atavíos de un caballero medieval, dejó ver entre los pliegues de la capa el pecho de su casaca de cuero con la imagen repujada de un dragón bicéfalo. Luego inclinó levemente la cabeza hacia él y proclamó ceremonioso como un heraldo haciéndose a un lado dentro de la habitación:

—Su alteza el príncipe Vlad, príncipe Rakoczi, conde Voronstov-Dachkov, conde de Saint-Germain y marqués de Rakosky.

Tras la retahíla nobiliaria, apareció en el umbral Pierre Rakosky vestido con una extraordinaria capa roja de satén que le arrastraba dos metros por detrás, orlada de dragones bicéfalos coronados, y bordados en hilo de oro y piedras preciosas. Lucía un aspecto imponente, más erguido y mayestático que nunca, rígido en su imbuida majestad.

—Bienvenido a mi morada, señor Garcelán —pronunció con su característico acento ruso.

—¿Príncipe? ¿Es usted príncipe? —ironizó Gastón por encima de su sorpresa.

—Usted lo ha dicho —asintió sin inmutarse Rakosky.

—Pero ¿qué hago aquí, para qué me ha salvado de su socio; y qué hace usted en este castillo…?

Pierre Rakosky alzó su mano provocando con ello un frufrú de seda y una cascada de tela roja que aleteó en el aire húmedo de la cámara.

—Demasiadas preguntas… —atajó impávido el ruso.

—Y muy pocas respuestas… —contestó molesto Gastón—; quiero irme de aquí ahora mismo.

—Muy bien, hágalo —Rakosky extendió su enjoyada mano derecha hacia la ventana, por donde Gastón había estado mirando el infinito y desolado paisaje de altas montañas y profundos precipicios. Rakosky sonrió malicioso ante la cara derrotada de su invitado.

—¿Qué quiere de mí? —preguntó apesadumbrado Gastón, aceptando su situación.

—Ha llegado la hora que todos estábamos esperando.

—El día del eclipse —completó Gastón—, sí, de eso ya me he dado cuenta.

Rakosky afirmó con la cabeza.

—Sí, el eclipse… La cruz cósmica. Gracias a su influencia reinaré de nuevo en Europa, aplastaré a las naciones que han dado cobijo a la rastrera raza sionista, a los turcos que me vencieron a traición hace siglos, a los bolcheviques y a los comunistas… y sobretodo, a los enemigos de la Iglesia Ortodoxa en el Exilio: el Patriarcado de Moscú y el Vaticano. Muy pronto yo, príncipe de Rumanía, unificaré los Balcanes, las Mongolias y Rusia en la fe ortodoxa y gobernaré la nación más poderosa de la tierra.

Gastón Garcelán frunció el ceño preocupado. Aquel hombre estaba aún más loco de lo que aparentaba. ¡Todos estaban locos! Seguramente —pensó— se debe a la nefasta influencia de este maldito eclipse del milenio, que tiene a la gente tan trastornada. Pero aun así, no podía dejar de pensar en todo lo que le había revelado Vicenzo Furno sobre la física cuántica y su presunta privilegiada mente.

—No ha respondido a mi pregunta. ¿Qué quiere de mí? —insistió Gastón manteniendo la dignidad en lo que pudo.

—Usted va a contemplar desde aquí el eclipse de sol…

—Lo siento —ironizó Gastón—, pero no he traído mi kit de protección.

Rakosky frunció el ceño y puso cara de no entender, mientras el hombretón de la capa blanca se le acercaba al oído y le murmuraba:

—Se refiere a las gafas ahumadas de cartón que desde hace unas semanas están distribuyendo algunas revistas esotéricas para mirar sin deslumbrarse el eclipse.

Pierre Rakosky endureció el rostro:

—¡Déjese de bromas! ¿No se ha dado cuenta de su alta misión? Usted es necesario, imprescindible para devolverle la salud a la zarevich. Luego, cuando su alteza imperial esté curada de esa maldita enfermedad de sangre propagada hace siglos por ese judío llamado Jesús, yo plantaré en ella la semilla que traerá al mundo al Anticristo, el príncipe de este mundo, según rezan las profecías más ancestrales de la humanidad.