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Leva asiste a la escena desde una esquina del hoyo. El que ahora deja caer sus brazos es uno de los zapateros del pueblo. Uno de los que cada día canta, junto a los otros zapateros, en el Rincón de la Cruz. La espalda del hijo le envuelve y él los mira mientras trata de enderezar el cuerpo de una vieja a la que, igual que a los demás, conoce desde que nació. Tiene agarrada a la mujer por los tobillos mientras ve al hijo sollozar y cómo los otros tratan de separarlos. No quieren llamar la atención de los soldados que ahora mismo beben lejos, al otro lado de los taludes. Esperando, más o menos ebrios, a que terminen el trabajo que les han encomendado.

Los del pueblo los separan y se llevan al hijo hasta uno de los montones y lo tumban de costado. Tratan de consolarlo y él, que ya viaja a una dimensión extraña, se acurruca sobre la ladera terrosa. Entonces algunos hombres comienzan a recorrer la fosa volviéndoles la cara a los cadáveres. Leva sigue quieto, agarrado a los pies de la mujer. Siente que el dolor que ha de arrasarle está ahora embalsado. Que basta el aleteo de una mariposa para que su dique reviente.