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A última hora de la tarde le acerco una bandeja con un plato de estofado, pan y una frasca de agua. No le pongo cubiertos. Se la dejo a cierta distancia, en la escalera que baja al huerto donde mis hortalizas capturan la luz del sol rodeadas de olivos e higueras.

«Coma lo que quiera y márchese —le digo—. No se le ocurra pasar de la verja o le dispararé».

La carne humea sobre los escalones. El silencio es un lugar propicio para los enigmas y este hombre, con el suyo, me irrita y, de algún modo, me provoca. Reduce mis posibilidades, me desprecia. Quizá, simplemente, no entiende lo que le digo. Si fuera un ladrón, ya habría vaciado la casa y ni Iosif ni yo hubiéramos podido oponer resistencia. Tampoco Kaiser, tan dócil, tan ávido de manos humanas. Si hubiera venido a por comida la habría pedido. Desde donde está habría llamado mi atención, se habría llevado los dedos juntos a la boca y los habría agitado. Tanto si viene desde el pueblo como si ha caminado desde La Parra, es prácticamente imposible llegar hasta aquí sin toparse con una patrulla.

«No puede quedarse aquí. Está usted invadiendo nuestra tierra». Entonces el hombre gira su cuerpo y me mira por primera vez, pero sus ojos no superan la altura de mi ombligo. Doy un par de pasos atrás, me cruzo de brazos. Me protejo.

A esta hora y a la distancia a la que estoy de él, no distingo sus rasgos. Y aunque hubiera habido luz, me habría sido imposible interpretar una mirada tan baja. Aguanta en esa posición hasta que, quizá aburrido, regresa a la postura en la que ha permanecido el día entero. Por un momento pienso que se sumirá de nuevo en su postración pero, repentinamente, sus manos se apoyan en el polvo y comienza a incorporarse con lentitud. Retrocedo de nuevo. La escopeta descansa lejos, en la balaustrada, con el cañón apuntando a las primeras estrellas.

Pero no amenaza, ni amaga, ni me dirige un solo gesto hostil. Al contrario, parece querer mostrarse, sin más. Mediana altura, pelo moreno, encorvado, quién sabe si por la edad o por las horas contra la valla. Uno de los faldones de la camisa está fuera del pantalón. Mira en mi dirección pero no a mí. Tiene cicatrices por toda la cara. Se diría que un niño se la ha rayado con un objeto punzante. Ojos oscuros y ensimismados que se enganchan en las formas de la casa, a mi espalda, a medida que la recorren.

Se sacude el polvo del pantalón, se remete la camisa, se asienta la chaqueta, cierra los botones y se gira. Sorprendida, lo veo caminar junto a la verja blanca, pero no en dirección a la puerta que da al camino, sino a la escalera que baja al huerto. Pasa junto a la bandeja con la comida, se mete entre los bancales y desciende por el muro inferior hasta perderse entre los olivos, valle abajo. Me quedo quieta durante un buen rato, rodeada por el canto de los grillos y las cigarras, intentando dejar que la figura escuálida que ha pasado el día contra las tablas abandone mi mente, cosa que no sucede.