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Agita un dedo delante de mi cara mientras me cuenta que uno de ellos estaba todavía vivo cuando los quemaron. Se lleva una mano a los ojos para tapárselos. Le tiembla.

Me da a entender que caminan por una senda detrás del camión, seguidos por los soldados de la escolta. Remontan el valle lentamente, como salmones prehistóricos, y a medida que lo hacen, el monte les va mostrando zonas taladas. «Calvas», ha dicho. El camión avanza con la caja abierta. El brazo de uno de los prisioneros pende lacio por la parte de atrás agitándose al ritmo azaroso de los baches.

Cuando abandonan el camino para internarse en el prado, todavía se ve la chimenea, hacia el sur. Humea sin descanso, interrumpiendo la continuidad del cielo. Los gruesos cinchos de hierro que contienen sus paredes son ahora finas líneas oscuras pautando la torre cuadrada.

El vehículo, en su marcha, va dejando dos franjas de hierba aplastada que los cautivos y sus vigilantes enfilan. Durante un buen rato avanzan así, formando dos columnas sobre el fondo del valle, que, obligado por el cauce, se va curvando hacia el este como una luna verde. Llegan a un punto en el que el prado se estrecha, invadido por un risco. Lo rodean y salen de nuevo a una cuenca amplia donde, por vez primera, oyen los golpes de las hachas allí donde el pasto termina y arrancan las pendientes. Hay brigadas trabajando a lo largo del frente de tala.

A diferencia del sargento, los prisioneros no expresan repulsa por el fuerte olor a descomposición que emana del camión, pues parte de aquella pestilencia les pertenece. El primer cuerpo que sacan es el de un hombre de pelo moreno. El mismo cuya mano han visto oscilar durante el viaje hasta aquel lugar. El cadáver apenas hace ruido al impactar contra el prado fragante, y el poco polvo que levanta es el que lleva en sus ropas. Los siguientes son dos muchachos y luego un hombre mayor. Lleva una boina encajada en el cráneo hasta casi taparle los ojos y un rosario plateado enrollado en una mano. Al caer sobre los jóvenes se desplaza hacia un lado y el brazo que sostiene la sarta de cuentas se estira en dirección a los soldados. Uno de ellos se acerca, aparta a los que trabajan y, tapándose boca y nariz con una mano, le quita el rosario. Retrocede hasta su posición y se lo muestra a sus compañeros, que lo examinan igual que niños curiosos.

Poco a poco se va formando un montón que termina alcanzando la altura de la caja y por el que, al final, los cadáveres resbalan de cualquier manera. De los confines de la planicie les sigue llegando el sonido de las hachas contra la madera. Nada entre los hombres y el cielo profundo. Si acaso, aromáticos cabellos boscosos que crecen sobre la capa fértil.

Con el camión a medio descargar les conceden unos minutos de pausa y cada uno se deja caer allí donde está. A Leva le toca junto al cuerpo de un hombre que debió de ser fuerte pero que ahora yace flaco y hundido a su lado. Tiene los dedos sarmentosos y de las orejas le brotan mechones de pelo quebradizo. El muerto mira al cielo con las pupilas veladas ya por la esclerótica gelatinosa. Leva no piensa en lo que hace. Simplemente alarga un brazo y le baja los párpados, que se deslizan sobre los globos. Los soldados fuman, separados de la montaña apestosa, interpuestos entre la brisa y la muerte. Los cautivos se encorvan, vencidos por el cansancio, algunos recostados en la hierba. Nadie ve cómo Leva le cierra los ojos a aquel desconocido, pero, de haber tenido que explicarlo, ninguno de aquellos soldados habría entendido la necesidad de reverenciar un momento así. De instruir, cuerpo a cuerpo, una liturgia capaz de abrirles a esos desgraciados las puertas de una muerte con más significado. Hombres y muchachos arrancados de sus casas y llevados hasta aquel lugar remoto. Fallecidos en la oscuridad de un camión abarrotado y dispuestos ahora bajo el cielo ausente para pudrirse entre desconocidos. Lejos de sus ancestros.

El cuerpo del niño es uno de los últimos en aparecer. Está al fondo, contra una esquina, minúsculo entre los hombres, envuelto en un gabán oscuro del que solo salen unos dedos pálidos. Podría haber pasado por basura, confundido entre las ropas tiradas y las menudencias con las que habían subido los cautivos. Lo saca de allí un hombre solo, trayéndolo en brazos hasta la boca de la caja. Lo desciende con cuidado y lo deposita sobre la hierba. Solo lleva puestos unos calzoncillos. Brazos de alambre y las rodillas como los nudos de una vid. Tiene arañazos y cortes por todo el cuerpo, la tripa hinchada, y le faltan trozos de carne en una pantorrilla.