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En la estafeta militar el soldado me saluda con exagerada cortesía. Es joven, quizá recién llegado, yo al menos no le he visto nunca. Puede que todavía no haya tenido tiempo de escuchar las historias que se cuentan sobre mí. Sobre mi carácter «rebelde». Revisa el formulario de telegrama que le he entregado punteando las casillas con su lápiz. «Teniente Boom. Boulevard Sweitz…», repasa.

—Falta una cifra en el distrito postal del destinatario.

Me devuelve el papel y me indica con el lápiz el lugar. Lo completo, vuelve a leerlo y, finalmente, lo sella y lo deposita en la bandeja que dice «salida».

—¿Sería tan amable de enviarlo con urgencia?

—Por supuesto, señora. Será enviado hoy mismo.

La oficina está vacía. Hay tinteros dispuestos en los atriles de madera adosados a las paredes. Fuera, en el patio de armas, suenan los cascos de los caballos y algún vehículo que entra o sale.

—¿Podría enviarlo ahora?

El joven me mira.

—Lo siento, señora, pero no me está permitido. El oficial de comunicaciones es el único que puede operar el telégrafo.

Es un muchacho bien adiestrado, capaz de dirigirse con modales afectados a una señora venerable y, al tiempo, riguroso cumplidor de sus obligaciones administrativas. Me siento tentada de persuadirle. «Estamos solos —quiero decirle—. Hágalo por esta vieja dama. Nadie se enterará y yo le estaré muy agradecida». De nuevo apremiada, como si el hombre del huerto se fuera a morir mañana.

—Claro, por supuesto —concedo—. Que tenga usted un buen día.