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¿Fue él quien colocó las tejas de la caseta de aperos que nosotros convertimos en cuadra? O peor, ¿fue su padre? ¿Quién de los dos mandó forjar las crucetas que hacen de rejas? ¿A cuántas generaciones hemos mancillado? Ahora, mientras veo oscurecerse su silueta contra el sol que declina, me pregunto por qué no he querido verlo. Veníamos a delinear un jardín, a plantar rosas, crisantemos y hasta orquídeas, aquí, donde solo había guijarros. A este breñal le faltaban nuestras fragancias. No había prados, ni los hay, terca tierra, pero nosotros reparamos su mala suerte, su ancestral barbarie, a base de frondosos setos, bien cortados, bien alineados, bien tupidos. Les trajimos nuestras espesas alfombras, tan mullidas que a su lado el esparto de sus felpudos parece escoria de fundición. Y qué decir de las marqueterías que ahora, en falsos techos, ocultan las bóvedas encaladas de las casas del pueblo.