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Desde que recibí la extensa carta del teniente Boom, no he podido pensar en otra cosa. Todo lo que hasta entonces me parecía arbitrario e inconexo en el hombre del huerto se va ordenando en mi mente. No permanece tumbado, con el pecho y la cara pegados al suelo, porque sí. Hay un sentido en esa pauta que le lleva a pasar el día bajo la sombra de la encina o entre los bancales. Tan solo sale de la finca para, supongo, hacer sus deposiciones, ya que no hay rastro de suciedad, aparte de la de su propio cuerpo y la de las ropas que lleva.
Por supuesto, nadie más que yo le busca algún sentido a su rutina. Iosif, por su parte, me hostiga con sus órdenes. «Mátalo —me ha dicho hoy—. Si yo pudiera sostener la escopeta le volaría la cabeza a ese hijo de perra apestoso». Me he mostrado distante mientras he podido. «Te va a violar», ha dicho, y entonces he dejado caer sobre las tablas del porche el vaso de agua que le llevaba y he corrido a refugiarme en la parte de atrás de la casa, lejos de él.