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Cada dos o tres semanas llegan camiones con nuevos prisioneros. Entran en el cercado, entumecidos por el viaje y aturdidos por la visión de lo que los aguarda, y allí, en la misma puerta, tienen que aceptar el intercambio forzoso en el que entregan sus pellizas de piel o sus gorros de astracán a cambio de capotes raídos o ligeros talits. Se incorporan a una vida en la que el descanso no existe porque es preciso estar en constante alerta. Frío, calor, humedad, chinches, miedo al robo o a los tocamientos. Violencia en todos los rincones del campo, en los barracones o durante la comida. Solo el trabajo, si es desempeñado hasta la extenuación, está libre de golpes. Cada hombre en lo suyo, consumiéndose en soledad, descansando de los otros, de los soldados, de los capataces, del mando. Expuestos al frío helador en invierno y a los mosquitos en verano. Y, permanentemente, el hambre nunca bien saciada. El día no es más que un equilibrio delicado entre la débil energía que proporciona el bodrio y el trabajo salvador. Es preciso, además, reservar suficiente fuerza para repeler a los otros, para luchar por la comida, para proteger las botas y para no morir congelado.

Echado sobre las tablas, junto a los cuerpos de decenas de hombres consumidos, Leva aspira el aire infecto del barracón. Toses vibrantes y el bullir de los esputos que se forman y luego se expulsan. A pesar de que las noches son frías no se abriga con la manta que le ha sido entregada. Igual que el resto, se acuesta vestido, con las botas atadas junto a la cabeza, adormecido por el tibio calor de los cuerpos que le rodean y asediado por las garrapatas. Su cabeza es un sumidero que engulle las impresiones recientes de sus nuevos días y la visión, para él ya milenaria, de su hija y de su mujer. Después, los ojos del capataz, el aroma herboso del claro, el engrudo, el camión, la Corredera, los músculos vaciados por el trabajo y la tensión. El sueño es un imperativo necesario pero frágil. Volver a despertar en algún momento, siempre con la sensación de no haber descansado. Como quien quiere bañarse en el mar y el agua solo le llega a los tobillos. Tumbarse y notar el fango. Nunca la limpieza, ni la claridad, ni el frescor que se espera del agua. Mojarse, eso sí, pero no sentirse nunca envuelto por esa otra sustancia que purifica la piel y la presiona. No deslizarse en su transparencia, no flotar, no caracolear ni subvertir la gravedad. No jugar, no alejarse de la orilla, no sentir la misteriosa profundidad de quien se adentra. El sueño como combustible para la consciencia. Para poder volver a transitar por el infierno, aunque sea trastabillándose. El infierno es estar despierto y el verdadero descanso, en esas condiciones, solo lo puede procurar la muerte. Tener los ojos abiertos ya no significa dolor, porque el dolor, a diferencia de lo que pudiera parecer, no es más que el dintel de la puerta. Las estancias del nuevo lugar que ocupa, el horror, no se corresponden con formas conocidas. Estar despierto significa no ser capaz de interpretar lo que sucede a su alrededor.