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Cada día, antes del amanecer, recorre las estancias de la casa de oficiales limpiando estufas y chimeneas. Con la ayuda de un badil separa las cenizas de los carbones que no se han llegado a consumir. Generalmente siempre quedan ascuas de la noche anterior. Leva las arrincona y sobre ellas coloca astillas y piñas secas. Abre los tiros y, para cuando termina su ronda de limpieza, en la mayoría de las estufas ya ha prendido el fuego. Entonces dispone los troncos necesarios, ajusta las entradas de aire y hace un último recorrido para asegurarse de que todo está en orden.
Tarda semanas en acostumbrarse a su nueva indumentaria y a los hábitos de higiene que se le exigen para poder estar en presencia del personal militar de mayor rango. Tras muchos años cubriéndose con ropa descosida, cambiándola solo cuando otro hombre moría, atándose los pantalones con cuerdas, sentir las estrecheces de la propia talla le resulta incómodo.
Su atuendo, si no impecable, tiene que estar limpio y en buen estado. Si una prenda se rasga o se descose, debe ser llevada a los sastres para ser remendada. Son tres hombres del mismo país, o de la misma lengua, que pasan el día en un cuartucho cosiendo galones, ajustando charreteras y entallando camisas. Siempre que Leva pasa por su puerta los oye cantar. Cada uno encorvado sobre su labor, con dedales y acericos en los antebrazos. Entonan las melodías lánguidas que él escuchó por primera vez en el camión que le llevó hasta allí. Alguien que subió en alguna de las paradas comenzó a cantar en algún lugar indeterminado de la oscuridad, entre los cuerpos amontonados. Una nueva voz se sumó y luego, como una bola que golpeara a otra, fueron llegando más voces. Canciones que, a fuerza de ser repetidas una y otra vez, resultaban balsámicas incluso para él, que no las entendía. Ahora otros hombres, o puede que los mismos, alivian la fatiga con sus cantos. Desalojan la humedad de los huesos de Leva, lo paralizan. Mientras los escucha, cesa su murmullo y sus pupilas se detienen.
Al principio duerme en su antiguo barracón, junto al resto de prisioneros. Pero sus nuevas ropas son objeto de codicia por parte de los otros y son muchas las noches en las que tiene que patear al aire para evitar que le quiten los pantalones o las botas. Se despierta incluso antes que los trabajadores del aserradero y la planta de tratamiento. Un centinela le abre la puerta y lo conduce hasta su lugar de trabajo. Luego, cuando los demás duermen, después de haber limpiado las estancias, regresa al cercado. Pasa el día solo, masticando su locura, ensimismado. Su figura es mansa y hacendosa. Al principio, su único encargo es el cuidado de las chimeneas y los fuegos. El resto de la jornada lo pasa cumpliendo o esperando órdenes del topógrafo. Tiene prohibido alejarse del espacio limitado por el cercado, la casa de oficiales y los edificios de gobierno y trabajo. Allí donde va, siempre hay un centinela que le tiene a tiro.
Con el paso de las semanas, al cuidado del fuego se van añadiendo nuevas tareas. Tiene que acarrear agua, pulir cubiertos, hacer que el samovar siempre tenga el agua hirviendo o reparar faroles.
Apenas ve al topógrafo, que pasa largas temporadas fuera del campo, pero su protección es ya innecesaria porque Leva ha pasado a integrarse en lo que le rodea. Tan solo sus murmullos son objeto de alguna burla cuando entra en el comedor en medio de la cena. Se ríen de él cuando, por ejemplo, se queda quieto junto a la estufa con una brazada de leña. Algo, al otro lado de las ventanas, le embelesa: copos que caen como plumones o la luz del crepúsculo que enciende los carámbanos que penden de los aleros. Quizá la cornamenta fabulosa de un macho de ciervo, allá, entre los tocones. Alguien le despabila de un golpe en la espalda. La leña cae a los pies y todos ríen.
Los últimos leñadores que quedan en el campamento del bosque regresan a principios de otoño. Arriba queda un puñado de soldados encargados de vigilar las instalaciones y la maquinaria, a la espera de su desmantelamiento definitivo.
Los que han vuelto pasan el día en el cercado, puesto que ya no queda trabajo por hacer. A medida que la producción sale y van quedando transportes libres, los que están en condiciones de seguir trabajando son subidos en los camiones y sacados del valle. A finales de octubre solo queda una docena larga de cautivos, la mayoría ancianos y enfermos.
Murmura cuando camina, mueve la cabeza espasmódicamente. Algunas noches, mientras duerme, grita y se convulsiona. Alguien que no es Teresa, que no tiene su cara ni su cuerpo, que ni tan siquiera es una mujer, puede que ni un ser humano, camina sobre cenizas. No es posible distinguirla del fondo, pues sus ropajes son del color del grafito. Tampoco oír sus pasos, amortiguados por la alfombra gris. Pero hay un momento, un instante apenas perceptible, en el que su piel refleja el fulgor final de un ascua a punto de apagarse. Entonces cree reconocer a ese alguien que no es Teresa pero que participa de su mismo ser. El manto de grafito vuelve a disolverse en las cenizas pero ya no es igual porque, al despertar, aunque no pueda ser consciente de ello, hay algo en él capaz de volver a prender el fuego.