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Ven salir a los cautivos camino de los tajos. Pasan frente a ellos y muchos les dirigen miradas compasivas. No hay, en apariencia, nada que los haga diferentes de aquellos que ahora marchan hacia los bosques: los mismos andrajos, los mismos pómulos, la misma piel agrietada y cavernosa.
Finalmente, uno de los nuevos oficiales se acerca al grupo de Leva. A su llegada, los centinelas se cuadran para saludar y él les hace un gesto para que bajen las manos tiesas. Pregunta a los cautivos si hay alguno que entienda su lengua y tres levantan la mano sin separar siquiera el codo del costado. Lo intenta en francés y en castellano, pero no recibe respuesta.
Se presenta como teniente Adrien Boom y les explica que es topógrafo del ejército. Tiene orden de trazar la nueva carretera. Durante las siguientes semanas ellos serán sus ayudantes.
Puedo ver al teniente Boom en aquellos tiempos: joven, delgado, ingenuo quizá. Noble, en cualquier caso, y valiente, sin duda, para ser capaz de hacer lo que hizo por este hombre, Leva.
Tras la breve presentación, hace señales para que le sigan. Los hombres se miran, porque todos perciben una anomalía en el oficial. Sus formas no son las de un soldado. No se mueve como ellos, no grita. Su boca no es un volcán del que salen despedidas gotas de saliva. Su mera presencia no es hiriente ni amenazadora. Está ahí, sin más, dispuesto a llevar su trabajo a término. La eficacia ha desterrado a la crueldad. Ha comprendido, en aquel campo, en otros campos, que un buen maquinista no debe permitir que las piezas de su ingenio se traben o se llenen de muescas.
El grupo sigue al teniente hasta uno de los camiones estacionados al otro lado del río. De él sacan herramientas, un par de sillas plegables, caballetes y un tablero. A Leva le entregan una caja de madera pequeña y pesada de la que pende un tirante. Se lo echa al hombro y luego toma el trípode que le pasan.
Caminan juntos hasta que el topógrafo ordena parar. Instalan la mesa y, sobre ella, el oficial despliega planos y croquis sobre los que coloca escuadras, transportadores y otros materiales de medida y escritura. De la caja de madera saca un teodolito que monta sobre el trípode. Por ser el más próximo a él, entrega a Leva la mira pautada y lo envía a cierta distancia. El resto afila estacas.
A comienzos de mayo el río baja impetuoso. El deshielo es ya irreversible y las manchas verdes y marrones se van acrecentando al ritmo del caudal. Los márgenes secos de principios de otoño, los pedregales de los meandros y hasta los pies de los alisos se ven anegados por aquella fluidez incesante.
Los hombres trabajan remangados y es la primera vez desde que llegaron que pueden descansar durante la jornada porque, por algún error de cálculo, son más de los necesarios para la tarea. Ni el topógrafo ni los centinelas lo hacen notar al mando, así que, durante cuatro semanas, Leva y los demás se dejan calentar por el sol primaveral, bebiendo cuando lo necesitan y, algunos, hasta canturreando.