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Todo el camino hasta el lazareto lo he hecho llorando. Parando cada poco para apoyarme en alguna tapia y recuperarme. En casa, incapaz de matar a mi esposo, he terminado por dejar caer el arma a mis pies y entonces Iosif ha empezado a reír y ya no he dejado de oír sus insultos hasta que he abierto la cancela y me he marchado. Quizá todavía siga allí, humillándome en soledad. Un hombre que no merece su descanso ni mis cuidados.

Ha sido la sombra del almendro que crece junto a una de las paredes del pequeño edificio la que me ha sosegado. Sus finas hojas, las drupas abiertas y secas a mi alrededor, pues nadie viene a cosechar los frutos de un árbol pegado a la casa en la que los leprosos debían pasar cuarenta días de aislamiento antes de poder entrar al pueblo. Sentada en el suelo, igual que él, amansada por la misma fertilidad que a él lo calma he visto cómo lo sacan al mismo camino que me ha traído hasta aquí, con el sol bien alto y el asno rebuznando. El oficial montado agrupa al pelotón en torno al caballo que se rebrinca nervioso entre la tensión del bocado y las espuelas que le electrizan la panza. La espuma blanca le brota sin cesar de las comisuras humedeciendo las piedras del camino.

Dos hombres sostienen a Leva, otro guía al burro cargado y un cuarto los escolta. Los demás saltan las tapias y forman una línea para continuar batiendo monte arriba. Yo los esperaré aquí, en el lazareto. En cualquier momento aparecerán y me encontrarán bajo este árbol, igual que una perra que se ha escondido para parir. Débil, tan frágil como sus bayas de invierno entre los cristales de nieve.

Como hiciera él, yo también los veo aproximarse hasta que los tengo tan cerca que puedo distinguir sus caras. Sus ojos, transparentes y turbios a un tiempo, están llenos de un agua remansada capaz de filtrar aquello que no debe ser considerado. El dolor de los otros, por ejemplo. Sus colores —cobalto, aguamarina, turquesa— son el resultado de la luz que reciben allá, en el norte. Una claridad atenuada por las hojas de nogales y hayas. Esta tierra, sin embargo, resplandece diez meses al año. Nada se interpone entre ella y un sol que rebota en las casas encaladas y ciega a los hombres. Rigores alejados de los nuestros: el frío, la humedad y, al parecer, la sevicia.