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Recuerdo nuestros inviernos en Leukerbad, al pie de la gran montaña. Mi padre solía bromear diciendo que si aquel aire era bueno para las Ramswürscht sería bueno para nosotros. En el comedor del balneario, a la hora de cenar, siempre había montañeros llegados hasta allí para escalar el Daubenhorn. Al regresar de sus jornadas, solían dejar las mochilas y los piolets bajo las perchas de la entrada y cruzaban la sala con sus bombachos y sus jerséis de lana. Hubiera dado cualquier cosa por que mi madre me hubiese permitido acercarme a aquellos hombres. Quería saber de dónde procedía el repiqueteo metálico de sus botas cuando caminaban sobre el mármol del gran comedor en dirección a las mesas.

Pienso en el viejo de la cuadrilla, incapaz de continuar. Solos él y su joven vigilante, atrapados los dos en aquel paraje blanco. El muchacho se impacienta. También veo ahora a ambos, soldado y anciano, en una de las mesas del comedor. En las lámparas que cuelgan del techo brillan miles de cristales tallados. A ellos no los intriga el misterio de las suelas claveteadas. Comen y, de vez en cuando, se dicen algo. En un momento, el anciano se excusa y, tras limpiarse las comisuras con una servilleta blanca, se levanta y se ausenta. No volverá a la mesa, ni al bosque, ni al amor de los suyos, ni a tomar vino al atardecer frente a su torcida casa del Herengracht.

Dos días tardan en reponerle. El sustituto es un hombre vigoroso. Sorprende su prestancia y su frescura, como si sus huesos no hubieran sido batidos en un larguísimo viaje en camión o como si al amanecer, en un salón de paredes decoradas, hubiera comido hasta saciarse. Se cubre solamente con una chaqueta de batista bajo la cual varias camisas multiplican su corpulencia. Hay un tono especialmente chispeante en sus movimientos y no tiene en la espalda la curvatura que los demás ya presentan.

Al principio, el nuevo, como si aquello no fuera con él, trabaja con brío. El cuerpo y la mente, rodeados por fuerzas superiores e implacables, se entregan o se defienden. Aquel hombre se opone a los soldados, o a la fatalidad de su destino, con la postura erguida de su cuerpo. Y esa actitud no es fruto de la rebeldía o del orgullo, sino de su naturaleza.

Pero con el paso de las semanas, bajo el rigor inclemente del invierno, también su figura se quiebra. No hay constitución capaz de soportar la falta de alimento y el transcurrir de los días, siempre iguales, saliendo cada amanecer, abriendo huella cada mañana en la nieve caída por la noche. Se adentran en la oscuridad equinoccial, alejándose del sol y de su ridículo calor. Y los otros ven cómo también a él se le hunde la piel por debajo de los pómulos, absorbida hacia los dientes, y cómo el silencio se hace cargo de él y lo empuja, lo mismo que a los demás, hacia la irreductibilidad de los huesos. Juntos todos ellos, pero solos, caminan bajo el cielo gris hasta llegar a la parte del bosque que les ha sido asignada para empujarlo más y más lejos. Lo hacen retroceder hacia las laderas y, una vez allí, lo acechan y persiguen por torrenteras y escarpaduras hasta alcanzar, algún día, las rocas estériles en las que el mundo termina.

Ahora me descubro preocupada. Ese ruido de fondo que solo producía Iosif con su dependencia y su constante censura ha sido sustituido por este otro hombre, más obstinado y hermético si cabe que mi marido. Un desconocido que gatea por el filo de una navaja con la despreocupación de un niño o de un loco.

Estas noches en las que he pasado tantas horas junto a él, escuchando de vez en cuando sus frases inconexas, viendo temblar su labio inferior y cómo su mirada se queda prendida en algún lugar indefinido entre la casa y el pueblo, han terminado por rendirme. Estoy preocupada por él y tengo razones para ello. Más que razones. Lo que en un principio tan solo fue la llamada de un misterio, esa tendencia mía a la rebeldía o a la heterodoxia que tantos problemas me ha causado en la vida, se ha transformado en algo parecido a un deber. Si no le denuncié nada más verle fue por la fascinación de su presencia. Si no lo hago ahora es porque hay algo que nos une y debo tratar de averiguar qué es antes de que los soldados entren y se lo lleven, como se llevaría un basurero los desechos de una cocina.