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Hace tiempo que Leva murmura: camino de los tajos, en los descansos, en plena tala. Empezó con un rechinar de dientes, movimientos nerviosos de las mandíbulas y algún pequeño tic. Luego vinieron las palabras sueltas, ya para siempre desconectadas entre sí, con esa misma narrativa inexplicable de unas estrellas que, por brillar próximas, forman una constelación.
No hay en su soliloquio nada que denote nostalgia de lo perdido o anhelo por el encuentro con los que ahora le rodean. Ha tenido ocasión de hablar con alguno de los españoles que están en el campo. Se los cruza en el cercado, sabe quiénes son y en qué brigadas talan. Incluso allí hablan alto. Se hacen notar. De haber iniciado alguna relación, quizá ahora no estaría murmurando. Habría tenido alguien con quien hablar y puede que en quien confiar. Alguien capaz de abrir en él una grieta por la que airear su propia podredumbre. Alguien, en definitiva, con quien poder compartir. Aquella mañana invernal, por ejemplo, arrastrando ramas de abeto. Al soltar la carga, lejos de donde la brigada pica, se desmorona lo que hasta ese momento no parece más que otro montículo de nieve. Allí aflora un arbusto achaparrado en cuyas ramas brillan, como lucecitas, bayas invernales. Trata de cogerlas, pero sus dedos rígidos las rompen de lo maduras que están. Se tumba y, una por una, las va absorbiendo con los labios. La dulzura del fruto en su sazón frente al descuidado bodrio, el pan de guisantes o los nabos cocidos. Aquello es un regalo inesperado que quizá hubiera compartido con alguien, probablemente con algún español. En aquel lugar, la lengua común habría sido para él una verdadera patria. Podría haber hablado aunque solo fuera para escuchar su propia voz. Quizá así habría conservado la cordura.
Tumbado, deja caer su mano hacia mí, como si me la ofreciera. Ha quedado abierta, con la palma hacia el cielo. Sus dedos, contraídos, parecen querer agarrar el aire. Podría tomarla entre las mías, abrir sus dedos, sentir la dureza de su piel. En lugar de eso le digo que le entiendo. Que sé que su silencio es su única posesión. En él te has refugiado, continúo, y con él te has apartado de los demás; de las agresiones de unos y de otros pero también de las manos tendidas, que, como la tuya ahora, también las ha habido. Prisioneros que no han sido desmontados del todo. Los has visto agarrando a algún viejo por detrás justo en el momento en que iba a caer definitivamente. Los has tenido al lado, cuando compartían la miserable ración o espantaban las moscas de los labios de otros. Lo has visto y te has callado.
Tomas tu escudilla y te apartas y, sin saberlo, te envenenas, como yo lo he hecho. Tú también eres un odre podrido, hinchado por esa misma bilis que a mí me corroe. Y lo cierto es que te hemos hostigado hasta reducirte a la murmuración. Hemos violentado en ti, en vosotros, lo que hasta ese momento os había sostenido. Y tú, qué otra cosa podías hacer, has terminado pensando que tu ausencia es el único refugio, y tu piel, la única frontera.