35
En su cuadrilla hay tres hombres mayores que cada jornada se afanan por seguir el ritmo de los demás. Cuando, al amanecer, el grupo se dirige hacia el frente, son ellos los que ocupan los últimos puestos. Cada cierto tiempo se descuelga alguno, superado por el ritmo apresurado de los demás, y entonces tiene que trotar para alcanzarlos. Corren sin apenas levantar los pies del suelo. A menudo se tropiezan con las piedras o se traban con los restos de ramas taladas y caen torpemente al pasto o a la nieve. Sus días, mucho más que los de los otros, están contados. Tienen que emplearse a fondo para no quedarse rezagados durante la marcha y también para agacharse a recoger ramas o para no quedarse sin comida. Sus gestos son esforzados. En los brazos de los jóvenes, incluso bajo esas condiciones de trabajo y debilidad, hay cierta armonía de movimiento. Se inclinan, cargan madera, levantan las hachas por encima de sus cabezas y las lanzan contra los troncos con la economía que las circunstancias y el oficio imponen. No hay excesos ni derroches innecesarios, ya que es preciso cumplir con la tarea y todavía reservar fuerzas para regresar hasta el campo, pelear por el rancho antes de que se enfríe y dormir con las pertenencias a buen recaudo.
En los mayores, sin embargo, hay una torpeza inherente. La propia de la edad pero también la de saberse observados por los soldados y por la misma muerte. Quizá, si en esos momentos estuvieran acostados en sus casas de Varsovia o de Viena, aguardando entre sus hijos y nietos el último aliento, se dejarían llevar. Acompasarían su respiración y sus movimientos a una partitura más cadenciosa. Asomarían sus manos lívidas por el embozo y con un solo gesto, una nuera o una hija solícitas les acercarían un vaso de agua a los labios agrietados. Sin embargo, allí, entre la nieve y los soldados, han de sobreponerse y simular una fortaleza que hace tiempo que los ha abandonado. Una pantomima, en verdad, que a nadie engaña. Por qué han terminado en ese lugar remoto y severo es algo incomprensible. Si todos los que están allí han sido apresados del mismo modo. Si en cada pueblo ha habido masacres, arbitrariedad y violencia. Si ese ejército es capaz de comportarse así, ¿qué le ha impedido seleccionar debidamente a los más fuertes para exprimirlos en ese bosque húmedo en lugar de desplazar a ancianos que llegan al borde de la muerte? Puede que lo que quieran de ellos no sea fuerza de trabajo sino, simplemente, someterlos a una humillación ejemplar. Quizá son prebostes en sus comunidades y en el momento de la invasión no han puesto el cuello, como los demás, sino que han elevado sus voces. O tal vez son hombres instruidos, médicos, traductores, conocedores de la tradición. Su delito ha sido su saber, porque el conocimiento enerva a los poderosos. Todo lo que no tiemble ante el acero afilado de una espada ha de ser aniquilado.
Un día, uno de los ancianos se detiene al borde del camino para recuperar el aliento. Solo se abriga con una chaqueta a la que ha levantado el cuello. Flexiona su cuerpo y apoya las manos en las rodillas. El soldado que cierra el grupo le grita para que avance, pero él continúa inclinado, tratando de reponerse. Tose, como en los días previos, y cada bocanada de aire helado le seca la garganta, haciendo que tosa aún más. Fastidiado, el soldado retrocede hasta el viejo y lo toma del brazo. El hombre, agitando una mano, le pide unos segundos más. El otro empieza a achucharle con la culata, sin golpearle todavía, pero el anciano parece que ya no es capaz de recobrar la postura erguida, teniendo como tiene los riñones medio descubiertos por la inclinación del cuerpo. La cuadrilla ha seguido su camino y allí, en el aire transparente, solo quedan ellos dos.
El soldado se incorpora al grupo casi en el lugar en el que yacen los árboles talados el día anterior. Viene solo, medio trotando, y, al llegar, dice algo a sus compañeros. Leva y los otros retoman los desrames haciendo saltar astillas, impregnando el aire próximo con los olores de la resina y de la madera. Sus chaquetas no tardan en empezar a humear por la transpiración como si fueran figuras a punto de arder.