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En rigor no puede decirse que hablemos. Más bien él confirma o desmiente detalles de mi versión, la que he sido capaz de construir gracias al relato del teniente Boom y a sus escasas aportaciones.

Me da a entender que no sabe cuánto tiempo estuvo en el camión. «Podríamos calcularlo», le digo. Voy a la casa y regreso con un volumen de la enciclopedia. Le muestro un mapa desplegable de Europa. «¿Aquí? —le pregunto señalando con el dedo una zona del norte—. ¿Diría que es en esta parte?». Pero él no mira el dedo, ni el mapa, sino el libro. Todo el libro, como si fuera la primera vez que ve uno. Como si él fuera el único hombre, y ése, el único libro. Un niño.

Fue mi padre quien me regaló esta pluma cuando me casé. Nunca pude decirle que de su dote, más que los libros, las pinturas e incluso las propiedades, fue esta estilográfica el regalo más querido. Me ha puesto a salvo de Iosif y de mis demonios. Con ella he completado la abortada vida de Thomas. Con ella en mi mano escribo ahora que el camión se detiene definitivamente en mitad de un prado al que un río pedregoso parte en dos. Lo imagino en el fondo de un valle amplio, alrededor del cual se levantan suaves laderas boscosas que ondulan los contornos. Más allá de los bosques, muy lejos, la tierra termina punzante, elevándose en cumbres calizas y estériles. Columnas que sostienen el firmamento. Cúmulos blanquísimos progresan cadenciosos contra el cielo y sus sombras se arrastran sobre el valle manchando por igual los bosques, el pasto y las obras de los hombres.

Durante las últimas veinticuatro horas de viaje, el camión solo ha parado para repostar y para cambiar de conductores. Los soldados no han abierto la caja ni lanzado a su interior comida o agua, como si de repente hubieran recibido la orden de llegar cuanto antes a su destino.

Un teniente, al mando de media docena de hombres, recibe al transporte y, tras saludar a los conductores y a los escoltas, ordena que la caja sea abierta. Los soldados que manipulan los portones no oyen ningún ruido procedente del interior. Se diría que se disponen a inspeccionar un camión cargado con cuartos de vaca listos para ser revendidos en el mercado. Los soldados no se hacen con las fallebas, dobladas por los golpes, y tiene que ser uno de los escoltas el que, con un par de culatazos en los sitios apropiados, desbloquee el cierre. Cuando por fin se despliegan los batientes, una luz diamantina, como agua súbitamente desembalsada, penetra en la caja violentamente. Una luz de una naturaleza distinta a las que han ido lacerando las retinas de los prisioneros en los días previos. Acaso más transparente, más brillante, más pura.

El teniente y sus hombres ralentizan sus movimientos a medida que van descubriendo el interior. Algunos, horrorizados. Otros, los más curtidos, indolentes, y el teniente, sin más, contrariado. Pensando: «Esto no es lo que he pedido. Esto no es lo apropiado. No me sirve». El oficial se pinza los lagrimales y luego se lleva los dedos juntos a la boca.

Busca una salida para semejante desastre. Piensa en reprender a los soldados de la escolta, que lo miran a cierta distancia, con las espaldas encorvadas y las barbas sombreando sus mentones después de muchas horas de viaje ininterrumpido. Sus ojos están enturbiados, como flotando sobre bolsas de piel donde el cansancio se acumula. No hay ya horror en sus pupilas. Solo hastío.

Valora la posibilidad de mandar llamar al jefe de campo para que se haga cargo de la situación, para que dé fe del estado en que llegan aquellos hombres. Pero, suponiendo que a esas horas el jefe estará perdido por los bosques, oliendo florecillas, tomando apuntes, opta por resolver él mismo el problema.