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Ya estamos en septiembre. Durante el día el sol sigue castigando, pero ahora durante menos horas. Las ausencias del hombre son ya cotidianas. Normalmente se va al amanecer, pero hay veces que se marcha después de almorzar. Solamente en una ocasión, que yo sepa, ha utilizado la cancela para entrar o salir de la propiedad, y ni siquiera le vi. Desciende por las terrazas lentamente hasta que se pierde valle abajo. Viéndole marchar me doy cuenta de que, al margen de las torpezas propias de su edad, apenas cojea ya. Nunca vino a mí para que le curara. A lo sumo, llegado el momento, se dejó hacer, con la misma docilidad con que recibió mi disparo. Él se quedó quieto en la oscuridad del pasillo. Yo hubiera tenido tiempo suficiente para verle emerger de las sombras y comprobar que no había nada peligroso en él. Una navaja en una mano, pequeña como un cortaplumas. Le hubiera seguido con el ojo del cañón hasta la puerta de la casa, sin más. Pero él se quedó quieto y yo disparé.