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Estaba decidida a quedarme en el lazareto eternamente para no volver a ver a Iosif nunca más, como si eso fuera posible. Con la determinación de una niña pequeña me escapé de casa y ahora, muerta de hambre, también regreso igual que una niña. Siento vergüenza y también miedo. No me va a pegar, pero, salvo eso, lo que me espera ahora son más vejaciones.

Cuando ya tengo la casa a la vista, pienso en el hombre del huerto. Hacerlo, a pesar del dolor que implica, me aleja de Iosif. Lo acaban de sacar al camino. Ahí está, junto al burro, llevado por su triste escolta. El oficial y los demás vienen hacia donde estoy, formando su línea de batida. Parece que buscaran saboteadores o criminales en lugar de labriegos. ¿Qué pretenden? ¿Aterrorizarlos, censarlos, informarlos sobre las mejoras en sus condiciones de vida, evangelizarlos?

El sol proyecta sombras oscuras bajo los almendros. Cada cierto tiempo se oyen disparos seguidos por el aleteo de las aves asustadas. Algunos parecen provenir del pueblo pero otros, más cercanos, se están produciendo en las lomas de la Sierra Vieja. Leva, aún encapuchado, sabe de dónde vienen las detonaciones. Piensa en los predios con aceituna que su primo tiene al pie de la cumbre del pico que llamaban el Mirrio, el más alto de los próximos al pueblo y desde cuya cumbre se domina incluso la terraza de la torre del homenaje del castillo.

Caminan sin prisa, deteniéndose con frecuencia para fumar o para beber de las cantimploras. Cualquier excusa es buena para perder un poco de tiempo en el inesperado paréntesis de libertad que les ha tocado en suerte. Hay jaras verdeando por las lindes y también flores de aliaga y de cantueso, pero ninguna de esas cosas llama la atención de los soldados. Tampoco el aroma del tomillo que menudea a su alrededor y que Leva aspira mezclado con el olor a cáñamo del saco que le cubre la cabeza.

Llegan al pueblo por el Pilar de la Cruz, un collado en el que, adosado a una casa, hay un abrevadero en el que los animales paran antes de encerrarse en los corrales o de salir a los campos. Hacia el norte, la ladera se inclina en dirección a La Albuera, y por el sur es el pueblo el que ocupa la pendiente con sus casas blanqueadas. De ese lugar parten caminos hacia Burguillos y La Parra, y allí, la calle del Duque, que viene desde la iglesia, se retuerce para continuar subiendo hacia el castillo.

Sobre la pequeña meseta que forma la curva han ido acumulando camiones con caja de lona, vehículos ligeros, motocicletas y una docena de cañones de gran calibre que aguardan a ser emplazados en el castillo y en las defensas naturales de sus faldas. Sientan a Leva en el suelo con la espalda apoyada en el abrevadero y encienden cigarrillos. A lo lejos brilla la lámina de agua del pantano de La Albuera rodeada por una ancha uña de tierra gris y estéril.

Por el camino de La Parra se aproximan tres soldados con otro cautivo. Los que custodian a Leva les hacen señas para que se acerquen, aunque no les queda más remedio que pasar por allí. Los que regresan escoltando a lugareños tienen orden de conducirlos hasta la iglesia y el Pilar de la Cruz es la única entrada por la parte alta del pueblo.

Los soldados se saludan y luego intercambian cigarrillos por fuego. Sientan a su reo al lado de Leva. Un viejo al que han atado las manos a la espalda y cegado con un trapo sucio. Lleva una boina negra, más tirada sobre la cabeza que puesta. Leva siente junto a él la presencia del recién llegado y no se le escapa el olor a sudor agrio y reseco de los hombres del campo. El viejo tose. Los soldados charlan y el humo de sus cigarrillos los envuelve y luego se desvanece en el aire.

El viejo vuelve a toser y luego inclina la cabeza hacia él y murmura:

—¿Quién eres?

Leva se queda quieto. Todavía está conmocionado y no es capaz de responder. Los soldados siguen charlando por encima de sus cabezas.

—¿Eres del pueblo? ¿Te han cogido los soldados?

—Soy Leva.

—Leva. Soy José, el Tocino.

—José.

—¿Te han pegado?

—Sí.

Vuelven a callarse. Cada cual a su propia oscuridad, pero ahora, con la certeza de que aquello que les ha sucedido a los dos, puede haberlos alcanzado a todos. Hundidos en las alturas de la tierra fértil. Aquellas cimas desde las que las laderas se escurren. Los amplios valles y, a lo lejos, la llanura de Barros. Leva se pregunta por aquel hombre, mayor que él, al que conoce de toda la vida, con cuyos hijos él se ha criado. Juntos bajando las cuestas, haciendo rodar los aros. Juntos atrapando ranas y ayudando en la matanza. Los niños de este pueblo son otro pueblo. A nadie se deben cuando consumen sus días en juegos inútiles, sin otro propósito que el juego. La risa en la Corredera, los helados de Jaramillo en verano, los barquillos en invierno. Las puertas de las casas todas entornadas, nunca cerradas. Cortinas colgando que no se mecen, porque allí no corre el aire en agosto, salvo en las noches perfumadas.

—¿Quiénes son, José?

—No lo sé.

—¿Por qué nos hacen esto?

Leva recibe el primer culatazo en el pómulo, y José, en la boca. Ambos gritan y se revuelven y hacen intentos por levantarse y huir, pero los soldados continúan pegándoles hasta que dejan de moverse.