8
Me despiertan unos golpes metálicos. La luz que entra por la ventana abierta ya ilumina la habitación entera. Iosif duerme a mi lado. Sobre el escritorio se reparten los papeles de anoche. Están desordenados, con el tintero sobre ellos y el secante fuera de su sitio. Me levanto, me cubro con el chal y me apresuro a salir. Encuentro al jardinero en la puerta de la cuadra con las herramientas para la jornada. Le saludo con una cortesía impropia de nuestra relación y, aunque trato de aparentar normalidad, mi mera presencia allí, dándole la bienvenida, es en sí una anomalía que ninguno de los dos sabemos cómo manejar.
Después de algunos rodeos —el bochorno que se anuncia para el día, las flores de las genistas—, finalmente le cuento que he decidido prescindir de sus servicios durante las próximas tres semanas. Que quiero ser yo la que, después de tantos años de atenta observación, asuma la responsabilidad. Mientras se lo digo, el hombre levanta una ceja y echa la cabeza hacia atrás ligeramente, separándose de mí. Cuando termino, me habla de la cantidad de trabajo que da un huerto en verano y me mira de arriba abajo, quizá recordándome que soy una señora entrada en años y que, en mi posición, es inadecuado desempeñar esas tareas. Habré de remover la tierra con un azadón pesado para conducir el agua entre los caballones, amarrar las cañas con una tensión capaz de reventar la piel de las manos, arrastrar ramas, acarrear y baldear suficiente cantidad de agua para regar todo el césped que rodea la vivienda.
Le pido que espere un momento donde está y vuelvo a la casa a por mi monedero. Al regresar, saco el pago correspondiente a las jornadas que no trabajará y añado algo más. Le ofrezco el dinero y él lo toma.
Antes de marcharse dirige una mirada melancólica al huerto, como si lo estuviera privando de una golosina largamente esperada aunque, en realidad, lo que hace es recorrerlo buscándole un sentido a mi decisión. No percibe nada extraño. Desde luego, no al hombre, oculto al pie de los altos encañados por los que trepan las judías o bajo las turgentes hojas de las matas de calabacín. Luego se levanta la boina en señal de respeto, asciende la rampa y, tras cerrar la cancela, emprende el camino de regreso al pueblo con más dinero del que nunca ha llevado encima.
Subo la pendiente y allí me quedo, apretando los barrotes de la reja, hasta que lo veo desaparecer tras la curva de la gran higuera. Entonces, cuando ya no hay posibilidad de que me vea, bajo al huerto para comprobar que el hombre está bien escondido. Y solo entonces me doy cuenta de que lo estoy ocultando. De que, aunque no soy capaz de nombrar los motivos por los que le he permitido quedarse, soy perfectamente consciente de que, teniéndolo aquí, contravengo la ley. Una norma que prohíbe tener relaciones estables con lugareños sin informar de ello a la autoridad, en esta zona, el cónsul. Se han dado casos de colonos que incluso han terminado en la cárcel cuando se han descubierto vínculos no autorizados. El más conocido se produjo unos años atrás, en algún lugar de las colonias africanas, cuando, según los periódicos, una familia de granjeros había admitido en su seno a uno de sus siervos y éste había terminado violando a una de las hijas. El criado fue llevado a la horca y el cabeza de familia a la cárcel por consentir semejante familiaridad. El Semanario Imperial se encargó de difundir la noticia con todos sus detalles. Recuerdo que, durante aquel tiempo, Iosif y yo tuvimos algunas conversaciones al respecto. Fue él quien me llamó la atención sobre lo extraño que resultaba que el Semanario informara de un suceso tan truculento. «Inconveniente», solía decir él para referirse a aquello que pudiera molestar a la buena sociedad.
A mediodía, cuando voy a dejarle la comida, lo encuentro de pie, de espaldas a mí, balanceando el cuerpo como si quisiera golpear el tronco de la encina con la frente. Está hablando solo, o quizá con la encina o con sus recuerdos. Dejo la bandeja en su lugar, pero esta vez me aseguro de que oye el tintineo de los cubiertos. Deja de hablar, pero sigue de espaldas a mí.
Me señalo el pecho, digo mi nombre y al instante me siento estúpida: «Señora Holman. Me llamo Eva Holman». Kaiser se ha acercado y olisquea el plato de arroz que hay sobre la bandeja. Lo miro con severidad hasta que se retira babeando hacia el lugar donde el hombre sigue quieto. «Señora Holman», murmuro, a punto de darme por vencida. No volveré a decir mi nombre a la espalda de nadie. Ha sido un error. Todo esto es una locura. Mi descabellado intento por comprender. Y entonces habla. Al principio no entiendo lo que dice. El tronco de la encina parece comerse sus palabras. «Leva», dice, y lo sigue repitiendo mientras voy a la casa en busca del cuaderno.
Por la noche llevo a Iosif a la cama antes de su hora. Me pregunta por el «pordiosero». Le doy largas mientras, sentado sobre la lana del colchón, le subo las manos para embutirlo en su camisola de dormir. Bajo sus brazos penden dos bolsas gelatinosas. Su cuerpo entero tiende al suelo de ese mismo modo.
Para cuando me siento a escribir, sus ronquidos parecen olas secas batiendo contra un espigón. Con la pluma en la mano, lo miro y siento la extrañeza de verme en medio de un campo de batalla, entre ejércitos que aguardan para aniquilarse.
Debo contener a Iosif y, al tiempo, atender a aquello que el hombre del huerto parece querer decirme.
La pluma rasca el papel, un sonido cordial junto a la llama ondulante de la bujía. Retomo el trabajo donde lo dejé el día anterior y escribo que no le es posible saber cuánto tiempo lleva en el camión, ni dónde estaba antes. Tampoco la dirección que toma cuando emprende la marcha. Primero piensa que van a Portugal y luego que se dirigen a Badajoz. «Teresa», murmura, alineando su voz con la vibración de la caja.
Los baches le adormecen.
No consigue despertarse plenamente ni cuando, por fin, el camión se detiene y la máquina deja de rugir. La vibración da lugar a un barullo de gritos al otro lado de las tablas y de empujones dentro. Gente que va y viene, soldados que vocean, algún disparo lejano, llantos infantiles y ladridos. Desde fuera golpean las puertas con dureza de martillo. Leva, que yace junto a ellas, se sobresalta y trata de llegar al fondo de la caja, creyendo que allí encontrará refugio. Al hacerlo, tropieza y cae sobre cuerpos que gruñen. Se arrastra y, por más que lo intenta, no logra alcanzar su objetivo porque ya hay, adherido a la última pared, un grupo de personas que ha huido hacia ese lugar antes que él.