10

Después de la desoladora visión de su rostro, trato de volver a mis asuntos. Pero ¿quién podría dedicarse a sus cosas sabiendo que un loco desfigurado holgazanea a unos metros? Mis intentos son inútiles. Mi imaginación, más fuerte que mi voluntad, vacía mi mente de pensamientos cabales. Me arranca del presente y no soy capaz de pararla. Veo a los soldados que los custodian, pero no modelo sus rostros. Visten el uniforme de nuestra infantería. Tienen la estatura de Thomas, son figuras repetidas de mi hijo, el muchacho dulce y curioso al que no pude retener. Su inocencia vulnerada es una espina que jamás lograré sacar de mi carne.

En la cuadra, intento distraerme peinando a Bird. Le paso el cepillo por las ancas, palpo su tenso cuello, acaricio sus quijadas. Con la palma bien abierta le doy avena. Sus ojos son enormes bolas oscuras, tan indescifrables como los ojos del hombre. Entonces suelto el cepillo, salgo de la cuadra y voy a la encina.

Está tumbado de cara a mí, con los ojos abiertos. Me agacho, le abro la chaqueta, meto la mano en el bolsillo y saco la carta. El tacto del papel gastado, pulidas sus aristas por el roce con la tela. Me guardo el sobre en el delantal y me voy.

Una carta de recomendación. Eso es lo que este hombre llevaba en el bolsillo. Un documento fechado más de veinte años atrás en el que el teniente Boom le cuenta a un tal Swartz que el portador del documento es servicial, eficiente, discreto y hábil con las manos. Que conoce suficientemente nuestra lengua como para entender lo que se le ordena. «En el tiempo que ha estado a mi servicio —dice Boom—, ha cumplido cabalmente con sus obligaciones. —Y añade—: Estoy seguro de que le será de gran ayuda en su granja. Ruego a Dios tenga usted la bondad de acogerlo».